SOMBRA DE LÁGRIMAS

Por Lenin Rojo Curiel

Quiero contar una leyenda que desde niño escuché repetidamente de boca de mi madre; se trata de la vida de San Agustín, dejando en claro que no interesa en lo más mínimo si la vida de tan grande señor se puede o no comprobar en los términos de veracidad histórica o de histrionismo Aurorino, pues Aurora es el nombre de mi madre.

Uno es un amasijo de datos fidedignos y de infusas pasiones, desde ahí mi relato.

-¿Cómo era San Agustín?  pregunté un día a mi madre.

 -¡Ah!, pues él fue un gran pecador que más tarde se convirtió en un gran santo.

-¿Cómo puede ser un gran pecador y convertirse en Santo?

– Pues sí, fíjate que en principio él era un hombre muy inteligente que, en su época, el siglo IV (354-420) la Iglesia era un desgarriate; pues cada quien creía lo que quería. Esto a Agustín le parecía una auténtica feria de vanidades, por lo que los hombres religiosos le parecían obtusos y reduccionistas; la fe, la anulación de la inteligencia, una forma obscena de la sinrazón y el principio de todo fanatismo.

En pocas palabras, encontraba que los sacerdotes eran administradores usureros de la eternidad. Y la Eternidad la zanahoria con la que se azuza el miedo del pobre y del débil para que no se rebele contra la injusticia del rico.

Ya te dije que era un hombre muy brillante. Además, no se limitaba a pensar estas cosas, sino que se sentía obligado a hacer una especie de contra prédica y ahí por donde había pasado algún predicador convenciendo a la gente, al poco rato aparecía esta especie de contra apóstol Agustín, cuestionando con lucidez y destapando el negocio que había y habrá en la Iglesia de Pedro y Pablo; que no en la de Jesús -enfatizaba mi madre-.

Apartando aquí, lo que quiere reservar del otro lado.

Va pues Agustín convenciendo y desconvenciendo a los tontos y a los lúcidos, azuza a la gente a pensar por ellos mismos para sacudirse el miedo y defender los privilegios de Este Mundo, que es para gozarlo y no para padecerlo como bestia arrepentida de unos pecados que él no cometió; creando una verdadera crítica y resistencia al poder ya en esa época incipiente pero definitivamente poderosa, por oficial,  pues hacía rato que Constantino había proclamado la confesión cristiana como la privativa de su Imperio.

– ¿Entonces, cómo es que se convirtió en santo y además en uno de los más grandes?

-No sólo santo sino en uno de los Padres de la Iglesia, pero espérate no comas ansias, no he terminado de retratar al personaje, porque lo que te he contado, fíjate bien, lo pinta como un hereje o un ateo -muy brillante sí, pero como hombre tenía sus fallas-.  En primer lugar, abusaba de su inteligencia privilegiada y de su inmenso carisma. Y no sólo era agnóstico sino mujeriego, afirmando que no había ninguna gracia en someter los deseos a la ley de la Iglesia, puesto que no había ningún Dios. Que, si lo hubiera Él había puesto los deseos en el cuerpo y entonces no podía haber tal pecado original, sino que había en todo caso el gozo original. Y ya que esta vida no es eterna, es el hombre el que tiene que darse a sí mismo una medida, tanto de placer como de conocimiento. O sea, algo muy parecido con lo que tu papá se justifica y se justifican todos los ateos comunistas, anarcos y demás pelafustanes de dizque izquierda.

A veces y a cada rato las digresiones teológicas se enredaban con la otra cara de la moneda: mi padre. Y, ya encarrerada arremetía contra Judas y contra Pedro con la misma pareja indignación.

Y ahora sí ya vamos llegando a la cuestión más sorprendente porque resulta que Agustín era hijo de Santa Mónica.

Aquí empezaba una narración donde los puertos, el mar, el agua salada y las lágrimas van a estar presentes reiteradamente al punto de llegar a hablar de una imagen -Sombra de lágrimas- que va a signar el relato de mi madre, y que es la conversión de San Agustín.

-¿Cómo, un santo hijo de otra santa?

-Sí, lo tuvo antes de ser santa. Un día te voy a explicar…

Porque mi madre toda su vida ha sido y es una gran llorona.

Y resulta que también Santa Mónica fue una gran llorona, pero ella a lo bestia, al punto de saberse dónde había estado porque al pasar dejaba un charco de lágrimas. Los llorones tienen la capacidad de agarrarse del dolor ajeno y convertirlo en solidaridad hídrica, lacrimosa. No en vano en México tenemos una leyenda pavorosa, la de La Llorona. Y así cómo La Llorona pregunta por sus hijos y clama al cielo, así Santa Mónica pregunta por su hijo y clama al cielo.

Llora por el ingrato de su hijo, que con su disipada vida se hundía cada vez más profundamente en la abyección. Mi madre aseguraba que era tal su prepotencia -la de Agustín-, que había abusado de una ciega a quien además había preñado, para luego huir por el mar Mediterráneo. Escapando del mar de lágrimas de su madre, perdiéndose en el agua y la sal mayores, así que, en cuanto supo que su madre atracaba en el puerto, buscándolo, pone pies en polvorosa marina.

Cuando la Santa supo del escándalo se llegó a dónde habitaba la desgraciada y se estuvo el tiempo suficiente para que con sus ruegos y llantos lograra que -por intercesión del Espíritu Santo- la mujer fuese curada de su ceguera.

Es decir que cual desfacedor de entuertos por donde su hijo pasaba llevando disolución, su madre cual sombra de lágrimas lo seguía. Infalible. Así cada vez que el ingrato escapa y la deja plantada en alguna playa, a los pocos días, inspirada desde lo alto, aparece la Santa con sus ruegos y su charco de lágrimas, decidida a convertir al rejego pecador e instándolo a enmendarse. Pero éste protervo sólo sabe huir para volver a pecar aún más profundamente.

Un día, en lo más negro de su desesperación, la Santa fue a pedir consejo a San Ambrosio y le confió toda su amargura, desde luego hecha un mar de lágrimas, pero hasta cierto punto confortada; al menos comprendida por el otro santo varón, ya que éste había conocido la inteligencia deslumbrante que había hecho legendario, aunque en sentido negativo, al incorregible Agustín.

Cosa por demás notable le pide que deje de buscar al hijo, para que el Espíritu Santo obre y decida la suerte del desencaminado engendro. Y además añade una promesa; ¡Cómo que hay Dios yo te digo que un hijo de tantas lágrimas no se puede perder!

Sólo los cobardes se arrepienten

El camino se acaba, el mar no lo lleva a ningún lado, la verdad y la razón no solivianta a los hombres; los escandaliza. Él, que quiere devolver el hombre al hombre encuentra sombras ¡Oh, Diógenes! Sombras que ignoran que son fantasmas, sombras que aunque siendo desconocidas para ellas mismas se ayuntan y se reproducen sin dolor ni comprensión.

Él no está arrepentido. Está asqueado. Asqueado de sus excesos que al final sólo lo rebajan a sus propios ojos y lo hacen más consciente de su inmensa soledad.

Acudimos al Mar en busca de renovación. Agustín quiere sanar su hartazgo de ser hombre, su cárcel mental que lo que lo mantiene tenso e infeliz. Pero no quiere renunciar a la inteligencia ni a las preguntas incómodas. Tiene el alma muerta y dudas que lo queman.

Esta frente al Mar y este le hace meditar en el problema del sueño y la realidad. ¿Dónde empieza uno, dónde acaba el otro?

Quizá esta ensoñación sea la que lo va relajando y lo coloca en ese estado de receptividad y lasitud donde nos damos cuenta que nada falta y todo se percibe justamente en su lugar. Repara en una escena que ha percibido de modo rutinario, pero a la que ahora atiende plenamente.

Un niño ha estado jugando ahí frente a sus ojos, jugando a lo que juegan los niños, a lo imposible. Desde el lado de la playa el niño corre hacia al mar y con un dedal captura un poco de agua y luego vuelve presuroso y vacía el dedal en un hoyo que ha cavado previamente en la arena. Esto, una y otra vez, incansable como hacen los niños.

Sale de su modorra, se despereza, y camina hasta donde el infante se afana y le pregunta a qué juega. El niño le mira muy serio como cuando los interrumpimos en su juego con una pregunta impertinente.

Y le responde que él no está jugando, que simplemente está tratando de meter en ese hoyo al mar inmenso.

Agustín queda perplejo y le cuestiona ¿qué no te das cuenta que es absurdo lo que intentas, no ves que es imposible meter esa cantidad de agua en ese agujero?

Y el niño responde: Es más fácil que yo logre meter el mar en ese hoyo a que tú, con tu mente, llegues a comprender la profundidad de Dios.

Silencio, silencio de muerte como si fuera una tregua expectante.

Silencio de Palabra y de Eco. Como en un negro absoluto cae y a continuación, Satori; iluminación permanente.

Este es el punto toral donde las palabras ya no alcanzan, la red que no puede atrapar a ningún pez, puesto que ya no hay peces que atrapar. Agustín reconoce el laberinto de su vida y ve que ha alcanzado la salida y el centro simultáneamente; ya no importa. Todo es una representación y ha caído el telón. Se siente como un asesino que ha matado a su madre, se siente como el Buda que ha matado a Buda, ahora está de pie para siempre en el corazón del misterio, ha comprendido que el milagro lo ha tocado de pleno, ha sido como un tijeretazo en la mano, que lo ha liberado. Ha comprendido con el cuerpo y no con la mente que “los milagros suceden no en oposición a la naturaleza sino en oposición a lo que sabemos de la naturaleza”.

El réprobo ha forzado a la Gracia, y ésta le ha concedido que siquiera le vea el pie.  

A partir de ahora que el velo ha caído, percibe que la realidad no es suficiente y que no basta la inteligencia. Es precisa la Gracia.

Pero como la Gracia no abunda para todos y a Dios no se le puede comprender sólo con la mente, queda el Camino del Corazón.

Comprehende antes de enseñar, que la fe no es un salto al vacío ni una disminución de la inteligencia ya que por el contrario es un acto de grandeza en que lo pequeño se reconoce en lo grande.

“La medida de todo es el amor, la respuesta a todo es el amor sin medida”.

San Agustín.

La tezcalera, Coaxoxoco, Tepoztlán

19/04/2025

Deja un comentario