pan y la sal

El pan y la sal

Por Julieta E. Libera Blas

A la hora de poner la mesa, éramos cinco:
mi padre, mi madre, mis hermanas y yo.
Después mi hermana mayor se casó. Después, mi hermana pequeña
se casó. Después, mi padre murió. Hoy,
a la hora de poner la mesa, somos cinco,
menos mi hermana mayor que está en su casa,
menos mi hermana pequeña que está en su casa,
menos mi padre, menos mi madre viuda.
Cada uno de ellos es un lugar vacío  en esta mesa en la que como solo,
pero estarán siempre aquí.
A la hora de poner la mesa, seremos siempre cinco.
Mientras uno de nosotros esté vivo,
seremos siempre cinco.

José Luis Peixoto

Queridas y amables lectores. 

En la casa de mis padrinos jamás faltó el pan de dulce y el café calientito. Todas las reuniones terminaban en la cocina, el pretexto era protegernos del intenso frío, en medio de la buena charla y las risas, mi madrina como buena anfitriona nos conminaba a abandonar la dieta y la disciplina para que compartiéramos el momento maravilloso de comernos un pan de dulce. Ella se levantaba de su silla e iba por la panera enorme de plástico transparente, la abría cuidadosamente y nos ofrecía lo que quisiéramos comer. Recuerdo que yo tomaba un delicioso cuernito pero entre éste y el panqué prefiero lo segundo. Nos servía una taza de café calientito, mi madre muy a gusto platicaba con doña Estela; en la sala mi papá y su compadre platicaban o de medicina o de los hijos, de música o reían a carcajadas.  Fueron buenos tiempos en donde el pan y la sal se compartían con jubilo y amor.

El dulce aroma de su casa hacía un conjunto de emociones excepcionales entre las pláticas y las risas de los invitados. Las voces de nuestros padres eran música y sus risas daban cierto brillo al momento que hacía conjunto único a la reunión. Todas éstas comenzaban en el último nivel de la casa, ahí nos reuníamos en distintas mesas para departir la comida, la sal y el pan. Momentos invaluables que hoy están distantes de este presente en donde ellos ya no se encuentran, tan sólo en estos recuerdos que muchos tenemos de las personas a las que hemos amado.

El pan de dulce o el mismo bolillo hacen que nuestros días álgidos sean un poco tolerables puesto que ante una pérdida, un susto, alguna preocupación, el pan dulcemente nos acaricia el alma.

Recuerdo los días sábados, era día de visitar a mis abuelos, por las noches caminábamos hacia el expendio de pan y mamá compraba pan de dulce, entre cuernitos, polvorones, conchas, orejas, rejas, gendarmes, besos, piedras, panqués y demás delicias, nuestros sábados tenían un cierre espectacular. Mis primos y yo, salíamos del expendio contentos, corríamos hasta llegar a la casa de Rupias, recuerdo que eran algunas cuadras que parecía que no tenían final, las banquetas empedradas, algunas levantadas por las raíces de los árboles. Al llegar a casa de mi abuela, entrabamos a la casa muertos de cansancio, ella encendía la estufa, llenaba una jarra de agua apagándola hasta que ésta hervía. Mi madre ponía en una charola el pan, nos servía a cada uno una taza de café Legal calientito algunas veces con leche, otras no. Yo tomaba mi panqué y confieso que hasta hoy día aún hago la mala pasada de comer sólo la parte de arriba y lo demás se lo cedo a mi papá. Mi papá a su vez busca el bizcocho ideal, ni muy salado, ni muy dulce o insípido si no cubre estas características puede que solo tome su té de manzanilla.

El recuerdo maravilloso no sólo queda en esos momentos sino que va más allá porque una vez que me caí de las escaleras mi madre me dio un bolillo y me dijo: “come pan para que se te quite el susto” y entre sollozos mordí el pan que para mi fortuna tenía un granito de sal, mismo que mordí con singular alegría, posiblemente eso me salvó para que mi presión arterial no se bajara pero ¡sabrá Dios!. Mi madre hizo lo mismo una vez que se aseguró que aquel 19 de septiembre del 2017 ya no temblaría y que la casa estaba en perfecto estado. Me miró sorprendida y preocupada al ver mi cara desencajada, estiró su mano acercándolo a mi boca diciéndome que lo comiera, que todo estaría bien.

El pan sí alivia las penas o al menos las tranquiliza. Se nos olvida por ese breve momento todo lo malo que podemos estar cargando en nuestro cuerpo y alma.

El fin de semana en una de mis tantas charlas interminables que tengo con mi madre recordamos con nostalgia a mi tío abuelo,  Luis Ernesto V.  En su casa, el casco de una ex hacienda se reunían nietos, sobrinos e hijos. Por la noche o en la mañana o en cualquier buen horario mi tía abuela Rosenda nos ofrecía café y pan de pueblo o así le llamaban, y yo emocionada le aceptaba gustosa aquel pan con sabor a anís, su aroma me desconcertaba porque no era el mismo que tenía el pan que compraban mi madre y mi abuela sea en la panificadora o dentro del supermercado.  Al darle una mordida a aquel pan de pueblo, la desilusión era tan grande porque no era lo que yo esperaba, más bien era seco y el sabor a anís era tan fuerte que me hacía estornudar. En cambio a mi papá le encantaba comer tan dichoso “Cocol” era una pieza mediana, gruesa, pesada, de color café y por más que deseaba comerlo no era de mi agrado, confieso que le quitaba con suma alegría el ajonjolí que tenía esparcido por todo el pan. No dudo que para algunas personas sea riquísimo sino no sería tan socorrido.  Mi tía Rosenda lo comía con harto placer y su hija, mi tía Male le fascinaba el pan, conozco a varias personas que como ellas, toman un pedacito de bolillo o de algún pan de dulce y lo sumergen dentro de su taza de café, de leche, atole, champurrado, chocolate o lo untan con mantequilla, cajeta, mermelada, nata, frijoles, queso y demás maravillas. A mi me gusta comerlo sin mermeladas o cajetas, si acaso les pongo a los cuernitos queso o jamón o mantequilla pero nada más. Pocas  veces lo sumerjo en el café porque prefiero degustarlo tranquilamente, sin prisas, sin más gusto que con lo que está hecho. Mi madrina lo comía con nata, a mi mamá le gusta sumergirlo en su café. A una de mis mejores amigas le gustaba comer bolillo calientito.  Mi madre al ir a comprar pan le escogía el de mejor forma y tamaño, cuando se lo entregaba en casa aún estaba calientito, listo para que ella lo comiera con alegría y emoción. No recuerdo haberla visto chopear con el bolillo, solo sé que le causaba mucha alegría.

Al parecer la mayoría de las familias acudimos al pan de dulce, al bolillo para enfrentar las penas o por purito placer. Nos hace feliz pasar por una panificadora y oler el aroma indiscutible del pan recién horneado. En la calle 16 de Septiembre en el Centro Histórico existe una panadería llamada La ideal (1927) desde que era una niña y al pasar frente a ella mi olfato se avivaba pero era una pena no tener el tiempo necesario para unirnos a la enorme fila que se hacía desde dentro de la panadería hasta la calle para esperar turno. Todos los panes ahí expuestos se veían deliciosos, cuando teníamos suerte podíamos formarnos y esperar nuestro turno. Dentro del lugar -aclaro que ignoro cómo se encuentre hoy el establecimiento- hacía muchísimo calor pero no había mejor satisfacción que ir caminando por las calles del centro con una caja de vivos colores de la panadería La ideal o al menos yo me sentía realizada, llegar a casa o al automóvil, desatar el lazo blanco que amarraba la caja y exponer los diferentes bizcochos. “¿Qué pan quieres?” Preguntaba mamá a mis hermanos, yo pedía el panqué, mi papá una concha, mis hermanos una dona o una oreja, mi mamá una campechana. Si íbamos rumbo a la casa después de un día ajetreado por las compras de última hora o del regreso a clase o para la Nochebuena, tomaba mi pan y comenzaba a mordisquearlo lento porque sabía que cruzando dicha avenida en el pueblo de Tacuba –como dirían mis papás– pasaría el tren que algunas veces se hacía interminable. En ciertas ocasiones mis hermanos y yo lo esperamos con jubilo y otras tantas nos quedábamos dormidos.

El pan quizá sea muestra de unión.

Sobre avenida Hidalgo, si la memoria no me traiciona, existió hace muchos años una panadería que siempre estaba llena de gente y que desgraciadamente no recuerdo su nombre y en la esquina había un restaurante llamado Café París en donde siempre había gente bastante extraña o al menos a mí me lo parecía. Mi papá estacionaba su auto justo donde se encuentra el Panteón de San Fernando. Cuando podía me asomaba a ver el restaurante, siempre era lo mismo: una mujer tomaba café, otro cantaba con una guitarra vieja mientras recorría las mesas vacías, una mesera cansada y fastidiada, otro más cenando algo que no alcanzaba a ver.

Estoy segura que el Café París tuvo sus buenos momentos, tal vez sus mesas siempre estaban repletas de personas que tomaban café y pan, cenaban, conversaban hasta el cierre ¡qué sé yo!  Dudo que en algún momento hubieran pensado que dicho café se sumergiría en el completo abandono.

Al salir de misa de siete, caminaba con mis papás por aquella avenida, nos gustaba la iglesia de San Hipólito mejor conocida como la de San Judas Tadeo, santo de los causas perdidas. Cada día 28 de mes celebran a dicho santo y si mis papás y yo estábamos por ahí mi papá entraba a misa y nosotras con él. Después caminábamos hacia el auto hasta que un día decidimos a comprar en aquella panadería que siempre tenía muchísima gente. El pan era rico y no fue la primera vez que compramos en ese lugar; después de mucho tiempo regresé a aquellos lugares y me encontré que el Café Paris y aquella panadería habían desaparecido para siempre.

El pan nos une en momentos de duelo: café con azúcar y canela y pan de todo tipo quizá en agradecimiento a la compañía que nos obsequian, solidarizándose con nuestra pena. Embellecen las ofrendas cada noviembre cuando nos reencontramos con las almas de  nuestros familiares que ya han pasado a mejor vida. Cuando ponemos el pan de muerto, las conchas, los gendarmes, piedras, besos, tiene un aroma delicioso. Sin embargo, una vez que ellos se marchan al comerlas o tal vez olfatearlas el aroma se ha ido, quizá sí sean ellos los que vienen a departir la sal y el pan a nuestras casas, regresan a comer y tomarse con nosotros un cafecito y charlar por horas para después continuar su viaje.

Si después de leer esta breve oda al pan les apetece comerse uno, háganlo sin empacho, sin culpa, uno no es ninguno como algunos sabios lo dicen firmemente. Tómense un cafecito o lo que más deseen y disfruten el momento, alégrense de reunirse en familia, conversar, reír. Disfrutar ese soplo de felicidad que la vida nos otorga. Yo tengo aún el recuerdo nítido de mi madrina, sentada en su silla, sonriendo y disfrutando el momento a lado de las personas que la amaron, mirando a sus hijos, dándole gracias a Dios por el momento.

Yo me comeré un panecito que me compré el fin de semana, calentaré mi café y pensaré en aquellos momentos que me hicieron terriblemente dichosa. Mi madre siempre me dijo: Los recuerdos están hechos de eso, y no hay más verdad que ello.  

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