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Diez perros, un cotorro, hasta un ratoncito llamado Sifirilo.

Por Julieta E. Libera Blas.

“Solo los animales no fueron expulsados del paraíso”

Milan Kundera.

Apreciados lectores y lectoras.

Mi vecino tiene diez perros escandalosos; todo el día ladran por nada y por si las dudas. También tiene un cotorro que todo el día grita con júbilo “¡Nube!” o “¡llueve!” cuando todo está casi en silencio emite un ruidito bastante extraño, así como si necesitara ser exorcizado. La cosa no para ahí porque al cotorro, que al parecer no tiene nombre o nunca lo he escuchado, canta con fervor “Yo quiero, quiero… quieras” con todo y el tonito de dicha canción ¿la recuerdan? yo sí, todos los días, a todas horas. También repite sin empacho “¡Cotorrito, cotorrito!” “¡Papá, papá!” combinado con el silbido típico de fiu-fiu y por último se la pasa diciendo “Hola”. Tiene un silbido agradable pero cuando algo va a suceder su parloteo es indescriptible. Recuerdo bien que minutos antes del terremoto del año 2017 escuché ese parloteo que me inquietó, pero conociendo a las mascotas de mivecinono le di importancia hasta que las lámparas de mi cuarto empezaron a oscilar estrepitosamente y mis libros a salir disparados del librero.

Sí que los animales tienen un sentido demasiado agudo para profetizar tragedias, anunciar despedidas, dar avisos… hace unos años mis perros comenzaron a ladrarme sin razón aparente, al querer salir de la casa para irme a trabajar hicieron todo lo posible por detenerme: cerrarme el paso, exigir que los sacara al jardín, llorar, hasta que mi madre les ordenó estarse en paz. Diez minutos después de salir de casa, sobre el periférico perdí el control del auto, estrellándome contra otro. Quizá si le hubiera hecho caso a sus ladridos, la vida sería otra o la misma.

Hace años que conozco a mi vecino, y puedo decir con plena seguridad que su casa siempre ha tenido huéspedes: perros, gatos, una ranita tan pequeñita que se podía confundir con una piedrecita color verde, canarios y cotorros y hasta un ratoncito que su nieto ha nombrado Sifirilo. Él juega con el diminuto ratón, desde la ventana de mi cuarto se escuchan las risotadas del pequeño y sinceramente me da envidia porque mientras ellos se divierten una se anda inventando excusas para no concentrarse en sus labores. Desearía jugar con el pequeño pero yo soy una mujer adulta y él apenas una criatura que está explorando su mundo. Un día vi a Sifirilo dentro de su jaulita, tomaba el sol, mientras el niño dormía profundamente sobre el césped, los ojos de Sifirilo eran grandes, redondos, color negro, una diminuta nariz rosa hacían juego perfecto con su cuerpecito. Se le veía tranquilo mientras comía un pedacito de pan, sus cachetes se movían de manera graciosa. De pronto una banda desbocada de perros chihuahua tomó al jardín de rehén, ladridos constantes, colitas moviéndose al unísono, saltos como si fueran cabras, todo un espectáculo. Lo terrible fue cuando me vieron ahí asomada, ¡querían devorarme! mientras cuatro french poodles y dos perros regordetes color café, simplemente me ignoraron. Todos los días miro atónita el paisaje confirmando que en esta casa hay más animales que humanos habitándola.

Mi vecino no es más que mi papá, solo nos separa un muro. Desde siempre he visto en sus ojos esa mirada infinita de alegría al tener un animal cerca de él; hemos sido testigos de sus juegos, regaños, cantos enternecedores de canciones que les compone a cada uno de sus perros, a la gata Nina, a su cotorro sin nombre.

Fuimos testigos del dolor que le ocasiono la muerte de su muy querido Quincy, un pastor alemán hermoso, tan leal y amoroso que se ganó un lugar en nuestros corazones. Atesora con júbilo el recuerdo de los lomitos que han sido parte de su vida y el de una vaca que todas las mañanas con su mugido lo iba a despertar cuando aún era un niño.

Desde muy pequeños nos dijo: “No por el hecho de que sean animales deben de tratarlos mal o lanzarles la comida al suelo, deben de respetarlos y no agredirlos ni insultarlos. Si les hacen algo, ellos se van a defender.”

En todos estos años le he admirado ese profundo amor que le tiene a los animales y sobretodo del cómo nos lo heredó, ese salvar a un ser vivo de las garras del abandono o de la eutanasia del sólo porque quiero y puedo. Pienso en la infinidad de veces que engañó a mi mamá diciéndole que no llevaría más perros a la casa pero su sonrisa de niño ideando una salida ante su travesura, lo delataba.

Dicen que todo se hereda, es cierto, la mamá de mi papá amaba a los animales, tenía un hermoso maltés negro llamado Foxy, se querían a mares, murió meses antes que ella.

En un mundo ideal todos los seres humanos amarían a los animales. No existirían los animales callejeros y todos tendrían un dueño amoroso que les diera techo, comida, cuidados y protección. Sin embargo, no vivimos en un mundo ideal porque el maltrato hacia los animales es el pan nuestro de cada día. Casos en que la bestialidad humana arremete contra ellos por su falta de empatía y de misericordia. Dicen por ahí que si las personas no son capaces de amar a los animales, al menos deben de respetarlos porque es claro que solo buscan amor.

Los que gozamos de tener mascotas sean perros, gatos, aves, reptiles, peces y demás, tenemos el privilegio de saber que cada vez que llegamos a casa hay alguien que nos espera con suma alegría, no importa cómo haya sido nuestro día.

Alguna vez leí que los perros son capaces de olfatearnos hasta veinte minutos antes de nuestra llegada. Cada vez que llego a la mía los ladridos de todos mis perros se escuchan afanosamente, al abrir la puerta me reciben con una felicidad envidiable e infinita, sus ojitos grandes, limpísimos de toda maldad, me dan esa fe que algunas veces me hace tanta falta. Entrar a la casa es también escuchar el parloteo y los silbidos del cotorro, recordar que una mañana de hace más de diez años lo encontró mi papá escondido entre la enredadera y el árbol de la casa, muerto de miedo, pidiéndole que lo salvara, fue como si viniera expresamente a buscarlo. Casi al final me encuentro con Nina – la gatita pelirroja que del día a la noche se quedó en la orfandad pues sus compañeros: Panqué, Samanta y Milo escaparon dentro de un suspiro a los confines del universo – ronronea mientras acaricio su cabecita.

De mis padres aprendí a ver la vida de una manera muy particular, entre cuentos no leídos por las noches para dormir, hasta la magia que da la compañía de una bola de pelos. Mi memoria aún conserva intacto el recuerdo de las tardes en que el jardín de mi casa se convertía en un bosque encantado donde el unicornio blanco era Tracy, una perrita samoyedo que amé desde el primer día que la tuve entre mis brazos siendo ésta una cachorrita similar a una nube, fue mi compañera de juegos y confidente hasta ya entrada mi juventud, quizá hubiéramos estado más tiempo juntas si mi vecino no hubiera decidido lanzarle comida envenenada…

Una noche de hace muchas lunas soñé con mi vecino: lo vi parado al otro lado del río, estaba sentada sobre el pasto a lado de Tracy, al verlo me levanté y le pregunté qué se le ofrecía, él me decía: ¡Préstame a tu perra para poder cruzar el río! ¡No puedo cruzarlo sin un perro que me acompañe!. Lo miré incrédula, acaricié a Tracy, sentí su suave pelaje, vi en sus ojos ternura y amor, le sonreí y ambas caminamos hacia otro lugar, lejos de él.

3 comentarios en “Diez perros, un cotorro, hasta un ratoncito llamado Sifirilo.

  1. Muchas gracias por tu comentario, me alegra saber que hayas disfrutado del texto, tus palabras a mí me conmueven y agradezco infinito. Un abrazo afectuoso; te invito a que nos sigas.

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