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Mi encuentro con Jacques Mornard (II)

Por Tláloc

Llegar hasta Kuntsevo no fue tan fácil. Por la mañana, después del desayuno, fuimos al museo de Antón Chéjov, a dos calles de nuestro hotel, en la casa que habitó el escritor algunos años, y donde se reunía con amigos suyos como el paisajista Isaak Levitán y el mismo Tchaikovsky. Con Ramón Mercader dándonos vueltas en la cabeza se nos ocurrió preguntarle a la encargada del museo cómo podíamos llegar al cementerio. La mujer primero nos miró desconfiada. No le parecía clara nuestra inquietud y de inmediato supimos por qué. Era una notable coincidencia, porque en ese mismo lugar, reservado para héroes de la Unión Soviética, estaba sepultado su padre, un coronel combatiente de la batalla de Stalingrado. Por eso la pregunta le había parecido intimidante al principio, pero después se conmovió mucho al vernos tan interesados por su extenso relato. En la Rusia de hoy todo mundo tiene un ancestro que luchó en la Gran Guerra Patria y mantienen la firme certeza de que fueron ellos quienes vencieron a los alemanes; con la ventaja de que —además— no han visto tantas películas de Hollywood que intenten contradecirlos. Casi con lágrimas, la mujer acabó por abrazarnos y desearnos enorme dicha en el viaje y el resto de nuestras vidas. Si nos quedábamos dos minutos más estoy seguro de que nos hubiera llevado hasta su casa y nos habría ofrecido sopa de col con albóndigas mientras repasábamos el álbum fotográfico de toda su familia sentados junto al samovar como personajes de una novela de Gorki. Faltó poco, pero nos despedimos a tiempo y gracias a sus buenas referencias supimos que el cementerio estaba a más de una hora del centro de Moscú. Aun así decidimos ir.

Pensábamos que tendría las puertas abiertas de par en par como cualquier panteón público. Después de dar vueltas y más vueltas porque el chofer del taxi no entendía exactamente dónde queríamos ir, o tal vez solo quería ganarse unos rublos extras, nos encontramos con un sitio enrejado y un joven guardia a la entrada. El acceso era exclusivo para familiares. Pensamos que en ese momento sería muy frustrante regresarnos derrotados. El guardia rubio no hablaba inglés y nosotros, por supuesto, no sabíamos nada de ruso. Hasta ahora solo sé decir «Spasiva» («Gracias»). Para hacerme entender por el custodio se me ocurrió buscar en mi iPad una fotografía de Ramón Mercader y mediante señas intenté decirle que veníamos desde México buscando la tumba de un familiar. El muchacho, bastante bonachón, seguramente no creyó nada de toda esa pantomima. Solo se rio, nos pidió un cigarro y dejó que pasáramos hasta las oficinas de la administración. ¡Habíamos logrado cruzar la primera línea! Caminamos por un prado muy bien recortado y llegamos al edificio un tanto siniestro con un salón pintado de verde pálido y unas ventanillas donde atendían dos mujeres y un hombre con el gesto más aburrido posible. Tomó la iniciativa para atendernos el personaje más voluminoso que por un instante me pareció un hermano gemelo de Boris Yeltsin. Entonces volví a hacer el numerito del iPad: ¡»México, México»!… pero de momento no supe si había dado resultado. El hombre solo nos dio la espalda y entró a un despacho. Pasaron tres o cinco minutos y no sabíamos si volvería a salir o si en cualquier momento iban a obligarnos a abandonar el lugar o detenernos como sospechosos de algún complot internacional. El tiempo se nos hizo eterno. Al final volvió del privado con unos papeles en la mano y llegó hasta donde estábamos mostrándonos su corpulencia de casi dos metros. Nos pidió acercarnos hasta un croquis colgado en uno de los muros y con un dedo de oso siberiano señaló dos puntos. El primero era donde nos encontrábamos. El segundo era una manzana completa, muy alejada, casi en los límites del panteón. Todavía tuve la torpeza de pedirle mediante gestos algún número exacto de pasillo o de sepultura y me contestó levantando los hombros y volviéndome a marcar el perímetro entero.

Sorprendidos y emocionados avanzamos por una vereda bordeada de abedules muy altos que transmiten frescura y serenidad. El panteón de los héroes rusos es un fenómeno difícil de asimilar para nosotros: Cada lápida tiene grabada la imagen fotográfica del personaje sepultado. No hay una soledad como tal porque observas quién es quién entre esos seres ausentes-presentes. Imaginas un fragmento muy elocuente de la vida de cada uno. Hay cosmonautas, violinistas, bailarines, científicos, deportistas, aviadores, pianistas, matemáticos, cineastas, patinadores, ajedrecistas, pintores, poetas, novelistas, un capitán de navío explorador del Ártico… Y muchos, muchos militares, con uniformes repletos de medallas… algunos hasta acompañados de sus tanques blindados y sus rifles Kaláshnikov.

Aturdidos por tantos personajes distinguidos rodeándonos, de nuevo recordamos a dónde nos dirigíamos. Debíamos estar muy cerca. Llegamos por fin a la manzana indicada cuando iniciaba una lluvia ligera y empezamos a buscar en cada pasillo entre las sepulturas, una por una, tratando de no pisar las lápidas y creyendo que podíamos interpretar nombres y fechas… Nada… Nada. Parecía una misión imposible. Quizás todo había resultado inútil y hasta ahí llegaríamos. ¿Cómo íbamos a regresar a la administración a preguntar por algún dato más preciso? Nadie quería imaginar cómo actuaba el administrador de un cementerio ruso cuando lo sacaban de sus casillas unos turistas estúpidos. Por suerte fue el instante exacto en el que alguno de nosotros gritó: ¡Aquí, aquí!… ¡Lo encontramos!

Ahí estábamos. En un rincón perdido de Moscú nos contemplaba la historia, a través del retrato de un hombre de unos setenta años, con el pelo blanco, mirada indescifrable, gafas de profesor, corbata obscura y una medalla en forma de estrella prendida en su pecho: La Estrella del Héroe de la Unión Soviética. El más alto título honorario concedido por la patria a sus mejores hijos. Nadie imaginaría que aquel hombre de aspecto inofensivo pudiera haber cimbrado al mundo a diez mil kilómetros de ahí, en la ciudad de México, y que hubiera cumplido una condena de veinte años en la prisión de Lecumberri manteniéndose siempre firme, hermético, sin confesar su verdadera identidad y sin involucrar ni de broma a cualquiera de sus superiores.

Debajo, en caracteres cirílicos, se inscribía uno más de sus nombres falsos: Ramón Ivánovich López. A pesar de haberlo cobijado y de haberle concedido su máxima condecoración nacional, la antigua URSS toda la vida negó la participación de Moscú en el asesinato de Trotsky. Así que sepultaron a Mercader como un héroe, en un cementerio para héroes, rodeado por otros mil héroes, pero despojado de su legítimo nombre. Años después, cuando ya no existía la Unión Soviética y con un poco menos de pudor, a petición de la familia, agregaron con letra pequeña su nombre real y en la misma sepultura colocaron los restos de Luis, el menor de sus hermanos.

Yo, en verdad, no hallaba qué hacer. Estaba pasmado. Tenía una extraña sensación… mucha confusión y sentimientos encontrados. ¿Qué papel jugaba mi presencia en ese sitio? ¿Debía de aborrecer o solo compadecer al sujeto en cuestión? ¿Para qué habíamos llegado hasta ahí? ¿Traicionábamos la memoria de Trotsky si es que acaso le debíamos algún tipo de lealtad ideológica? ¿Por ser mexicanos? ¿Por ser unos capitalinos asiduos a los paseos en Coyoacán? ¿Por alguna culpa ancestral, casi genética, que pesara sobre nosotros por no haber evitado que ejecutaran al gran personaje en México? ¿Alguna vez valdría la pena relatar esta visita, o sería mejor ocultarla para siempre?

De nuevo la novela de Padura me ayudó en ese trance acercándome la clave que estaba esperando. Debía de asumir que estaba ante la tumba de un hombre más, producto de una época y una circunstancia, como indica cualquier tratado sociológico. Alejando de mi mente, aunque fuera por un minuto, los prejuicios sobre un acto criminal cometido ochenta años atrás. Mercader hizo lo que le ordenaron. Atropelladamente, con los errores evidentes de un agente novato y casi en tono de opereta, pero al final el resultado fue el mismo y dejó muy feliz al camarada Joseph Stalin, quien al recibir la noticia debe haber celebrado un mes entero con vodka y caviar. Ramón, por su parte, consiguió en la penitenciaría una novia bonita que lo esperó paciente hasta que cumplió su condena, se casó con ella, se fueron juntos a vivir a Moscú y cuando ya no soportaron más el frío obtuvieron permiso para mudarse a La Habana. Por si fuera poco, al fin tuvo a su lado los dos esbeltos galgos que siempre había querido y, llegado el momento, en 1978 lo sepultaron a escondidas, pero con honores, en su patria adoptiva. El piolet de la marca austriaca «Werkgen Fulpmes» que utilizó para perforar el cráneo de Trotsky —posiblemente el más famoso piolet de todos los tiempos— acabó siendo adquirido por el Museo del Espionaje de Washington por la suma de 30 mil dólares.

Arreciaba la llovizna y ahí seguíamos, inmóviles. Parecía que ya no quedaba nada más que hacer por ese día. Ya le habíamos arrancado a Moscú un secreto muy bien guardado. Se cerraba un círculo. Mi mente jugaba trasladándome hasta la calle de Viena, en Coyoacán, a la casa de la familia Trotsky, y trayéndome de regreso a Kuntsevo, una y otra vez, en fracciones de segundo.

—Tómame una foto —acepto que le pedí a la Chata—. Necesito recordar siempre este momento porque podría parecer que lo saqué de la imaginación.

Estábamos al lado de un fragmento del pasado. Solo eso. Habíamos llegado puntuales a ese encuentro con Jacques Mornard – Frank Jackson – Ramón Ivánovich López – Ramón Mercader… Cuatro nombres distintos y un mismo personaje, emblema fiel del tormentoso y apasionado siglo veinte.

2 comentarios en “Mi encuentro con Jacques Mornard (II)

  1. Que gran relato! Me encantó. Y en México creo que nadie recuerda el caso y si así fuera no le harían un mínimo homenaje. Gracias por compartir.

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