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Mi encuentro con Jacques Mornard (I)

Por Tláloc
Por su extensión este relato se publica en dos partes, al viejo estilo de las entregas semanales tan en boga a inicios del siglo XX

Sigo soñando con lo que pasó ese día en Moscú. Encontramos el cementerio de Kuntsevo en las afueras de la ciudad y localizamos la sepultura de Ramón Mercader del Río, el catalán que asesinó en 1940 a León Trotsky, en Coyoacán, con un piolet, valiéndose de su fingido noviazgo con Sylvia Ageloff, la secretaria. La clave me la dio la novela de Padura: El hombre que amaba a los perros, aunque el origen de mi obsesión enfermiza por aquel suceso se remonta mucho tiempo atrás. A los quince años, esperando mi turno en una peluquería devoré el artículo de una revista que anunciaba: “¿Quién fue Jackson-Mornard?” Ahí se detallaban las pesquisas por ocho años del famoso criminólogo Quiroz Cuarón para determinar la identidad del hombre que le arrebató la vida a Lev Davidov Bronstein —nombre real de Trotsky—, compañero de lucha de tovarich Lenin, además de creador del Ejército Rojo y fundador de la «Cuarta Internacional».

La aventura inició durante la cena en las Suites Arbat, donde nos hospedamos. A través de un gran ventanal, el comedor se inundaba con la luz intensa de una torre brutal en el lado opuesto del boulevard Novinskiy.

—Es una de las “Siete Hermanas” —nos dijo Anatoly, el gerente del lugar, atento a la forma en que contemplábamos con la boca abierta la imponente construcción que se alzaba frente a nosotros, con el estilo arquitectónico ecléctico tan usual en la era soviética—. Así se le conoce a las torres que mandó levantar Stalin para conmemorar los ochocientos años de la fundación de Moscú, mostrándole al mundo todo su poderío. Pensaba que una ciudad sin rascacielos desmerecía ante sus enemigos capitalistas.

La Torre Kudrinskaya, rematada por una aguja y una gran estrella de acero de doce toneladas, visible desde cualquier punto de la ciudad, fue conocida también como «la casa de los espías», pues los pisos superiores se destinaban a operaciones de escucha y vigilancia sobre la embajada norteamericana que se encuentra muy cerca. Sus cuatrocientos departamentos fueron residencia de artistas, científicos, cosmonautas e ingenieros como Koroliov, el diseñador de los primeros cohetes espaciales. Albergaba a buena parte de la élite cultural que era premiada por el régimen con un alojamiento excepcional.

—¿No debían de ser ocho torres para celebrar los ocho siglos? —siempre hago una pregunta fuera de lugar en el momento menos indicado, es una regla mía.

—Así terminan muchos planes ¿no? —respondió con amabilidad bien estudiada el mismo administrador. —La octava ya nunca se construyó.

Sería extenso contar cómo llegamos a Moscú y por qué teníamos que pasar por Finlandia y Rusia para visitar las antiguas ciudades de la Ruta de la Seda en Asia Central. El caso es que ya estábamos ahí, a un paso de la Plaza Roja. Llegamos en tren desde San Petersburgo y caminamos toda la tarde por el centro de la ciudad. En la noche, agotados y eufóricos, cenábamos y tomábamos vodka dando inicio a un maratón temático sobre historias de espionaje y episodios de la Guerra Fría.

La gente normal que va a Moscú quiere ir al Ballet Bolshoi, a las galerías de arte y a las tiendas lujosas de la calle Arbat, pero nosotros es claro que nunca íbamos a formar parte de esa normalidad facilona. Funcionábamos de otra manera. Combinábamos el interés por el arte con los emblemas de la era soviética. Mi mapa mental de Moscú tenía como base el cine ruso y la conquista espacial: Eisenstein + Gagarin. Una ensalada que se aderezaba con fotografías de la revista Life de los años sesentas y vagas alucinaciones sobre Jrushchov ordenando la salida de los misiles atómicos hacia Cuba y Brézhnev acariciando el botón nuclear en su despacho mientras lanzaba maldiciones contra Norteamérica.

La mitad de la conversación fueron anécdotas sobre la familia de mi amigo Juanelo —entrañable compañero en tantas aventuras. Su abuelo militó por décadas en el Partido Popular, de corte estalinista, dirigido por Vicente Lombardo Toledano, un político laborista identificado con las directrices soviéticas y bien recordado por sus trajes de casimir inglés. Por su parte, la Chata —madre de Juanelo y parte central de nuestro animado tour— contó sobre la frustración que vivió por no haber podido asistir al Festival Mundial de la Juventud de Helsinki en 1962. Coquetéandole con discreción al general Cárdenas, que para entonces era un expresidente influyente y muy activo, consiguió fondos para los pasajes de ocho muchachos de las juventudes del partido, incluida ella misma: “Yo la verdad era muy guapa —presumió— y me daba cuenta de que al general le brillaban los ojitos cuando íbamos a verlo a su casa en las Lomas de Chapultepec. Los militantes de izquierda lo buscaban cuando necesitaban algún favorcito económico. Era como la peregrinación al santuario del Señor de Chalma pero en versión roja.” Sin embargo, su padre —el enérgico abuelo de Juanelo— se opuso terminante a ese viaje y decidió encerrarla el día en que iban a tomar el vuelo, bajo el argumento de que todavía era una mocosa de dieciséis años.

—Bueno, pero ya ves que todo llega a su tiempo —le dije—. Aunque sea medio siglo después puedes decir que te diste el gusto de conocer Finlandia. Deberías de haber preguntado en el aeropuerto si por casualidad ya había terminado el festival. Les podías decir que tuviste una confusión con las fechas o que perdiste tu pasaporte. A lo mejor todavía guardan tu gafete y tu diploma —todos morimos de la risa.

Disfrutamos haciéndonos bromas unos a otros con ese humor bizarro que hemos cultivado desde hace más de treinta años. Uno de los momentos más delirantes fue cuando le dijimos a la Chata, con toda la solemnidad posible: “Escucha bien lo que tenemos que decirte, linda, porque puede herir profundamente tus sentimientos; es nuestro deber que lo sepas de una vez. El compañero Stalin ya no está entre nosotros. Sabemos de la ilusión que tenías de que fuera a recibirnos con su comitiva a la estación Leningradsky, pero no le fue posible porque lamentablemente falleció en 1953.” Las carcajadas deben haberse escuchado hasta el Kremlin y un mesero tuvo que llevarnos vasos con agua pensando que nos estábamos ahogando.

Entre un plato de sopa de betabel y una ensalada de arenques, Juanelo nos contó un relato escalofriante sobre un íntimo conocido suyo: resulta que el padre había sido un oficial de alto rango en el ejército chino durante la época del camarada Mao y fue enviado junto con su familia hacia la lejana región occidental de Xinjiang, con mayoría étnica musulmana, y constantes brotes de separatismo e incluso actos terroristas. Como Pekín no podía arriesgar por ningún motivo alguna posibilidad de deserción o de contaminación ideológica de su enviado, al militar le sembraron como espía a su propia esposa, la que durante décadas fue informante de todo lo que su marido hacía, decía y hasta lo que pensaba despierto o dormido. Muchos años después, cuando el padre falleció, la madre, ya de avanzada edad, tal vez por sentimiento de culpa o por pura senilidad decidió confesarle todo a sus hijos, que ni por asomo se habían imaginado la novela de espionaje que transcurría dentro de su propia casa.

—Caso verídico —concluyó Juanelo.

A esas alturas la reunión ya se había convertido en un torneo para medir quién narraba la historia más sorprendente de la noche. Como yo no me podía quedar atrás tuve que improvisar que una tía mía —prima de mi madre— seguramente habría sido agente del KGV.

—Bueno… la verdad no estoy tan-tan seguro —aclaré. También pudo trabajar para el gobierno mexicano y vigilar a los espías soviéticos que pululaban entonces. O quizás hasta una agente doble… espiaba para los dos bandos. No tengo elementos que lo constaten. Son conjeturas. Un día encontré una ficha de la Dirección Federal de Seguridad donde se mencionaba que fue miembro del Partido Comunista Mexicano y “asistió a eventos en la Unión Soviética y en Nueva York aunque dice haber renunciado al Partido Comunista”. El documento agregaba que se trataba de “una muchacha inteligente, bien intencionada y que en el concepto real de las cosas no era una furibunda propagandista del comunismo”. Es decir, la acusaban, pero de inmediato la perdonaban.

—Eso no prueba nada —respondieron mis amigos. Está muy forzada tu interpretación. ¿De dónde sacas que pudiera dedicarse al espionaje?

—Pues hay algo mucho más sugerente —enderecé—: Un escritor español que le sigue el rastro a los espías soviéticos de esa época menciona que mi tía fue “compañera de vivienda” de Carmen Brufau, una catalana guapísima, amiga de la familia Mercader, que viajó a México en 1945, encargada —según todo indica— de la oficina del KGV…

—Eso sí tiene más tela para armar una historia. Para que veas, algo pudo haber en medio de esa bonita amistad entre tu tía y la agente soviética —aceptaron.

Así continuó la cena. Casi daba la media noche cuando recuperamos la conciencia del lugar preciso donde estábamos y recordé la novela que acababa de leer pocas semanas antes. Con un impulso típico de borracho lancé la sugerencia pensando que a nadie se le ocurriría hacerme segunda:

—¿Y si fuéramos a buscar la tumba de Mercader?

A mí mismo me parecía disparatado. Al día siguiente teníamos planeado un recorrido por la galería Tretiakov, el museo Pushkin y -otros dos o tres lugares obligados para un turista ejemplar. Pero, como siempre, ganó nuestro lado más obscuro.

Lee la culminación de esta historia aquí: https://metaopinion.com.mx/2023/12/10/mi-encuentro-con-jacques-mornard-ii/

2 comentarios en “Mi encuentro con Jacques Mornard (I)

  1. Es urgente la continuación de tan buenas letras. Lo disfruté mucho y me invadió una sincera nostalgia.

    Estaré al pendiente de las siguientes partes.
    JDL.

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