Por Julieta E. Libera Blas
Queridos lectores y amables lectoras:
“La ausencia nos vuelve más cariñosos y más comprensivos, y reconocemos que nuestros padres tenían pies de barro como todo el mundo”
Rodrigo García
Desde la sala de la casa miro con atención la ofrenda que año con año y desde hace tiempo monto con total amor y nostalgia por los que ya no están en este espacio y tiempo. Miro a mi familia, amistades, a los padres y madres de algunos de mis amigos pero también en un lugar muy especial de mi ofrenda se encuentran nuestros compañeros de vida, perros y gatos tan queridos por su lealtad y amor hacia nosotros. Las flores de cempasúchil alegran la ofrenda, los rosarios, las imágenes religiosas, los juguetes para los niños que no llegaron a esta tierra o el transito de su vida fue demasiado breve. Las veladoras alumbran el lugar, dan cierta luz a las fotos y a las imágenes; el aroma a incienso se va esparciendo por toda la casa hasta que mi olfato comienza con su típica alergia a la que no le doy importancia. El papel mache con sus múltiples formas me hacen recordar mi infancia sobretodo cuando en la escuela nos pedían llevar algunos pliegos para que durante la clase aprendiéramos a picar el papel; mi papá siempre me pide hacerlo y con entusiasmo acepto porque es algo que goza realizar con una emoción como si fuese un niño pequeño. Hace unos días me platicaba con cierto dejo de tristeza que cuando era un niño, en la casa de mi bisabuela María ponían la ofrenda sobre una mesita de madera que tenían, ella le ponía encima un mantelito color blanco. Me explico que anteriormente la gente humilde era quien montaba las ofrendas sólo con veladoras, un vaso con agua y uno que otro platillo, no más. Mi bisabuela María encendía algunas veladoras y servía en unos jarritos chocolate caliente, algunas veces con pan. Con los años, me dice mi padre, estas fechas se convirtieron en pura venta y moda. No lo sé de cierto, me imagino que antes, cuando él era un niño, las cosas eran mucho más espirituales, con más entrega a ese mundo que lamentablemente ningún vivo podrá confirmar con un muerto si en realidad vio a sus padres, a su mayor amor, a su perro fiel o, a sus amistades. Nadie podrá decirnos de ese otro mundo, si en realidad Dante tenía razón cuando narro en su novela que el Infierno, el Purgatorio o el Paraíso es como nos lo han hecho creer, leer o como él lo escribió.
Desde la sala veo cómo los pabilos de las veladoras se van quemando poco a poco y siento el frio sobre mi piel como si el invierno nos fuera invadiendo desde este otoño que a veces parece primavera y otras, un verano agotador porque el sol últimamente quema y agota, pero nuestras ofrendas a pesar del temor a Dios o a la muerte, debe de quedar tan bella, como ese amor, admiración y respeto que sentimos por todos los que nos miran desde las paredes, desde atrás de una veladora o a lado de las flores.
II
Hace tiempo leí un libro llamado “Gabo y Mercedes: una despedida” de Rodrigo García, hijo de los finados Gabriel García Márquez (1927-2014) y Mercedes Barcha Prado (1932-2020). En este libro, que es notablemente desgarrador, narra de manera estoica los últimos meses de su amado padre y grandioso escritor ganador del Premio Nobel de Literatura 1982. La llama de su vida que encendida les mostró: que el vivir no debe de ser sufrido o vengativo, se debe de vivir con total amor a lo que uno elige como forma de vida y ésta debe de ser alegre, entregada. ¡Qué maravilloso ejemplo tuvieron al ver a su padre trabajar en lo que más amaba! La escritura, la lectura, el amor, la pasión por ver desde otra perspectiva la vida.
Labrarse el camino nunca es fácil pero no hacer nada porque nuestra vida sea útil y dejemos un legado, eso sí que es un pecado, un desperdicio. Cada uno de nosotros sabemos cómo hemos vivido nuestras vidas; sabemos bien si hemos sido capaces de dejar una huella o dar un buen ejemplo. Dar amor, y ser recordado porque nuestras vidas han sido un caudal de acciones que con alegría pueden recordarse.
Esto es un dialogo que su hijo Rodrigo García tuvo con Gabriel García Márquez, su padre.
“-Cuando tenía ochenta años, le pregunté qué sentía.
-El panorama desde los ochenta es impresionante. Y el final se acerca.
-¿Tienes miedo?
-Me da una enorme tristeza”
García Márquez se fue quedando sin voz y sin memoria. La vida camina a lado de la muerte y ronda en el mismo espacio; y así le fue haciendo jugadas como el de desear estar en su natal Aracataca, Colombia. En su casa, con sus padres, con una vida que hace mucho tiempo dejó atrás para ser lo que hoy es. “Gabo” se fue quedando dormido y dentro de estos sueños, ¿qué soñaría? ¿Qué caminos andaría con esa libertad que nos hacían sentir con sus letras? ¿En dónde tomaría el sol o en qué playa se mojaría los pies? ¿Acaso fue testigo del baile eterno en donde pudo reencontrarse con sus padres? ¿Con sus amores? ¿En ese mismo sueño reiría a carcajadas a lado de su amada Mercedes? Murió tranquilo, poco a poco se fue apagando su luz. La respiración se le fue haciendo discreta, y su infinita memoria se desvaneció porque tuvo que huir a otro espacio en donde seguramente renació para bañarnos con sus destellos cada noche de cada día.
“Mi padre se quejaba de que una de las cosas que más odiaba de la muerte era el hecho de que sería la única faceta de su vida sobre la que no podría escribir. Todo lo que había vivido, presenciado y pensado estaba en sus libros, convertido en ficción o cifrado”
Es una verdadera tristeza que nadie pueda escribir acerca de su muerte y del cómo el cuerpo se va abandonando hasta que deja de luchar. Es una pena que no podamos tomar un lápiz y un papel para ir describiendo la atmosfera que nos va mostrando la muerte, no poder decirle a nadie cuál es su aroma cuando esta acercándose, cuando nos abraza y poder anotar si tenemos tristeza o pena, miedo o terror. Nadie podrá saber si aquellos a los que amamos en vida nos están esperando con alegría de ese otro lado o sólo es un mito que nos han heredado por generaciones, sólo para tener esperanza, fe, de que están allá, en ese otro mundo. ¿Es egoísta la muerte? Si lo es, porque desde donde estemos no podremos escribir una carta en donde avisemos que llegamos con bien, que los mandan a saludar o que estamos perdidos y no encontramos la dirección, pero hay una luz radiante, que a lo lejos nos indica que al cruzamos el rio, a la mañana siguiente llegaremos a nuestro destino, sanos y salvos. Es egoísta porque no podremos convidarle a nadie el maná que nos ofrezcan y nadie podrá beber del agua bendita que tomemos para sanarnos. Mucho menos podremos enviarle fotos nuestros deudos para que éstos se alegren, al mirar que en realidad hay un más allá y sólo es cuestión de esperar el momento preciso para regresar a nuestro primer hogar.
III
Esta madruga del primero de Noviembre del 2025, miro con nostalgia a todos los ausentes. A los ancianos, jóvenes y niños que hace tiempo tomaron una ruta distinta a la nuestra. Sus risas, alegrías, tristezas y lágrimas así como su sabiduría y enseñanzas, se quedan entre nosotros como un tesoro que guardamos en nuestros corazones para ser mejor cada día hasta que ese esperado reencuentro sea un abrazo eterno. Las culpas, el resentimiento, la pesada cruz, con el tiempo se van haciendo más liviana porque dicen que el tiempo cura toda. ¿será cierto? Aún sigo resolviendo ese tremendo misterio. No es fácil afrontar la muerte de nadie, mucho menos cuando la muerte es sorpresiva. Pero no importa cómo se haya presentado la muerte, el dolor, el vacío, la tristeza es un duelo que sí o sí, debemos de afrontar para sanar nuestro corazón y continuar con nuestras vidas. Caminar hacia delante es rendirle un verdadero tributo hacia las personas amadas que nos mostraron que no hay tormenta que no pase.
¿Qué extrañarán de la vida?
El amanecer, mirar el sol esconderse para que en un instante la noche caiga venturosa presumiendo una luna llena espectacular. La risa de mi hermana, su nobleza, sus bailes que nacen de la nada, su desorden y su cálida voz. La suavidad de su piel, su cabello rizado y desordenado.. La mirada de mi hermano y su risa contagiosa, su temperamento y nuestra infancia llena de juegos. Nuestra adolescencia que compartida se convirtió en una aventura gloriosa. El amor inquebrantable que le tiene a mi cuñada, sus risas, sus voces y su amor que se construyó a pasitos. Los días en que reunidos en la cocina se nos pasaban las horas mirando películas, conversando o jugando cartas.
Extrañaría tu alegría, tu manera de ver la vida tan ligera, tus bailes y juegos. Tu amor inquebrantable, brusco, distante, único. Tu fe ante las adversidades y tu andar calmo y constante.
Extrañaría el cielo y las nubes, la lluvia al caer y mojarme con alevosía, esperando que un recuerdo suyo me invada la memoria. Añoraría mis caminatas en silencio mientras mis pensamientos corren velozmente hacia donde inicio todo. Mis lecturas y mis escritos se quedarían tan solos, así como mi música que se almacenaría en la biblioteca del olvido, a menos que un despistado las hallara al revisar mi celular. Realmente extrañaría vivir en este mundo porque desde que nací es lo único que he conocido, porque desde el inicio me acostumbré a su aroma, a su tierra y su humedad. Al barullo de la gente que no se cansa nunca pero que se agota por semanas enteras porque se acostumbraron a sobrevivir. Extrañaría tanto la tierra caliente de Morelos y el cuadro infinito de los volcanes en Amecameca. Los paisajes que el mundo me ofreció y me invito a admirar. Anhelaría sentir de nuevo el frio de una mañana en donde las copas de los árboles se cubren de nieve, los lagos se convierten en un enorme bloque de hielo y el viento congela la cara y las manos, hasta dejar de sentir los pies. Confieso que extrañaría los dulces de leche, el café caliente, el espagueti que prepara mamá o mi hermana. Los chocolates y las pastillas de menta. El pastel de conejito, el agua de limón y el rompope. Tomar mezcal a lado de mi querida amiga. Pero también extrañaría las tardes soleadas, los arrebatos y los besos. Las conversaciones y la respiración de esa persona con quien compartes parte de tu vida. El latido de su corazón, su mirada, y el amor que los unía. El deseo, la pasión, las horas que nunca pasaron el vano.
Extrañaría mi voz y mis pasos; el silencio de mi habitación y el sueño de la lucidez. Mis carcajadas y mis enojos gratuitos porque cuando esté en esa otra dimensión, se razonara acaso de otra manera.
Extrañaría la comida de mi madre, su dulzura, fortaleza y sus ojos verdes. Su risa, su sonrisa, su voz. Su abrazo cálido, nuestras conversaciones y su lucha por enseñarme a cocinar. De mi padre extrañaría su andar, su sabios consejos, su lucha constate desde pequeño. Sus conversaciones en donde lo vivido y sufrido, valieron la pena. Las vivencias a lado de mi madre y del cómo a sus ochenta y tantos sigue en pie como un roble. ¡Claro! También extrañaría sus rosales y su osadía por trepar árboles, sin que le importen las peticiones de sus hijos y de su esposa, porque si algo ama es vivir.
Extrañaría nuestras tardes de ver la Serie Mundial de Béisbol, los partidos de futbol y entendernos muy poco en cuestiones de política, pero sobre todo extrañaría cuando por las tardes cantábamos mientras mi hermana tocaba el órgano que en ese entonces tan de moda estaba.
Si la esperanza no muere creamos con fervor que ellos vienen cada año de visita para recordarnos que la vida es un instante, un soplo de Dios. Somos un milagro perfecto creado con polvo de estrellas y viajamos hasta aquí por un solo propósito: vivir.
No nos condenemos a vivir entre las sombras, no penemos por lo que no fue y nos hirió, porque quizá algún día estaremos en esa ofrenda y estando de ese otro lado ya no habrá más oportunidades. Nuestro legado serán las huellas que les heredemos a los que se quedan en este plano. Una vez muertos, el telón se baja y nuestro recuerdo, o será bendito o será olvidado porque no tuvimos la osadía de vivir y “acumular estrellitas en nuestra frente” para que seamos dignos de ocupar un lugar privilegiado en el corazón de las personas que nos acompañaron hasta el final.
Hace unos días le escribí a mi querido primo para expresarle mi consternación por una “invasión extraterrestre” o al menos de esa manera alarmante lo hacían saber algunos seudocientíficos, astrofísicos, ufólogos, canales religiosos y demás etcéteras, al mundo entero. Una nave proveniente de otro Sistema Solar entraría al nuestro con la firme disposición de hacernos una visita. Con cierta preocupación y abusando de su vasto conocimiento en el tema, sin más le dije: “No quiero morir a manos de un marciano, que tal si nos destruyen, vamos a morir.” Él respondió tranquilamente: “No creo que sea el caso, de todas maneras si eso sucediera, somos energía y sólo nos transformaríamos.”
Si lo pensamos bien, somos energía y la muerte se trate de una transformación inmediata que nos llevará a otros mundos, en donde ya hemos vivido y hemos sido felices. Esa energía se transforma al grado de permitirnos renacer cuantas veces queramos, hasta el final de los tiempos.
Ustedes se han preguntado, ¿qué extrañarían de la vida..?
¡Gracias por la lectura! ¡Sean dichosos!
Gabo y Mercedes: Una despedida. Rodrigo García. Literatura Random House.


