Por: Julieta E. Libera Blas
Queridas lectoras y amables lectores:
Sara y Estela entran por primera vez al hospital, los nervios, la angustia atorada en la garganta, el llanto silencioso las encamina por un pasillo tan largo como un guion. El piso de porcelanato era resbaladizo, color blanco. Las paredes color crema, las sillas azules semejantes a las que había en su universidad. La sala se encuentra llena, en la recepción hay tres enfermeras, una mujer policía, una asistente y tres botes de basura para depositar la basura inorgánica. Ni una sola banca está libre y Sara carga en su enorme bolso todo lo impensable: el ordenador, celular, dos libros, el estuche de plumas, agua, café, un emparedado. Mira con asombro a Estela, ella sólo lleva su pequeño bolsito en donde carga su celular, su receta médica, los estudios, una botella de agua y su carnet. A Sara le pesa la bolsa como si llevara piedras, es increíble que haya llevado tanto, como si jamás fuera a regresar a casa. Mira por un segundo a Estela sólo para decirle: ¡Bueno es que una nunca sabe qué se puede ofrecer!
Tal vez Sara tenga razón y todo aquello que la acompaña sea un apoyo emocional tan importante como lo es el agua a las flores. Claro que ella siempre las ha ahogado, reza porque no suceda lo mismo. De pronto escuchan como aquellas personas, en su mayoría mujeres van enumerándose como fichas. Ellas gritan, ¡Veintitrés! a todo pulmón. Algunas se ríen, otras más sólo las miran pensando: “Ése par son nuevas” – saben que tienen razón. Hace apenas unos días su vida era de lo más normal, sin más aspavientos que su día a día. Trabajar, dormir, hacer ejercicio, actividades comunes, pero un buen día alguien allá arriba deja caer una bomba y todo se convierte en un enjambre.
El nudo en el estómago comenzó en cuanto supieron las novedades, no hubo llanto, tampoco reclamos, sólo la trémula esperanza de salir con vida de la caída a ese precipicio. Hoy es un día nublado, lluvioso, pero dentro del hospital el frío es cómo una helada en plena primavera. Se preguntan si su cráneo será lo suficientemente bonito como para lucirlo o para que un turbante las acompañe por el resto del año.
Pasan las horas, hay mujeres que llegan maquilladas, luciendo un cabello cortísimo. Cabelleras lacias y rizadas, llenas de canas o de esperanza. Hay otras mujeres que se les ve la tristeza sobre la piel, miradas perdidas, cuerpos extremadamente delgados, cansados, enjutos. Algunas dentaduras se notan a mil leguas, los dientes largos, los labios pálidos, las mejillas rebosantes debido al rubor que se untaron como si éste fuera castigado. Manos ásperas, huesudas, pecosas, níveas. Las risas no faltan, la mayoría se pregunta cómo se encuentran, cuántas quimios les faltan, qué número les tocó. Todo un desfile de interrogantes, de dudas razonables, y corazones afligidos.
Conforme pasan las horas los asientos se van quedando vacíos; ambas se sienten cansadas, casi agotadas por la espera que pesa y duele y quema. Se buscan las venas para comprobar que allá adentro no sufrirán porque éstas se escondan. Pero pasa el tiempo y sus nombres no resuenan en las paredes color crema del hospital. Son el número cincuenta, apenas va el veintidós, dice una con afán, luego se acomoda en el asiento y respira. Otra dice: “Mi vecina mucho tiempo atrás, se compró un seguro de gastos médicos mayores. Su tratamiento lo tomó en un particular. De haber sabido…” “¡Impagable!” dice otra con incertidumbre y remata: Esta enfermedad es impagable…
Por fin Sara se atreve a levantarse de su silla, está cansada, le duele la cadera, las piernas, la cabeza. Irónico, muere por un cigarro. Afuera llueve, truena y caen rayos. Camina hacia otro pasillo largo y mira que en un kiosco venden cafés, galletas, pan y demás placeres pero opta por comprar un café. Sabe que éste levantará su ánimo. De vuelta decide explorar el hospital, mira con sorpresa una fila larga cual ovillo. Es la farmacia, lee cuidadosamente un letrero escrito con marcador la advertencia: “Fila sólo para gente vulnerable” –pero no la atiende nadie, está cerrada-. Busca en dónde termina la fila y se da cuenta que dentro de ésta hay más de tres personas vulnerables a los que no se les permite adelantarse. Todos los que están formados los han mandado hasta el final, les hacen muecas, los culpan por su condición, algunos se burlan, otros sólo los ignoran. Sara siente miedo, tristeza pero también molestia. “¡Qué le pasa a la gente! No entiendo…” –Sara se marcha cabizbaja, dándose cuenta que su café se ha enfriado-.
Al llegar al piso en donde se encuentra Estela la mira con cierta dulzura; parece una estrella apagada sentada de esa manera. Su cabello largo ondulado por destino de la vida se ha entrelazado en el bolso y su chamarra de piel negra. Sara no le llevó café, ni agua, no quiso interrumpir su sueño. Mira el reloj, con asombro se percata que han pasado cuatro horas desde que llegaron al hospital. Tiene hambre, sueño, desearía estar en su casa, en su cama, haciendo nada o haciendo todo. “Una nunca sabe para qué nos vayan a servir ciertas cosas” –se lo grita su cabeza una y otra vez mientras busca el consuelo de una almohada inexistente, en donde pueda apoyar su cabeza que le estalla-. Le duele el cuello y el pecho, pero también el alma, la vida, el tiempo y el pensamiento de la pregunta constate: “¿Y si no funciona?”
II
Si por Estela fuera no estaría en ese lugar, no permitiría que ningún químico le entrara por ninguna vena. Su espanto la tiene llena de pesadillas, desencanto y desesperanza, unido a un constante insomnio que le ha inaugurado unas ojeras tan negras como jamás las había tenido. Al despertar mira con cierto recelo a Sara, le pregunta por qué no le ha comprado un café, a lo que ella le responde: “porque estabas dormida y no quise despertarte.”
¿Te has dado cuenta que la mayoría se conoce? Tú y yo, somos nuevas, por eso nadie nos habla – intrigada Sara le responde: ¿Para qué quieres que te hablen? No los conoces, además tú no eres de las personas que hace amigos en cada estación.
Bueno, ahora quiero tener amigos con mi mismo problemita.
Ambas se quedan en silencio, Sara toma su celular para responder mensajes deseándole buenaventura. Estela saca de su bolsa un pequeño Rosario, se lo enreda en la mano, cierra los ojos y por un momento cree que todo es un mal sueño. Sabe que pronto despertará pero ignora cuándo, a qué hora o en dónde. Necesita llorar pero no quiere, no es el momento de banales flaquezas.
III
A las cuatro de la tarde devoraron sus emparedados, ambas tenían un nudo en el estómago. Tantos años siendo distantes, evitándose y en un santiamén se acompañarían en un tratamiento notablemente largo, cansado y desconsolador. Hundidas en sus pensamientos sin desearlo, se tomaron las manos apenas delicadamente. Una voz grave pero femenina se instaló en medio de la sala y a todo pulmón vocifero el nombre: ¡Sara Armenta! Sintió que las piernas le temblaban, se olvidó respirar como le indicó la aplicación que le había ayudado a calmarse desde que recibieron el diagnóstico. De nuevo gritó la enfermera, sintió como se ruborizaban sus mejillas, como si estuviera dentro de una novela rosa mal contada. Se levantó del incómodo asiento que parecía una banca de hierro. Miró a Estela y ella miró a Sara, se sonrieron y estoicamente caminó rumbo a la sala en donde sabía perfectamente que su vida dependía de su alma y de su cuerpo.
Se preguntaba si realmente todo aquello daría resultado y si resultaba el tratamiento, ¿cuánto tiempo estaría aparentemente sana? ¿Moriría en el intento? ¿Sobreviviría al próximo otoño? ¿recuperaría su cabello? La voz del enfermero la llevó de la mano a su realidad, se presentó, su nombre era Aldo. Era joven, rápido como un pez, cortés. Sin duda todos ahí dentro estaban enfermos y sin cabello, rozagantes, opacos, exhaustos. Algunas de las miradas eran vacías, ausentes, tímidas, dulces; rostros que denotaban dolor, incertidumbre, preocupación, esperanza y devastación. Aldo la invitó a sentarse en uno de esos sillones grandes y anchos; sonrió dándole instrucciones. Le recordó que estaría mucho tiempo en ese lugar, máximo cuatro horas, mínimo tres pero que era poco probable.
Le explicó paso por paso:
Sara, te explico: primero te canalizaré para ponerte un suero con este medicamento para evitar que te den nauseas, después la quimio, luego otro suero para lavar la vena y va sin medicamento, una quimio más, por ultimo el enjuague pero antes de todo eso, ¿te tomaron la presión arterial? Sí –Sara respondió ansiosa, quería que terminara todo aquello más rápido que un aguacero en plena primavera-. Aldo le respondió que debía de estar tranquila. ¿Trajiste algún libro? Puedes escuchar música, ver alguna película. ¿Has traído algo?
Sara respondió que había llevado muchísimas cosas dentro de su bolso. No quiero escuchar música porque temo quedarme sin batería aunque traigo una batería –Aldo la miró preocupado– solo soy una mujer precavida.
Si quieres puedes dormir. ¡Olvídate de todo, sólo piensa positivo, todo va a salir bien!
Sara sonrió pero las dudas y el miedo eran como dagas.
IV
Cerró los ojos, sintió cómo le pinchaban la vena, el líquido estaba frío. Sus peores pesadillas se habían convertido en realidad. Intentó seguir la conversación de su compañera de a lado. Cáncer de útero etapa tres. Amalia tenía toda la esperanza de salir adelante; tenía hijos, dos. Valeria y Octavio, diez y quince años. Madre soltera, sus padres eran más o menos jóvenes, tenía trabajo pero torpemente había dejado de pagar el seguro de gastos médicos mayores. Justo cuando decidió no pagarlo más, la diagnosticaron. “Mala pata” –le dijo con su voz chillona-, en su cabeza llevaba un turbante color amarillo canario, sus ojeras eran tan profundas como su tristeza. Era un lugar deprimente; pudo dormir unos quince minutos hasta que su compañero de a lado le preguntó su nombre. Respondió parcamente, no quería saber más de historias desgarradoras pero Sebastián insistió.
Sebastián había sido hijo único, nació dentro de un matrimonio infinitamente católico. Estudio en colegios católicos, le fue bien, hasta quiso ser sacerdote pero le faltó vocación, amor a Dios porque temor bien que le tenía. Cuando salió del seminario se reconcilió con su vida pero sus padres estuvieron reticentes durante mucho tiempo hasta que un buen día les comunicó que había conocido a Rosenda.
Ella era una mujer hermosa, menudita y bastante inteligente. Era enfermera pero un buen día cuando salió del hospital unos tipos la asaltaron, la golpearon, abusaron de ella y la lanzaron como basura junto a un canal de aguas negras. La encontramos al tercer día desorientada, abatida, desnuda y con una rabia que jamás pudo quitarse de encima. Mis hijos Juan y Mateo ya eran adolescentes cuando aquello aconteció. La cuidaron pero me responsabilizaron por no haberle puesto orden, éste consistía en no dejarla trabajar. ¡Yo no podía hacer eso, no quería hacerlo! Aquello me hizo sentir culpable e infame. Le pedí a Dios que Rosenda saliera adelante, que sanara sus heridas, que la vida borrara aquella pesadilla. Una tarde Juan, mi hijo mayor me habló desesperado, su madre se había quitado la vida. Mi mundo se destruyó, mi vida se detuvo en aquel momento. Mis padres ya habían muerto, los de ella también. Mis hijos siguieron con sus vidas, ambos se casaron pero hasta la mañana de hoy asisten cada quince días al psiquiatra. Tienen dos esposas maravillosas y unas hijas increíbles. Mateo no quiso tener hijos, me confesó una noche que no deseaba traer hijos al mundo para después verlos sufrir. Su esposa Alicia lo aceptó con resignación.
Se culpan por no haber podido ayudar a su madre y les aflige que su alma esté en el infierno. No me culparon directamente pero sé que me responsabilizan por no haber ido por ella cada noche a recogerla a su trabajo. Yo trabajaba hasta tarde, llegaba exhausto, ese día tuve muchos pacientes en el dispensario. Gente necesitada sin mas capital que su fe.
Tengo cáncer de pulmón etapa cuatro. Mis hijos me pusieron una enfermera de día y de noche, una de mis nietas está allá afuera, se parece a mi Rosenda, tiene la misma luz que ella. Se llama Silvia, estudia la preparatoria, quiere ser médico. Ojalá la viera crecer y graduarse, ejercer. Sé que aunque me libre de esto la vida no me dará para tanto.
Sara guardó silencio mientras se le atragantaban las lágrimas, ¡Cómo deseó en esos momentos estar con su madre, en su casa para no escuchar todas aquellas tragedias! – de pronto la puerta de aquel pabellón se abrió. Sara se secó las lágrimas y miró con un dejo de alegría que Estela entraba a la sala. Pensó que hasta enferma se le veía hermosa. Aldo le dio las mismas indicaciones, ella aceptó todo sentándose con total tranquilidad en el sillón mullido. Apretó los ojos cuando la canalizaron, se le escurrían las lágrimas. Su cuerpo temblaba y Sara sólo acarició su cabello negro.
Sebastián miró intrigado a Sara, como habían creado cierta confianza le preguntó si era su familiar. Sara asintió con la cabeza, éste abrió los ojos tan grandes como dos lunas llenas.
-¡Qué tragedia! ¡Qué fue lo que pasó! Sara, deja todo en manos de Dios.
-Sólo pasó Sebastián, hay que salir de esto como sea.
-Pídele a Dios.
-No sé cómo hacerlo, nadie me enseñó.
-Sólo ofrécele a Dios este sufrimiento, tu dolor, el de ella y verás un milagro.
-Sebastián, ¿tú tienes fe de curarte?
-Sí. Yo me abandoné a Dios, que él se ocupe de todo. El milagro será como Él así lo disponga.
Sebastián se acomodó en el sillón, Sara se dejó caer completamente en el suyo. Miró a su hermana por largo tiempo, pensó en cómo pedir un milagro y cómo hacer para que éste acontezca. Pensó con angustia en las palabras de Sebastián abrazándose a la idea de que Dios sabrá disponer de ellas sabiamente.
¡Gracias por la lectura, sean dichosos!


