Por: Julieta E. Libera Blas
Donde hay amor, hasta el arroz blanco sabe a fiesta
Queridas y amables lectores:
I
De la cocina provenía un aroma delicioso y al entrar, mi madre daba las últimas pinceladas de la cena prenavideña que solían ofrecerles a mis padrinos. La mesa impecable lucía un mantel verde bandera, los vasos y las copas relucientes, los cubiertos en pleno orden. Al fondo se escuchaba la música que emitía el viejo tornamesas y mi papá alegre esperaba a sus “compadritos”. Cada diciembre, durante años, la casa de mis padres los recibía con algarabía. El tiempo sabía detenerse cuando ellos compartían con nosotros el pan y la sal.
Una vez terminada la cena, acompañados de una buena taza de café y en algunas ocasiones por botellas de vino que rápidamente se vaciaban. Las conversaciones iban desde el toque delicado de asuntos médicos, teorías conspirativas que nos mantenían atentos. Se tocaban temas actuales, por ejemplo: estrenos de películas, escándalos políticos, fraudes electorales, partidos de americano y de futbol, notas académicas y en su momento: llamadas de atención por nuestro comportamiento. Mis madrinas junto a mi madre platican del día a día con sus hijos, la responsabilidad del hogar, del trabajo, de su salud y ¿por qué no? De lo rica que había estado la cena. En la segunda mesa nos sentábamos los hijos, ya siendo adolescentes conversábamos casi de lo mismo mientras jugábamos UNO, Maratón y dominó en parejas hasta que alguien preguntaba: ¿Quién va a querer postre? Las manos se levantaban y los platos se servían con pastel, gelatina, helado. Los mayores conversaban cambiando opiniones, cuestionando, riendo, mientras yo los miraba pensando que serían eternos.
La vida pasó sin darnos cuenta, el tiempo si bien hizo estragos, nos heredó su gentileza, la bondad de las palabras, el disfrutar la sobremesa a lado de las personas que amamos. Deleitarnos con cada bocado y en cada sorbo sentir en los labios la sonrisa que aquellas pláticas nos mostraban, qué pequeño era el mundo.
Hoy el mundo pareciera inmenso; mis padrinos y mi madrina “trascendieron” – no me gusta utilizar esa palabra, la siento ajena, egoísta, dolorosa. No debería de utilizarla, sin embargo, ahí está, sobre las líneas de mi nostálgica sobremesa. Las cenas se terminaron, las conversaciones se quedaron en el eco que invade las paredes de la casa. Ya no se utilizan las copas de cristal, se han quedado guardadas y las botellas de vino se abren muy de vez en cuando. Las risas de alguna manera viven en las fotos de todos aquellos años en los que por un solo día pensábamos que nuestra sobremesa sería eterna.
II
Hace cinco años mi padre festejó en febrero su cumpleaños número ochenta y dos. Sus hermanas, Alicia y Magdalena, lo acompañaron aquella tarde, trajeron el pastel pero esta vez no fue de cajeta. Para festejarlo mi madre le cocinó un caldo de pollo riquísimo acompañado de unas enchiladas verdes con pollo, queso gratinado y crema. Diría mi papá: “al estilo Sanborns” yo creo que son al estilo “mamá” y eso lo hace memorable. Mamá es de ésas mamás que al parecer nacen con la sabiduría en las manos y en la sazón. Nomás de ver una receta o leerla en alguna parte, se la memorizan y la crean a la perfección. Desearía tener ese don, lamentablemente no lo heredé. Soy honesta, mis hermanos, sí que lo tienen.
Aquella sobremesa la atesoro en mi memoria cual diamante, oración milagrosa y mantra para lo que me resta de vida.
Fue una tarde llena de alegría, risas y carcajadas. La sobremesa se dio de una manera genial, entre pastel, café, gelatina, y anécdotas, la tarde se nos escapó cual suspiro. Con mis tías el tiempo se pasaba como agua entre las manos; sus memorias eran envidiables, recordaban fechas, nombres, lugares y entre ellas compartían información que hoy atesoro. Ellas siempre me sacaban de mis dudas familiares, sobre todo del “árbol genealógico” que jamás pude formar. Si bien no eran enciclopedias andantes, sí eran un par de mujeres que entre lágrimas y risas podían conversar por horas sin que uno se aburriera o tomara la decisión de levantarse de la mesa.
Esa noche le cantamos a mi papá “Las mañanitas” ambas grabaron el encuentro, yo también lo hice. De vez en cuando los miro con la nostalgia que nos azota las horas álgidas que la vida no amortigua. En ese video están ellas, gozosas; tomamos fotos, en una sale mi papá con sus hermanas, sonriente, los tres felices. En ese momento me los imaginé cuando eran niños y agradecí al buen Dios por los aprendizajes recibidos.
Entre la charla mi tía Alicia nos narró cómo sin descanso buscó a mi tía Male, cuando ésta por una desavenencia salió de su casa para internarse dentro de la Ciudad de México. El problema no era que mi tía hubiera salido frustrada, triste o molesta de su casa sino que la ciudad era un caos debido al terremoto que la asoló. Tomó algunas de sus cosas y se marchó sin decir palabra alguna, al llegar no sabía adónde ir y como no quería decirle a nadie de su paradero fue a refugiarse a un albergue. Al instante yo miré a mi mamá preguntándole por qué yo no me había enterado de eso, ella me respondió: “Tú papá y yo te lo dijimos. Hasta tu tío Ale estuvo indagando en dónde podría estar” – no, a mí no me comentaste nada – le respondí casi indignada pero haciendo memoria de que tal vez sí que lo haya hecho, solo que lo había olvidado.
Entre carcajadas mis tías nos narraron con delicia aquella aventura – y lo expreso de esta manera puesto que a mi sólo me correspondió escuchar la anécdota tres años después. Me disculpo con los demás familiares pues ellos sí que estaban angustiados por su paradero.
No recuerdo quién pudo localizarla o si ella se acercó a alguna de las casas de sus hermanas pero se encontraba entera.
Mi tía Alicia seriamente le expresó a mi tía Male: “Si “mana” yo te vi ahí parada con tus “ojitos llorosos” – no pudo terminar la frase sin que se carcajearan. La fuga de mi tía significó desear con más ferocidad ser querida, atendida, correspondida, y si bien era amada posiblemente necesitaba esa luz intensa para continuar brillando o quizá algo le decía que muy pronto se marcharía. Nadie lo presintió porque nunca pensamos que aquello en unas semanas más, se convertiría en un pesadilla.
Cuando cayó la noche y a petición de todos, ambas se quedaron a dormir. Al despedirme supe que era el momento adecuado para acercarme a ella y abrazarla bien fuerte, igualito a cuando lo hacía de niña mientras ella me mostraba las cosas que tenía en su tocador. Su aroma delicado llegó a mi corazón, besando su frente le recordé cuánto la quería y el gusto que me daba verla en la casa festejando el cumpleaños de mi papá. Vi su sonrisa amplia, nos tomamos de la mano, ahora justo la recuerdo con alegría, era la más pequeña de las hermanas de mi papá. Su mirada siempre me habló de una mujer lucida, inquieta, amorosa, de sus tristezas y alegrías.
Esa noche ambas compartieron su descanso en la casa, entre la vigilia de mi sueño las escuché platicar y reírse como si fuera medio día. Salí de mi habitación, baje a la mitad de las escaleras y les dije entre risas: “Señoritas, ya es hora de dormir” – ambas se rieron, “¡Te estoy diciendo Magdalena que ya te duermas” – escuché decir a mi tía Alicia. Después me respondieron: “Sí, ya nos dormimos…” – pero continuó su plática ya entrada la madrugada.
Recuerdo con nostalgia las sobremesas a lado de mis tías y de mis tíos, reunidos en una mesa grande a la cabeza del patriarca, disfrutando de las tardes en que las conversaciones se convertían en dicha y una que otra vez, como cualquier familia, en un campo de batalla sinigual. Entre el café, cocoles, pan de dulce, agua de fresa, refresco, juegos, risas y uno que otro llanto, la vida me lleva a esta historia que todos atesoramos cuando el festín de los alimentos llega a su fin y alguien dice con voz sonora y beneplácito: “¿Alguien quiere café?” – hasta la fecha sigo levantando mi mano para “exigir” mi café porque sé que de alguna manera esa vida compartida regresa a mí en forma de ensueño, entonces lo atesoro para esos tiempos que ni la luz del Sol nos calienta.
La última vez que vi a mi tía Male fue en aquel febrero ya lejano.
Después, una pandemia asoló al mundo y ésta arrancó de raíz algunos árboles, desnudándolos por completo. Haciéndolos débiles e inestables, otros se secaron y algunos fueron talados sin dejar rastro alguno. A la fecha las raíces que se mantuvieron enterradas en la tierra, han podido sobrevivir con el dolor acuestas, siendo firmes, como nos lo enseñaron. Familias enteras comenzaron de cero, lacerados, perdidos, inválidos pero con el corazón brotando por todo aquello amado.
Para nuestra familia, aquello nos arrancó la alegría de mi tía Male, sus ojitos luminosos, sus manos suavecitas.
Coincidentemente, la última vez que vi a mi tía Alicia fue en el cumpleaños ochenta y seis de mi papá, nos acompañó durante tres días. Su voz, la dulzura con la que se dirigía a todos nosotros, su manera de conversar y de acompañar a mi papá es una huella que jamás se borrará por más que pase el tiempo. Ella se marchó una mañana de septiembre, justo en el aniversario de dos grandes terremotos que fragmentaron la ciudad.
III
La sobremesa es sagrada porque es el momento exacto de una convivencia similar a una junta importante a la que sí o sí, debes de estar presente. En la casa de mis abuelos no era distinto porque al terminar de comer las delicias que cocinaba mi mamá Carmelita o mis tías, a uno le servían café, ¡bendito café que disuelve las tristezas, los problemas, las angustias y los enojos! para cerrar el cuadro, la charola o la canastita de pan dulce la situaban justo en medio de la mesa. Siempre le pedía a mi mamá un panqué, sólo para quitarle “el gorro” lo demás no lo comía, mamá hasta la fecha me llama la atención por no hacerlo. Tomábamos café mientras la plática se convertía o en plena atención que apenas si una pestañeaba o en un festín de reclamos que nunca entendía, dicen que hasta en las mejores familias pasa. Ese momento era el justo para que mamá me conminara a ir a jugar con mis primas o ir a dar la vuelta al patio. Aunque la mayoría de las veces mis primas y yo, huíamos al cuarto de costura para jugar.
La verbena de la sobremesa pocos la disfrutan porque el ritmo de la vida se los impide. Sin embargo e insisto, uno debe de darse tiempo a vivir esos momentos a lado de su pareja, de sus hijos, de la familia y también con nuestras amistades. Hay de aquel que no disfrute de esa bendición, después el tiempo interviene y las ausencias se hacen demoledoras.
IV
En mi caso, la sobremesa es a lado de mi familia, entre pláticas, bromas o críticas hacia una película, programa o alguna cantante. Intentamos tener palabras “bondadosas” para todas ellas pero mi hermana la mayoría de las veces se niega a escucharlas. En esa sobremesa también está el momento por saber cómo se encuentra el resto de la familia y nuestras amistades. Planear la semana, organizar actividades y el trabajo y pensar qué se hará el fin de semana.
En algunas sobremesas escucho a mi madre, conversamos casi de todo. Entre nuestras voces hay algo que nos compartimos, la vida. Ella, fuerte, dulce, apacible, imparable, me enseña que la vida es un suspiro al que se le debe de sostener con memorias que no se pueden derruir porque es ello lo que nos ayuda a reforzar nuestros cimientos. Si no es la familia la que nos obsequie dichos recuerdos, son las amistades las que nos dan la esperanza para construir en una nueva tierra siempre lista para acogernos.
Hay tardes en que compartiendo un café calientito, mi padre me comparte fragmentos de su vida. Me conversa acerca de su querido Centro de la Ciudad, de sus calles hoy inexistentes. De los ríos caudalosos hoy desaparecidos, consumidos por el asfalto, los autos, edificios y casas. De las amistades con los que ando por horas en esas calles que hoy ya no camina no por falta de ganas ni de tiempo sino porque sus pasos ya no son lo mismo. Andanzas con mi madre, y que años después caminaron con sus hijos, disfrutando de sus calles adoquinadas, entre gente que iba y venía laburando, platicando de la mano con alguien más, sosteniendo el brazo de una madre o de un padre, de los hijos o hasta de los abuelos. Tiendas que ofrecían mochilas de cuero, abrigos, helados, zapatos, artículos para el hogar o cómo olvidar al organillero que con sus notas te hacían sentir parte de ese mundo aunque no fuera tuyo.
Sobremesas que se pierden en el tiempo, guardándose en el hilo de nuestra historia.
La vida pasa en un santiamén y cuando hacemos conciencia nos percatamos que hay espacios imposibles de llenar. Risas que jamás volveremos a escuchar, voces que se perderán sin que nadie pueda detener esa infamia aunque con suerte el celular nos hará recordar esos momentos gracias a un video o una foto que diga LIVE.
Si ustedes tienen sobremesa, disfrútenla, vívanla y atesoren los momentos buenos como joyas invaluables. Guarden en su memoria esa foto magnifica en donde los integrantes de la familia se reunían en las cenas navideñas, en los aniversarios o en una tarde cualquiera. No permitan que el olvido allane su corazón y los deje sin aquello que nos hace ser lo que hoy somos.
FINAL
Hubo una vez reuniones familiares, mesas llenas de alegría, platicas que se extendieron durante horas. Música que resonó para acompañar el café, el pan y la sal; la mayoría nos dejó un sabor agradable.
Una sobremesa, es el encanto que algunos pueden disfrutar con beneplácito, sea con nuestra familia o con la que hemos formado a través del tiempo. En ocasiones no es necesario recoger los platos y sacudir el mantel, poner en orden la mesa para disfrutar la buena charla, aunque lavando los trastes, medio escuchando la tele o el radio, recogiendo la mesa o esperando el agua para el café o partiendo un bolillo porque la canasta de pan dulce se esfumó, las sobremesas son quizá el corazón de nuestras comidas y eso es una bendición.
Nota: si la sobremesa se extiende hasta bien entrada la madrugada y ya no hay más que ofrecer, pueden decir: “Las visitas tienen sueño” –casi nunca falla-.
¡Gracias por la lectura, sean dichosos!


