Mágicas matinés en el cine Hipódromo

 Por: Virginia Villaseñor López

Suena la alarma del reloj despertador. Son las ocho de la mañana de un domingo, en el año de 1957. Es un día esperado por las familias mexicanas, ansiosas por disfrutar de la matiné en el cine Hipódromo.

El cine Hipódromo se encontraba en un imponente edificio diseñado por el arquitecto Juan Segura Gutiérrez entre 1930 y 1932, con la colaboración del muralista y pintor mexicano Diego Rivera, quien creó la vidriera del techo en la entrada principal. El inmueble, que formaba parte del complejo Ermita en la Quinta de Tacubaya, pertenecía al matrimonio Mier y Pesado quienes más tarde también crearían la Fundación Mier y Pesado. Este vasto predio de 1,250 metros cuadrados, con una altura de hasta seis pisos, fue concebido bajo el estilo Art Deco de los años 30. Su diseño estaba pensado para ser una obra de vanguardia que albergara 66 departamentos, comercios y, por supuesto, el gran cine Hipódromo que tendría capacidad para 2,400 espectadores. Éste fue el primero en el país en contar con equipo de sonido y con una arquitectura que permitía una visibilidad óptima gracias a dos balcones. Con el paso de los años, este edificio elegante y majestuoso se convirtió en un espacio donde las estrellas de la Época de Oro del cine mexicano paseaban y residían, siendo una de las obras más influyentes de la arquitectura mexicana de la primera mitad del siglo XX.

Ir al cine era toda una experiencia. Desde preparar el atuendo de moda —especialmente los de la alta sociedad— pero al resto también le gustaba lucir sus mejores garras. La tía Concha, una mujer regordeta de clase media, soñaba con que, con dinero y una buena modista, lograría lucir más joven y delgada… ¡qué ilusa! Los hombres, por su parte, se preocupaban por que su traje hecho a medida combinara perfectamente con el sombrero y los botines, con el fin de lucir guapos y un tanto arrogantes.

La cartelera se anunciaba en los periódicos, permitiendo a los cinéfilos elegir las películas que más les atraían. Las películas de Pedro Infante y Tin Tan eran las más populares, pero como todo buen cine moderno, las aventuras extranjeras de Tarzán también eran aclamadas. Cuando una película era un éxito, se le llamaba “taquillera” y la sala de cine brillaba por su impecable limpieza, el personal con sus uniformes relucientes se encargaba de ofrecer un servicio amable y eficiente. Las taquilleras y acomodadoras, llamaban la atención por su prestancia y amabilidad. En la entrada, don Pancho, quien era un elegante vendedor de lotería, lucía su famoso clavel rojo en el ojal de su saco. Camilo, con su puesto de periódicos perfectamente ordenado, vendía las últimas noticias. Vendedores de golosinas y comida recorrían los pasillos, y, por supuesto, estaban los hábiles cretinos revendedores, quienes «hacían su agosto» vendiendo boletos a aquellos que no querían hacer cola o que no habían alcanzado entradas. Era un negocio redondo. Y así, todo estaba listo para la gran función.

La aventura comenzaba al abordar el tren que transitaba por la Avenida Revolución, un tren de doble sentido. Yo acudía con mis hermanos con boleto en mano, la risueña acomodadora nos guiaba hasta nuestros lugares con su pequeña lámpara ya que no había asientos numerados. Por eso, llegar temprano era clave si querías escoger un buen sitio en la luneta donde se veía todo súper bien. Finalmente, las luces se apagaban y comenzaba la película: «Tarzán, el hombre mono». Cuando se estaba atento a la pantalla, empezaba el folclor, el desfile de distractores: el disque silencioso grito de “chicles, chocolates, muéganos” de Tito, el flacucho vendedor, quien cargaba por delante con su charola y que además se atravesaba para darte y cobrarte sus dulces. Y, por supuesto, siempre había algún gañán chistosito que, en medio de la película, gritaba con todas sus fuerzas: “¡ya llegué!”, o, a veces, simplemente el típico, “mi amorcito, ¿dónde estás?”. Pero lo peor, el verdadero colmo, ocurría cuando la película se interrumpía por fallas técnicas y se escuchaba al unísono el clásico grito que resonaba en toda la sala: “¡ cácaro!» — así llamaban al operador de la cámara cinematográfica —, acompañado de un sinfín de chiflidos y risas. Esa era la esencia de la matiné, el verdadero deleite de un maravilloso domingo por la mañana.

Hoy en día, el cine ya no funciona. En 2006, el edificio se transformó en el Teatro Hipódromo Condesa, estrenando con la obra Peter Pan. Permaneció exitosamente como teatro durante 11 años. Sin embargo, en 2017, debido a pleitos y demandas financieras entre el nuevo dueño, Miguel Valles, y el patronato de la Fundación Mier y Pesado, se cerró la última página de la historia de este cine emblemático. Aunque ya no se proyectan más películas en sus pantallas, el Hipódromo sigue vivo en la memoria de aquellos que tuvimos el privilegio de conocerlo. Siempre lo llevaremos en el baúl de nuestros recuerdos, como una joya de la mística y entrañable colonia Tacubaya.

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