Por: Julieta E. Libera Blas
Queridas lectoras y amables lectores:
Sarita y su pequeña hija Elena son inseparables. Siempre se les ve de la mano caminando muy temprano por las calles. A Elena le gusta acompañar a su mamá cuando ésta se va a trabajar. Ambas disfrutan el viaje hacia el hogar de doña Azucena, una vieja casona situada a las afueras de la ciudad. Era enorme, cubierta de maleza y árboles frutales altísimos. La casona era fría, oscura. Las cortinas eran de terciopelo color rojo pero eran tan pesadas que Elena temía que alguna de ellas se le viniera encima y la matara. En uno de los patios doña Azucena tenía más de diez jaulas llenas de pájaros que trinaban dulcemente al caer la tarde, ella corría para escucharlos, con la alegría de la infancia. De vez en cuando le permitían cerrar cada una de las cortinitas que cubrían las jaulas. Tenía la sensación de que aquellas aves no eran felices, “algún día he de liberarlas” –se decía Elena cada vez que los alimentaba con alpiste o les servía agua-.
Hace más de un lustro que Sarita trabajaba para doña Azucena. La conoció una tarde de otoño cuando la tripa le dolía y la tristeza se le acumulaba en el regazo. Estaba embarazada, separada porque su marido se dio cuenta que la vida era demasiada corta como para estar comprometido con una mujer fea, llena de hijos que eran suyos, cansada, desalineada y vieja. Así que decidió marcharse y jamás volver. Sarita se quedó sola, con sus hijos, sin trabajo y embarazada. Salió docena de veces a la calle a pedir trabajo de lo que fuera: mesera, sirvienta, cocinera, afanadora, lavandera, ayudante de tienditas pero duraba muy poco. A nadie le gusta responsabilizarse por mujeres próximas a dar a luz. ¿Qué tal si pasaba algo? ¿Si se agravaba o de plano se moría? ¿Qué harían ellos? ¿Pagar por alguien que Dios sabe cuándo volvería y lo que es peor, pagar por honras fúnebres de una mujer que ni siquiera es de su familia?
Sarita caminaba cabizbaja por el mercado cuando escuchó a una señora pelear con un marchante -algo acerca de los precios-. Le lanzó el dinero a la doña y Sarita corrió para ayudarle a recogerlo. Doña Azucena le agradeció y le dio una moneda de a diez pesitos. Sarita no lo tomó a mal pero no le gustó sentirse así de pequeñita e indefensa.
Mejor deme trabajo doña –le dijo tragando saliva– póngame a pelar papas o barrer su banqueta. Es más, le ayudo a lavar el patio, a sacar a los perros a caminar, lavar los coches, lo que sea doña pero deme trabajo. Tengo hijitos y apenas la que va a nacer. Si quiere córrame cuando la criatura nazca.
Doña Azucena la miró quieta, era una señora de cierta edad que no se cocía al primer hervor. La vio de arriba abajo y de abajo a arriba. Le tocó la panza de casi cuatro meses o al menos lo pensaba por su forma.
– …le juro que es una niña,
-¡Vengase y me ayuda a hacer de comer! Voy a confiar en usted, ¿Cómo se llama? Bueno, después me dice. Tengo tres hijos, dos mujeres y un hombre. Ya están grandes, están dos en la preparatoria y el hombre estudia medicina, así que de algo te ayudará si te llegaras a sentir mal. Sólo una cosa: cuando vayas a traer a tus niños, me avisas.
Sarita estaba contenta, hasta parecía un sueño de hadas, sus ruegos a la Virgen habían hecho un milagro. Le brincaba el corazón, tendría que hablarle a doña Rosario para que le cuidara a los niños. De repente escuchó que la señora le dijo: “Súbete al coche, el chofer ahorita viene. Vivo hasta las afueras de la ciudad. Tú, ¿estás bien con eso? ¿Cuántos hijos tienes? ¿Estás casada?. Tantas preguntas ofuscaban a Sarita pero a todas respondió: “Mi marido se largó de la casa, nos abandonó. Tengo cuatro hijos, tres niñas y un niño. Dos están en la secundaria, y dos la están terminando. Este es mi pilón, yo creo que es niña”
– yo también, interrumpió doña Azucena.
II
La vida transcurrió sin problemas. Dos años después de que llegara a sus vidas Sarita, doña Azucena enviudó y su hijo médico le dio una hermosa nieta llamada Ileana. Elena, la última hija de Sarita nació rozagante, en un hospital público, llena de buenos deseos. Sin padre pero con mucha madre, como dicen por ahí. Alrededor de hermanos de todas las edades, Elena se sentía protegida, amada, querida y requerida por todos. Antes de nacer, doña Azucena le dio un buen “bolo.”
– Para lo que se te ofrezca Sarita y dale besitos a tu hijita. Es niña, de mi te acuerdas –suspiraron ambas con felicidad-.
Fue una chamaca hermosa, de cabello ralo negro, ojos redondos como botones y piel morena. Todos la querían, pero no con cualquiera se iba. Le gustaba abrazar pero no a quien fuera de la familia. El único hermano que tenían las cuidaba como el cántaro al Sol.
Regresó a la casa a trabajar en pleno verano, se llevó a Elenita metida en un moisés que pesaba montones, la chamaca iba contenta, feliz, sonriendo. Doña Azucena la cargaba para consolarla, para darle de comer o arrullarla mientras le daba la teta que ella le había regalado.
Una noche, muy seria le dijo a Sarita: “Quiero ser su madrina, ¿quieres?” –a Sarita se le llenaron de lágrimas los ojos- respondió que sí. A los ocho días de la petición la llevaron a la iglesia grandota que está en Polanco en una esquina. Sólo eran doña Azucena, su hijo Gilberto, la esposa y el resto era la familia de Sarita. Su mamá Margarita, sus dos primas del pueblo, y sus cuatro chamacos. Todo fue felicidad y alegría, parecía un remanso de paz, algo así como una familia que se aprecia y se respeta. Sarita siempre supo su lugar en esa casa, jamás se creyó pieza importante en la casa de la patrona, por ella sentía agradecimiento y cariño. No tanto por las hijas de ésta porque le gritaban y le exigían como si de verdad se lo merecieran; a doña Azucena le gritaban de peor manera, hasta le tronaban los dedos. Aventaban la comida si no les gustaba, se reían de ella y de su hijita. Una vez doña Bernabé vio cómo una de las hijas la aventó con furia al sillón. Se pegó en la cabeza y se lastimó la columna. De ahí vinieron sus dolores y sus recaídas constantes de olvidos. No era para menos, el golpe se escuchó hasta Quintín, o sea, lejos. Su hija la trató de ayudar pero como estaba espantada, cogió el coche y se largó a Acapulco por seis meses. Se salvó de una denuncia, o al menos eso dijo Gilberto que estaba conmovido hasta el llanto.
III
Al pasar los años Ileana, la nieta de la patrona, se convirtió en una niña alegre pero reservada que jugaba de vez en cuando con Elenita pero doña Azucena en su vaivén descomunal de memoria una mañana entró molesta a la cocina para exigirle a Sarita que le impidiera jugar con su nieta, “ella es una princesa, la tuya una india fea”.
Sarita se quedó boquiabierta, le dolió el corazón, el alma y el cuerpo. No dijo nada porque claramente doña Azucena, la buena, la que conoció hace tiempo, jamás le hubiera dicho semejante calamidad. Nunca le hubiera faltado al respeto, si ella quiso ser su madrina, la protegía, le enseñó a caminar, a comer, la convenció para que dejara el biberón. La enseñó a bailar… esa no era la mujer que le tendió la mano en tiempos complicados.
En otra ocasión, la escuchó arrastrando los pies, escupiendo maldiciones. Entró a la cocina, le dijo que nada había limpiado bien, que la casa estaba sucia y fea. Antes de irse le exigió que su hija no jugara con los juguetes de Ileana, “los ensuciará” – le dijo convencida.
-No se preocupe doña Azucena, ya no la voy a traer para que no haga travesuras.
-¡Mija! ¿Pero de dónde sacas eso? ¿Por qué te quieres llevar a la niña de mi lado? Yo soy su madrina,
Todos los días eran los mismos conflictos pero cada vez más y más demandantes, con mayor furia. Sarita sabía que nunca se detendría aquel mal que le produjo el golpe que sufrió por culpa de una de sus hijas.
Se ausentó del trabajo durante una semana a petición de Gilberto.
-Necesitas aire fresco, te va ayudar porque verás a tus hijos y podrás salir a dar la vuelta– Sarita nomás hacía gestos, no le gustaba dejar a la patrona solita. Temía que se lastimara o no comiera. Esa semana que pasó en su pueblo fue fantástica, ahí se enteró que su marido ya estaba juntado con una señora mayor que él y que había adoptado a sus seis chamacos. ¡Qué le aproveche! – pensó para sus adentros. Tobías, su ex marido, la buscó insistente para que lo dejara conversar tan siquiera un momento con sus retoños pero a éstos no les interesó. A Elenita sí pudo convencerla, la abrazó, le regaló fruta, le contó de sus hermanos cuando habían sido chiquitos y de sus hermanos postizos. La niña estaba contenta porque podía querer a su papá por primera vez, hasta que la nueva señora de su papá le pidió que lo dejara de abrazar porque ella ni era su hija: ¡A saber de quién seas hija! De un indio o un albañil… -hizo llorar a mares a Elenita-. Se fue corriendo a su casa envuelta en una temblorina. Hablar así de su mamá, con tanta maldad, se repetía una y otra vez dentro de su cabecita.
Sarita al enterarse, les fue a reclamar sobre todo a la nueva señora que nomás se rio desde la ventana de su casa.
-¡Óyelo! ¡Ésos chamacos no son de mi marido, los únicos son los míos!.– A Sarita se le hizo un nudo en la tripa, quería desgreñarla, arrojarla al suelo como le hicieron a doña Azucena pero no quería dañarse las manos ni la espalda. Tenía dos casas que atender e hijos a quién darles de comer. Aquel día se fue del pueblo y juró jamás volver, al menos hasta que se murieran cualquiera de ésos dos desalmados. A sus hijas mayores a puros regaños les hizo entender que enfrentarse a su padre o a su señora era perder el tiempo y la dignidad.
Agarró sus cosas, a sus hijos, y se largó del lugar.
IV
Al volver a su trabajo, la casa ya no era la misma, algo le faltaba. Caminó por todo el lugar, por sus patios y sus cuartos, escuchó a los pájaros trinar y hacer ruido con sus patitas. Las hijas de la doña ya no vivían en la casa, así lo supo en voz de su hijo Gilberto. Entró al cuarto de su patrona, ahí estaba solita, sentada en una silla de ratán. Con las cortinas y los ventanales abiertos; ni siquiera la escuchó entrar; lo hizo paso a pasito para no distraerla de sus pensamientos. La miró por un ratito, le acarició el cabello y por primera vez quiso besarle la frente pero no se atrevió.
La muchacha de la casa besándole la frente a la patrona como si fuese su madre, ¡qué va! Nomás le dio el saludo pero doña Azucena no le respondió. El tiempo pasó como agua mientras hacía la cama y barría la recamara. Entró al baño para lavarlo, cambiar las toallas, poner jabón. Cuando abrió uno de los cajones se dio cuenta de todos los medicamentos que su patrona se tomaba. De pronto una voz dulzona le habló, era la enfermera que le pretendió dar instrucciones para darle los medicamentos si ella no llegara a estar, fue altanera. La trató como una ignara, hasta le insinuó que no la entendía del todo porque tal vez no sabía leer o escribir. Se hartó a la tercera maltratada y se fue a la cocina, ahí pertenecía. Cuando se ponía de alicaída recordaba a su patrona echarle porras, decirle que era una mujer linda, inteligente y valiente.
-No te conformes con tallar camisas, zurcir calcetines o fregar pisos. ¡Siempre debes aspirar a más niña! Hazlo por tus hijos y por ti-. Tomo aire y regresó al cuarto para escuchar todo lo que tenía que decirle la enfermera.
Las últimas semanas que laboró Sarita en aquella casa, Elenita corrió como potro desbocado en el jardín. Gritaba, cantaba, se carcajeaba con Dios sabe quién. Sarita hacía la comida para su patrona, esa tarde tampoco iría a verla su hijo Gilberto; aquella soledad estaba matando de a poco a su patrona. Estaba terminando de comer cuando escuchó que doña Azucena le gritaba a su hija, no era un regaño ni una llamada de atención. Era sencillamente un juego, de pronto la niña entró contenta a la cocina:
¡Mira mamá lo que me regaló la abuela! – extendió las manos y les mostró unos dulces.
¡Vaya! ¡Mira qué bonito regalo mi niña! Pero acuérdate que doña Azucena no es tu abuela –¡es mi abuela!- susurró la niña llena de inocencia.
Al abrir los dulces los quiso masticar y chupar pero no pudo, los chocolates sabían a grasa. Se puso a llorar desconsoladamente.
-Pero, ¿de dónde te los dio Elena?
-De la dulcera …
-¿La dulcera que estaba dentro de la vitrina?
-Si
Aquella dulcera llevaba años guardada en aquella vitrina, se las dieron a doña Azucena con motivo del primer aniversario de la muerte de su esposo y éste llevaba años de muerto. Cogió los dulces, y fue en busca de la señora, no para reclamarle sino para agradecerle la atención. Sarita sabía que no lo hacía porque fuera una mala persona sino por falta de coherencia. Su mente navegaba por mares desconocidos, cabalgaba por valles recónditos y ya sólo pretendían encontrar a la muerte.
Estando frente a ella, se le llenó el corazón una vez más de tristeza.
Doña Azucena se acercó poquito a poco a Sarita y le pidió que tomara todo lo que hubiera en el refrigerador. Los juguetes y la ropa, todo lo que pudiera, pero Sarita sólo tomó comida, agua, y una que otra ropita para ella y sus niños. Doña Azucena la abrazó durante mucho tiempo, sintió cómo se le quedaba impregnado su perfume, la suavidad de su piel, su calidez y ternura. Su voz rompió el silencio:
-Te voy a extrañar pero un día voy a desconocer a Elenita; ya me pasó con Ileana, le asesté un golpe en la cara. Pensé que era una extraña en la casa. Lloro toda la tarde y ya no ha vuelto, sus padres le tienen prohibido venir a verme y hacen bien, dice su madre que podría matarla.
A Sarita se le escurrían los mocos y las lágrimas, le llamó a su hija para que se despidieran mientras se quitaba el delantal y la cofia estúpida que se obligaba a poner todos los días. Elenita abrazó con amor a doña Azucena, le besó la frente, las manos, las mejillas. Le dijo más de una vez que la amaba, que iría a verla; le agradeció por los dulces y la comida.
Por los años, por haberme salvado de la calle y hasta de la deshonra –interrumpió Sarita– por ser la madrina de mi pequeña, por su dulzura y su inagotable presencia en mi vida y en la de mis hijos. Por decirme siempre que yo valía más y que tengo que superarme por mí y mis hijos y que no ande recogiendo hombres de medio pelo de la calle.
Se abrazaron por un buen rato, la enfermera se unió a la lloradera y se disculpó por la falta de tino.
Ambas mujeres se miraron como la primera vez, doña Azucena le dio una palmada en el hombro diciéndole en qué hospicio estaría internada hasta el día de su muerte. Le pidió visitar su casa de vez en cuando y así lo hizo por años hasta que Sarita ya no pudo ir, no por falta de ganas sino porque su edad y achaques se lo impedían. Sus hijas ya estaban casadas y con hijos. Su único varón se marchó a EUA y Elenita se había juntado con un hombre bueno, que la trataba como reina y la amaba como nadie tenía idea. Terminó una carrera profesional, trabaja en ello, es feliz y siempre recuerda a doña Azucena como una mujer amable, bondadosa, a la que una tarde una de sus hijas la azotó en la pared provocando en ella una pérdida fatal de tiempo y espacio.
FINAL
Transcurrió el tiempo, una noche al salir del trabajo, Elena le pidió a su esposo tomar ruta hacia el sur de la ciudad, quería ver de lejos la casa en donde alguna vez su madre trabajó. Al estar frente a ella se agolparon los recuerdos de su niñez y pensó si aquellos gorriones y canarios pudieron ser libres. Comenzó a llover, el agua caía cual cascada sobre su cabello largo negro, no sintió tristeza mucho menos rabia al saber que doña Azucena murió sola en el hospicio. Su deceso ocurrió mientras sus hijas y nietas visitaban Paris y su hijo moría en paz en un hospital cercano al hospicio, el cáncer había terminado con su vida. Su suerte no había sido distinta a la de su madre, murió dentro del quirófano. Su esposa no estaba con él y su hija estudiaba fuera del país. Ambas llegaron al tercer día; molestas por todos los trámites que debían de hacer. Ambos habían muerto el mismo día, nadie había ido a reconocer los cuerpos, seguían en la morgue.
La nieta de la ama de llaves le informó a Sarita acerca de la muerte de doña Azucena y su hijo Gilberto; lo dejó todo y le pidió a una de sus hijas que la llevara al velatorio. Les compraron un ramo grande de rosas rojas ataviadas de nomeolvides. Elenita llegó por la noche, le llevó claveles y nubes.
La vida a pesar de que fue dura con cada una de ellas, les sonrió al haberse topado con doña Azucena. Lo único que tenían era agradecimiento y cariño, uno que no se olvida ni se destierra con el tiempo. Elenita no sabía quién vivía en esa casa, no le interesaba saber quiénes la habían heredado. Se percató que se encendió la luz de una de las habitaciones, era la biblioteca. Imaginó a su madre Sarita y a Azucena, mujer hermosa, inteligente, cariñosa; riendo, amando la vida.
Le voy a decir hola a un fantasma y me echaré a correr al auto –y así lo hizo-, cual niña corrió mientras el agua empapaba sus pequeños pies. Miró por última vez la casona que tantas alegrías, tristezas, llanto y carcajadas había escuchado. La alegría de aquellos dos que los abrigaron y respetaron en tiempo de heladas, siempre se mantendrían en su corazón.
¡Gracias por la lectura, sean dichosos!


