El Metro: un viaje al pasado

Por Felisa Calderón Ortiz

Era junio de 1967 y en la ciudad se respiraba modernidad, entre polvo de concreto y proyectos del futuro. La Línea 1 del Metro comenzaba a cavarse bajo la Ciudad de México, entre el estruendo de la maquinaria y la incredulidad de los vecinos que veían construir una obra del primer mundo. Pero esta historia comienza antes, una década atrás, cuando dos estudiantes de la UNAM —jóvenes de mentes futurista— imaginaron un monorriel como parte de su tesis. Su propuesta fue adelantada a su tiempo, tanto así que el entonces regente, Ernesto P. Uruchurtu, la rechazó con un gesto severo y el argumento de los temidos temblores en la ciudad.

Sin embargo, la idea fue rescatada por Alfonso Corona del Rosal, político visionario quien logró convencer a las autoridades. Así, el 4 de septiembre de 1969, el Metro abrió sus puertas, como serpiente naranja de la gran Tenochtitlán, se deslizaba bajo tierra desde Zaragoza hasta Chapultepec, uniendo oriente y poniente con 16 estaciones y un solo maquinista al frente: el señor Juan Cano Cortés, quien tuvo el privilegio de conducir el primer viaje.

En aquellos días, subir al Metro era como asomarse al futuro. El boleto costaba un peso y aseguraba comodidad y seguridad. Las entradas de las estaciones estaban habitadas por edecanes impecables, jóvenes de sonrisa fija y guantes blancos, que orientaban a los usuarios con una cortesía que parecía sacada de una película. Las escaleras eléctricas, recién llegadas, eran un espectáculo en sí mismas. Las mujeres mayores dudaban antes de subirse; algunos gritaban de susto al sentir el primer tirón que las arrastraba hacia abajo o hacia arriba. Dentro de los vagones se respiraba tranquilidad. No había empujones ni vendedores ambulantes. La gente leía, conversaba en voz baja o simplemente observaba. Y sí, también se fumaba. Algo impensable en tiempos actuales. Los relojes de los andenes —puntuales y confiables— marcaban el ritmo de una ciudad que, por fin, aprendía a moverse con rapidez.

“Nos vemos abajo del reloj de la estación Balderas a las dos en punto”, era una frase común. El reloj no era sólo un instrumento, era punto de encuentro, testigo de citas amorosas, despedidas y promesas.

Yo también fui parte de esa historia. Todas las mañanas abordaba el tren en Chapultepec, transbordaba en Pino Suárez y llegaba al Zócalo a tiempo para el trabajo. Era un trayecto breve, pero que se disfrutaba de principio a fin y cada viaje se sentía como un escalón más hacía la transformación del país. La puntualidad del Metro era mi aliada. Hoy, sin embargo, esa puntualidad parece un recuerdo más de aquellos años dorados.

La ciudad ha cambiado. Creció como una bestia insaciable y el Metro, que alguna vez fue símbolo de modernidad, ahora es columna vertebral de la sobrevivencia urbana. Doce líneas, millones de usuarios, y desde octubre de 2023, ya no hay boletos de papel. La tarjeta multimodal llegó para reemplazar ese casi ritual de esperar en la fila, pasar el cartón por la ranura y escuchar cómo se deslizaba para abrir el torniquete.

El Metro ya no es lujo ni novedad. Es necesidad. Y también es sustento: un hervidero de comercio informal, de historias que suben y bajan con cada estación. De las edecanes quedan apenas algunas fotos y tan solo los recuerdos de quienes las vimos sonreír. De los boletos de cartón, unas cuantas reliquias coleccionadas por nostálgicos.

Pero cada vez que me detengo en un andén y veo las puertas abrirse, siento un eco de aquel primer viaje. Como si el Metro no solo nos llevara a nuestro destino, sino también, de vez en cuando, al baúl de los recuerdos.

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