Las cosas que importan II

Por: Julieta E. Libera Blas

III

Sara no recuerda cuánto tiempo pasó desde que ingresaron a su mamá. Retiene en la memoria ver llegar a su papá angustiado, su rostro reflejaba una inocencia infantil similar a cuando se es abandonado. Sara miró en su cara la orfandad, era un hombre que perdería sin remedio a la mujer que había caminado media vida a su lado. Apenas si recordaba quién lo había podido localizar, ¿deseaba abrazarlo? No estaba segura. A los pocos minutos y con el rostro desencajado el médico les informó que después de haber hecho lo humanamente posible, Susana había fallecido. Su cuerpo estaba cansado, la metástasis había terminado con ella. Murió en santa paz Alberto – Sara lo contradijo con furia.

¡Cómo es posible que diga que murió en santa paz! ¡La intubaron, le dieron descargas, la picotearon! ¿Santa paz? –el médico atinó a guardar silencio y retirarse-. Sara se echó a llorar sin poder acallar su dolor. Infinito dolor que le quemaba el alma, que le provocaba arcadas, nauseas, un dolor inexplicable. Una eternidad urgida por llegar a ella porque sin tener un día de muerta su madre, sintió que su vida de alguna manera había terminado. 

Su padre lloraba con desolación abrazándose a su propio abrigo, apenas si podía reconocerlo. Su madre había dejado de existir y ni siquiera se había dado cuenta de la hora en que los había abandonado. Los médicos iba y venían; ella tuvo que organizar casi todo porque su papá no se encontraba en las condiciones para hacerlo pues apenas si podía mantenerse de pie. Aquel hombre aguerrido parecía una piltrafa, su cabeza le pedía acercarse a él para darle el pésame, para llorar juntos. Sin embargo no creía que ese paso fuera suficiente para calmar tanto dolor. Algo dentro de ella le confirmaba que todo había terminado, por fin cesarían las horas en vela, la angustia y desesperación de ver cómo su madre se consumía. Como el cáncer le arrebataba la vida a pesar del tratamiento o de las oraciones, de las terapias y constelaciones. Todo había terminado. Su madre se había liberado del dolor, de la pena de un mañana que sabían de antemano que no llegaría. Recordó con pesar aquella primera y última Navidad y Año Nuevo a su lado, fechas en las que se permitió unirse a su madre sin criticas o incómodos silencios sólo porque todo lo demás le pertenecía a su padre. Aprendió a cocinar, a zurcir, cocinar, crear, hasta le enseño a plantar violetas. De su madre aprendió a ser fuerte con el corazón, no con la cabeza. El arte de saber amar y de aprender a comprender, la alegría de vivir pese al quebranto.   Entendió que su madre siempre había dado todo por amor a su familia, no por quedar bien con nadie, ni para que fuera alabada. No buscaba que le dieran un premio a la mejor madre, ama de casa o esposa entregada. Sólo actuaba por amor a su familia, ¡qué poco había heredado de esa templanza y de esa fortaleza!

En medio de las llamadas para avisar que su madre había muerto, pensó en el día en que la oncóloga les dijo que el cáncer había hecho metástasis y no había ya ningún tratamiento que salvara su vida. Susana con estoicismo aceptó aquello, sonrió y pidió que le dijera cuánto tiempo más o menos le quedaba. No supo qué responderle, al salir le pidió a Sara no regresar en auto a casa, deseaba caminar por aquellos lugares que tanto la vieron pasar y no supo apreciar. Al llegar a un parque le preguntó a Sara si escuchaba a los pájaros trinar, ella le respondió que hace tiempo que no les ponía atención. Susana se entristeció pues recordó cuando ambas los escuchaban al ir al parque a jugar. ¿Te acuerdas cuando jugabas en la tierra? Adorabas el olor a tierra mojada y te encantaba subirte a los juegos, de ahí saltabas, reías a carcajadas. De grande, antes de irte de la casa; observé que mirabas desde tu ventaba el cielo; siempre supe que te motivaba ver las estrellas. Te vi sonreír y me juré guardar esa bella imagen hasta el último día de mi vida. ¿Quién diría que sería tan pronto hijita? No estoy enojada con Dios, agradezco que la vida me haya dado tanto sin merecerlo. Me dio una maravillosa hija y un adorable esposo. Aunque no lo creas Sara, tu padre tiene un gran corazón, duro, pero es noble. No ha sabido lidiar con esto y dime, ¿quién puede luchar contra el desgarrador pensamiento de perder a un ser amado? Él es como un niño, no sabe cómo enfrentar esto y creo que a su manera es como lo ha estado haciendo – Sara le respondió si la manera correcta era la de evitar el dolor, dulcemente le respondió: Sara, Todas las personas somos distintas.

Sara le cuestionó cómo era posible que pudiera hacer tantas cosas sin que fuera reconocida:

Madre, ¿de dónde sacas la fuerza necesaria para atender todo esto? Para que no se caiga a pedazos. Yo no me siento capacitada para enfrentar esto, estoy cansada, molesta, fatigada. Apenas si tengo tiempo para mi, ni siquiera me doy tiempo para leer o hacer alguna actividad física, apenas recargo la cabeza en la almohada y caigo en un sueño profundo… después despierto en punto de las cuatro de la mañana y mentalmente organizo mi día. Me percato que no hay tiempo, es tan pesado madre.

Susana la miró, acarició su mano y le respondió que todo lo había hecho por amor a su familia. Su felicidad era verlos bien porque lo que realmente cuenta es aquello que te inunda el corazón:

Cuando yo muera, ¿quién será su refugio y fortaleza? ¿Es que no aprendieron nada?  Me duele saber que estén distanciados, que no abras tu corazón. Debes de hacerlo, para saber perdonar y vivir en paz.

Después de aquella plática los días pasaron rápido, al ver el calendario con sorpresa se percató que sería Navidad, Año Nuevo, y comenzaría Enero. En ese momento tenía aún la esperanza que su madre podría recuperarse, que habría un milagro y que los médicos se habían equivocado. El milagro ocurrió para Susana, por fin descanso de todo aquel dolor. 

Al volver a su presente el dolor fue tan profundo que se creyó en una pesadilla; su madre estaba muerta, no volvería a escucharla, no la abrazaría nunca más. Jamás volvería a pensar que su vida tan sólo era una estadía sin más problemas que el de resolver qué cocinar para la hora de la comida. La vida de su madre era más allá de eso; su madre fue la Navidad en dónde la escuchó reír a carcajadas, sin que le diera vergüenza. Aquella mujer que decidió pasar el resto de su vida a lado de un hombre con virtudes, defectos, manías y errores. Un hombre lleno de miedo que no supo enfrentar la enfermedad de su compañera de vida. Un hombre que se dejó consumir al amparo de su ego con tal de no ver la realidad que lo golpeaba de frente y sin pestañear.

IV

Al regresar del funeral, caminó directo a su habitación, empacó sus cosas, se dio un baño, se arregló. Entró por última vez al cuarto de su madre, abrió uno de las cajas de madera que guardaba celosamente en su armario. Cogió los álbumes y los guardó en su enorme bolso. Tomó el suéter que utilizó Susana en los últimos días de su vida, lo abrazó fuerte, lloró con tanta furia que deseo que todo el vecindario la escuchara. Bajó las escaleras, su padre aún no regresaba, entró a la cocina, guardó los platos, vasos y cubiertos secos. Lavó los tratos que la noche pasada se habían utilizado, limpio todo, barrió el piso, abrió las ventanas. Sacó la basura, y así por toda la casa fue levantando lo que no se encontraba en su lugar, justo como lo hubiera hecho su madre. Recorrió la sala que estaba acondicionada para su madre, cuando ésta ya no pudo subir las escaleras. Guardó los medicamentos, tiró cajas vacías, quitó las sábanas, el edredón, las mantas, las depositó en la lavadora. No pudo quitar la cama no porque no quisiera hacerlo sino porque era imposible por lo pesada que ésta era, así que se limitó a llamar a la agencia que les había alquilado la cama para que la recogieran lo antes posible, la cuenta hace tiempo estaba saldada. Todo estaba ordenado, estaba contenta por lo que había hecho, deseó escribirle una nota a su padre de despedida, ofrecerle todo su dolor y enojo, pero la contuvo el recuerdo de las últimas palabras de su madre.

Antes de que Susana se desmayara en el jardín, Sara cortaba algunas violetas y una que otra lavanda. Susana la miraba con amor, le pidió que se acercara, le rogó que se apresurara y dejara lo que estaba haciendo y le pusiera atención. Sara rápidamente se paró a su lado dándole las flores que había cortado para ella. El rostro de Susana lucía notoriamente ojeroso y pálido, su cuerpo era apenas una fina hoja que podría llevarse el viento. Sin embargo Sara había ganando algunos kilos, los postres habían hecho su labor.

“Pronto sólo lo tendrás a él. Le harás falta. Se harán falta. Se parecen tanto, ¿sabes? Él no es perfecto y sé que no es la persona que pensabas. No hay nada que tú sepas de tu padre que yo no conozca, nada.  Las personas no son aquello que nosotros pensamos que son pero es la vida que se eligió porque lo comprendes. La vida es dura, y solo pienso que te dejaré y me duele tanto no volver a estar entre ustedes. Quiero que seas feliz, si supiera que lo serás en este mismo momento moriría feliz. Quiero que ames, que seas tolerante y comprensiva, sólo así podrás alcanzar tu verdadera felicidad y que entiendas que no está en los demás encontrarla sino en ti misma”

Se abrazaron con amor, y Sara corrió como una niña a recolectar más flores. Así comenzó una nueva vida, una que jamás pensó que le dolería comenzar sin la belleza de su madre.

Sara deseó abandonar su casa, irse lejos y olvidarse de todo, alejarse de su padre, jamás perdonarlo por haber sido tan egoísta. Si él hubiera estado más tiempo a lado de ellas quizá hoy lo vería como siempre: intocable, único, nada habría cambiado.  Entendió que a puerta cerrada ellos se entendían, conversaban y en muchas ocasiones los escuchó reír, cantar, mirar películas, compartir alimentos, golosinas. Sonrió porque al final comprendió que su madre había sido una mujer que hace tiempo decidió construir su vida bajo sus propias normas hechas desde el corazón y el entendimiento. Ya no se lamentó por haber perdido tanto tiempo juzgando a su madre sino que ahora dio gracias por haber tenido la oportunidad de conocerla y de saber que la amaba más de lo que ella imaginaba, la admiraba por haber sido una mujer fuerte, dulce y valiente.

Escuchó cuando su padre llegó a la casa, cabizbajo, la saludó. No sintió pena por él, mucho menos enojo. Le preguntó si había comido algo, respondió que no tenía hambre. Sara tomó su bolsa y las llaves de su auto, él la miró con tristeza: ¿Ya te vas? – Sara le sonrió diciéndole: Vamos al vivero a comprar violetas. ¿Te parece si mañana mismo vamos temprano al cementerio a sembrarlas en el lugar en donde está mamá?  Él la miró con alegría y agradecimiento, respondiéndole que al siguiente día irían a sembrar violetas… Sara comprendió que su mamá tenía razón, ahora se tenían a ellos mismos y debían de apoyarse aún más cuando Sara retomara su vida. El legado de amor que Susana les heredó era infinito y eso es lo que realmente importaba, mantenerlo vivo.   

¡Gracias por la lectura, sean dichosos!

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