Orfeo y la contravida

Por Lenin Rojo Curiel

A menudo olvido que los dioses, héroes y demonios y todo un largo etcétera, entre el mal llamado mundo y sus figuras pasan entre nosotros todo el tiempo. Somos permeables a lo malo y lo bueno,  existe el libre albedrío, sólo para reconocer, lúcidamente, esa transposición de lo hermoso del amor y el horror de la traición.

Así se labra un destino a través del miedo o del valor. Y sacralizamos o banalizamos nuestra existencia, a nuestra propia costa. Jung nos advierte que la pregunta urgente es: ¿Qué mito estoy viviendo?

Mitificar la propia existencia parece a primera vista algo pretencioso y solemne. Pero puede ser, por el contrario, la justa distancia para tomar la propia vida y decidir hacia dónde queremos lanzarla.

Fija una meta, un propósito. Da un fundamento. La vida ha de vivirse a partir de esa emoción, esa es la actualidad del mito.

Orfeo es el seductor por excelencia, músico que con su cítara sabe decir los nombres de las cosas, y, por tanto, las Musas le murmuran el rumor de la memoria viva.  Así se explica que pueda aplacar con su canto tempestades, encantar animales, desviar ríos, hacer florecer a las plantas, hechizar a los hombres y a los dioses.

Con ese poder y su voz es naturalmente deseado y reclamado por muchas mujeres.  Un día conoce a la bella ninfa Eurídice, y los dos caen inmediatamente enamorados. Se casan. La cuestión es que el amor vuelve cada día más y más deseable a Eurídice y Aristeo la acosa. Este es un dios menor, encargado del cuidado y protección de las abejas.

Un día, el acoso la obliga a correr hacia un paraje que ella no conoce, y al intentar la huida una serpiente la muerde y muere. El dolor en Orfeo es inagotable, como él languidece también la naturaleza pierde su inspiración.

Desesperado decide sublevarse a su destino. Y se jura que si tiene algún poder, este debe servirle para recuperar a Eurídice. Viaja de día y de noche hasta encontrar la entrada al Hades, el reino de los dioses infernales. Y después de dominar con su canto a los guardianes del inframundo se presenta audazmente ante el propio Hades y con su dulce lamento logra conmoverlo.

Se le concede el regreso de su amada, pero con una condición. Ella lo seguirá como un fantasma –Eidolon– pero él no tiene permiso de voltear hacia atrás.  Es el largo y duro camino del ascenso.  Con una presencia constante e incierta. Y ya casi para llegar; en ese lugar donde más mata la duda que el desengaño, Orfeo voltea y ella desaparece. 

El hecho de haber cambiado la búsqueda personal- traer del inframundo a Eurídice- comprometiendo, el don divino de conmover al universo, merece un castigo. Al principio parece suficiente que Orfeo lamente la muerte irrevocable de su amada. Pero muy pronto van a aparecer las

Bacantes, mujeres tracias que habían sido desdeñadas en favor de la ninfa , y así, detestando la melancolía monótona de su canto, lo atacan y lo despedazan. Sólo su cabeza sobrevive al despedazamiento y no debemos olvidar que Orfeo es hemitheoi -mitad humano, mitad dios-. Entonces no puede morir.

Según yo, si la voz de una cabeza que no tiene cuerpo supone una palabra que sobrevive, y su resonancia es audible sólo como rumor, eso asegura que es una canción ranchera. Una canción de amor roto, de plenitud y ausencia, un dolor que viven los hombres, y con el que aprenden a morir.

A partir de ahora ese dolor es de hombres, sólo ellos mueren. Y ésta es la mejor manera de decirlo, el rumor de la cabeza trunca de Orfeo emociona a los hombres. Su canto fue idilio, y después de ser tragedia deviene en drama.

El hombre es así; sabe de cierto de su aspiración divina y a la vez no puede huir de su cuerpo. Si obedece a una tendencia se olvida de la otra. Y luego ésta aparece como destino. Este sabor y saber, es absolutamente humano y yo lo llamo el lugar de la envidia de Dios.

Es el lugar más personal del hombre. Su ventaja, su tiempo, su pecado inevitable, y el pago.

¿Y qué si Orfeo decide salvar a Eurídice a costa de su Don, y decide empeñar un universo, así como París bien vale una misa?

Así se condena al universo por un pecado de amor.

Cómo esto lo hemos hecho todos, se realiza el milagro de lo particular en lo general. ¡Oh paradoja divina! Que sólo el mezcal o el tequila y una voz que se desgarra nos explica la coherencia de lo humano.

Al final, en ese pequeño punto de lo personal que es la envidia de Dios, sólo puede resolverse en canto de hombres para hombres; si los dioses quieren escuchar, que callen y aprendan.

Cuaxoxoco, Tepoz, 3 /7/2025

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