Por: Julieta E. Libera Blas
La única cosa que no quería ser, era la de vivir la vida de mi madre…
One true thing, 1998.
Queridas y amables lectores.
Cuando la madre de Sara enfermó de cáncer, el mundo de ésta dio un giro inesperado. Una noticia que jamás pensó que llegaría a escuchar dentro de su pequeño mundo porque no había ningún antecedente en su familia, al menos no de parte de su abuela o de sus tías, mucho menos de su bisabuela. ¿Qué hacer contra este diagnóstico? ¿Gritar? ¿Salir huyendo para escapar de una realidad que golpea al rostro sin ni siquiera pestañear?
Sara se vio obligada a dejar su trabajo, dejar su departamento y volver a la casa de sus padres. Movimientos difíciles cuando se han extendido las alas y casi se toca el cielo. Cierra los ojos e intenta escapar de aquella realidad. ¿Por qué ella y por qué ahora? Justo cuando su carrera profesional va en avanzada. Si bien su noviazgo no es perfecto al menos tiene la libertad de ir y venir a su antojo. Su casa, no parece el museo perfecto y organizado que su madre desearía. Es práctica, ella no hace pasteles, ni cocina para hijos ni cambia pañales o revisa tareas. Lo desea, sí, pero prefiere andarse con cuidado, no sea que después de un tiempo se vea atrapada como lo está su madre. Entre quehaceres de la casa, atención al marido, su vida se ha quedado a un lado o al menos así Sara lo piensa.
Cuando Sara se instala de nuevo en su casa, la incomodidad le salta por los poros de la piel, se le nota a mil leguas; sus actividades se van reduciendo a atender a su madre, que si bien se vale por si misma, ya no puede hacer varias cosas debido a su condición. El dolor comienza a aumentar, ella la atiende pero con sus reservas. Por momentos piensa que exageraron su diagnóstico y se lamenta no estar en su trabajo, con su propia rutina. Sara venera a su padre, lo cree una pieza intocable. Su manera de ser, su profesión; a Sara le encantaría que ambos compartieran además del gusto por tener la misma profesión, la admiración. Sara se ha preguntado desde adolescente cómo era posible que su padre tan lleno de cualidades se haya casado con su madre. Una mujer ordinaria, con cierta capacidad comprensiva para atender algunos temas importantes para su padre. Su madre tan llena de vida, creativa y organizada. Tan hogareña y dedicada a sus hijos, a su educación. Días plenos en donde su madre en cada viaje le decía con ternura que mirara el cielo, y formara con las nubes rostros, formas o animalitos. Le contaba historias que con severidad Sara criticaba. Susana sabía que aquella rudeza se debía a la educación aportada por Alberto; no lo juzgaba pero sabía que no era adecuado que una niña no le viera el lado hermoso a la vida. Era fácil ser feliz, no era tan metódico cómo Alberto se lo hacía pensar a su hija. Durante la adolescencia de Sara, ésta se limitó a tener una relación cordial con su madre, no se entendían y no le importaba acercarse demasiado a ella, no porque su padre se lo pidiera sino pensaba, ¿qué podría aportar en su vida? ¿Recetas de cocina? ¿Organización de víveres? Prefería pasar de largo, su mundo era su padre Alberto, pues de él había heredado el gusto a la cultura, a la lectura, a su profesión.
Conforme pasaban los días Sara se percató del cómo su padre fingía que no pasaba nada con su madre. Evitaba hablar del tema, organizaba reuniones o salidas que su madre con mucho esfuerzo aceptaba. Sara recordó cómo una mañana su madre gritaba de dolor, el medicamento tardaba en hacer efecto y su padre, un poco angustiado y otro disgustado, se apresuró a decir que debía de marcharse porque su deber en el trabajo lo aguardaba. Susana, entre el hilo de aliento que le quedaba por el tremendo dolor que sentía, le rogó cancelar la cena que tendrían por la noche en aquel restaurante para festejar un año más de matrimonio. Él accedió, y se marchó. Por la noche, cuando Susana miraba tranquilamente la televisión al lado de hija, un fuerte jolgorio escuchó entrar a su casa, era su esposo que le había llevado una camareta para tocar sus arias predilectas. Además de eso, convenció al dueño del restaurante para que le llevaran el servicio hasta su casa. Sara disimuló alegría pero no comprendía cómo su padre no tuviera empatía hacia el estado de ánimo de su madre, hacia su dolor y aunque Susana se mostraba alegre de a poco la iba conociendo. Sabía que detrás de esa hermosa fachada, seguramente se preguntaba lo mismo que ella, ¿por qué no respeta su dolor, su enfermedad? Ese momento que pudo haber sido íntimo lo convirtió en un circo.
En aquellos meses que transcurrieron entre luz y sombras, Sara comenzó a mirar a su madre de una manera muy distinta. Se dio cuenta que era una mujer inteligente; sus amistades la buscaban por su tacto y comprensión. Por su capacidad de organización y de administración. Tenía talento para organizar desde una fiesta hasta una convención y hasta poder hablar durante horas dándole consejos a su hija y a quien se lo pidiera. Le alegraba saber que su madre era tan amada y protegida.
Algunas tardes leían soberbiamente algunas novelas, ambas las analizaban, las comentaban, hasta que se caldeaban en algunas ocasiones los ánimos. Jugaban juegos de mesa, miraban películas; Susana la invitaba a que la acompañara a la cocina para que le ayudara a hornear galletas o hacer algún pastel; al inicio Sara no se acercaba sino que se limitaba a verla a distancia. Le repetía que no estaba entre sus planes ser cocinera. Su mamá entre risas le indicaba qué y cómo preparar las cosas. Sin notarlo, Sara aprendió a cocinar, hornear pasteles, galletas y otras suculencias. De saber cocinar lo básico y la mayoría de las veces recurrir a pedir comida, se convirtió en una “bella cocinera” o al menos así lo pensaba Susana. Cercanas las fechas navideñas le expresó a su mamá que deseaba preparar la cena, Susana admirada aceptó sin chistar, Alberto la felicitó por aquella decisión aunque él hubiera preferido reservar en un buen restaurante.
Esa mañana se comenzó la labor en punto de las seis de la mañana; el menú: pavo relleno con frutas, salsa de champiñones, crema de queso, ensalada navideña, pasta con camarones a los finos quesos; horneó pan y en la mesa no faltó el queso y el vino, y como postre un delicioso pay de manzana el cual amaba Susana. Montó la mesa bajo las recomendaciones de su madre, del jardín cortó algunas flores, y a las seis de la tarde comenzaron el festín.
Alberto y Susana bajaron ataviados elegantemente, y al ver aquello se sorprendieron con jubilo, ambos la felicitaron. Susana estaba admirada y maravillada; su hija era tenaz, inteligente, al grado de poder hacer una cena navideña, así como de poder enfrentar a un malhechor en un juicio. Saborearon cada bocado, rieron por las ocurrencias de Sara, sintió cómo las invadía aquella nostalgia por la infancia. Miró a su mamá con tanto amor y admiración, lamentó no haber llegado antes a su vida. Susana recordó cuando siendo una niña, Sara corría por un sendero como un caballo desbocado hasta que se encontró con un pequeño rio, sin darle tiempo a nada, perdió el control y cayó de bruces. ¡Eras una niña tan alegre! Sara le respondió:
No tan amargada – le dijo a su madre tomándola de la mano, sintiendo cómo su corazón se estrujaba. Las lágrimas se apoderaron de ella, abrazó a su madre tan fuerte que hubiera querido detener el tiempo pero éste llevaba ventaja. Tembló al pensar que aquel abrazo podría ser el último que le daría en Navidad. Tomó aire, alzó la copa y brindó exclusivamente por su madre. Este año no lo haría por su padre, no lo llenaría de dádivas, mucho menos engalanaría su presencia como si éste fuese un dios. Este brindis era para su madre, a la que por fin se había dado la oportunidad de conocer y de amar. Su padre se limitó a pasar la noche con ellas, brindó exagerando lo delicioso que había cocinado, lo extraordinaria que era al haber tomado las riendas de la casa. Sobre exaltó las cualidades de su esposa, de lo que esperaba en el futuro para ellos y, ¿por qué no? De las cualidades que tenía como profesionista, padre y esposo.
Sara lo miró alterada preguntándose en qué momento su ego lo había devorado. En qué momento su madre había dejado de ser importante para convertirse en un accesorio encerrado dentro de una vitrina: intocable, invisible, inalcanzable. Sara se culpaba por haberla anulado de su vida. ¿Por qué pensó que su madre era una mujer la cual no podía tener una opinión inteligente? ¿En qué momento creyó que su madre era sólo una pobre ama de casa sin valor? ¿Por qué la juzgó de esa manera sin ni siquiera conocerla ni respetar su elección de vida? Ser madre, ser esposa, ser ama de casa, ser una mujer que eligió para bien o para mal, lo mejor de su vida.
II
La noche vieja pasó en calma pero en el aire flotaba cierta zozobra. En esa ocasión no preparó un gran festín, olvidadas las etiquetas pidieron pizzas, Susana tenía antojo desde hace tiempo. Se acompañaron con refresco, pastel de queso y helado. El brindis fue un silencio tan lleno de dolor, que al sonar la última campanada Sara no resistió más y llorando la abrazó con tanta fuerza que Susana se limitó a decirle: Te amo; te amo también madre. Lo sabía, le respondió dulcemente Susana.
Pasaron un par de semanas y la actitud de su padre era cada día peor, su falta de empatía, su desentendimiento. Deseaba reclamarle su ausencia, ¿por qué no podía darle el tiempo necesario a su madre? A lo realmente más importante que había tenido en su vida. No su trabajo, ni sus premios o la admiración que provocaba en otros. La mujer que había pasado años a su lado, la que entregó su vida y sus sueños, sí por elección no por obligación. La mujer que construyó a lado de él sueños ajenos. Una tarde lo espero fuera de su trabajo, lo miró por primera vez con lástima, él salía riendo acompañado con una de sus alumnas, deseó acercarse pero algo la detuvo, tal vez el amor que había descubierto en su madre, ese mundo que ahora miraba con respeto. Ese mundo ya no era inferior, ni le avergonzaba. Un mundo que ya no era mínimo sino infinito.
Regresó a su casa desanimada, al entrar encontró a Susana mirando una película, no se percató de su presencia. Sara deseó abrazarla, lamentó tanto tiempo perdido. Por la noche escuchó ruido en el estudio, sabía que era su padre, apresuradamente bajó para encontrarlo. La escena le revolvió el estómago, Alberto se encontraba leyendo plácidamente una novela, la miró de reojo y entre dientes le dijo: “Desde las seis de la mañana estoy despierto trabajando en los tribunales y en la escuela. Lo que quieras Sara, mañana” pero Sara se armó de valor y le preguntó con rudeza del por qué de su distanciamiento, de su ausencia, la simpleza con la que veía la enfermedad de su madre. ¿Entiendes que tu esposa se está muriendo? ¡Que es mi madre y se está muriendo! –fue inútil, ni siquiera dejó la lectura, no fue capaz de mirarle a la cara-. Sintió un dolor punzante en su alma, ¿Dónde había quedado aquel hombre venerado, admirado y respetado? ¡Dónde estaba ese padre amoroso, amable, cortés, dador de atenciones a su esposa! Se dio cuenta que no era más que un hombre común, lleno de errores, como cualquier otro ser humano y dolía más porque se trataba de su padre.
Esa noche no pudo dormir, el dolor estaba encarnado dentro de su alma. ¿Qué pasaría cuando su madre muriera? ¿Qué sería de ellos? – madre, ¿qué voy hacer sin ti? – y se le salía el llanto como un grito agónico, desesperado. Por la mañana desayunaron, Alberto hacía horas se había ido a trabajar y no volvería hasta la noche.
A media tarde salieron al jardín, el invierno aún cubría el cielo manso de la ciudad. El frio en las manos, las mejillas rozadas, las narices frías. Ambas reían como si contaran chistes o hicieran bromas y tan solo disfrutaban el tiempo. Sara se levantó a cortar algunas espigas, éstas se encontraban un poco congeladas. Las violetas plenas y vivas relucían con fulgor, pero las lavandas ya no eran rescatables. Se entristecieron por su mala suerte; Sara recuerda poco de aquel momento, sólo miró a la distancia cómo su madre se desvanecía, cayendo como plomo en el césped. Corrió desesperada hacia ella, no respondió. Intentó reanimarla sin éxito, sus manos temblaban. No sabe por cuánto tiempo pidió ayuda tan desgarradoramente que al reaccionar sus vecinos ya habían acudido a su auxilio. En seguida marcó al celular de su papá pero fue en vano, jamás atendió. Se llenó de impotencia, ira. Sentía que la ambulancia se tardaba eternidades, al llegar la examinaron, rápidamente la intubaron; el camino era como si no tuviera fin.
El sonido del monitor le causaba angustia, deseaba que el tiempo se detuviera, era una pesadilla. Al parecer el tiempo había exclamado el inminente fin pues su corazón iba y venía, no podían reestablecerla como lo deseaban. Ella apenas pudo responder que su mamá se encontraba en fase terminal de un agresivo cáncer. Al llegar al hospital escuchó al paramédico decirle al médico que se encontraba muy mal la paciente. Su rostro estaba pálido, sus manos heladas. ¿Estaba preparada para perderla? ¿Tan pronto? Miró con pena cómo la camilla se llevaba el cuerpo cansado de su madre, sabía que no la volvería a ver jamás.
Nota: Por su extensión, este relato se divide en dos partes, la conclusión aparecerá la próxima semana. ¡No te la pierdas!


