Por: Julieta Libera Blas
El olvido está lleno de memoria.
Mario Benedetti
Queridas lectoras y amables lectores:
Atesorar la memoria como piedra preciosa, guardar los momentos en un lugar privilegiado, gozar de ellos como si estuvieran sucediendo en ese momento, sonreír, llorar, reír o hasta sentir cómo aquel sentimiento aparentemente olvidado nos conmueve a tal grado que nos evoca desde el enojo, hasta la molestia o frustración. Somos un coctel de emociones que nos van construyendo desde el momento en que nacemos. Mi hermana recuerda el día que mi hermano, en aquel entonces, recién nacido, llegó a la casa en brazos de mi madre. El segundo hijo y varón, quien levaría el nombre de mi papá. Entonces mi hermana se negó a acercarse para conocerlo, su timidez y tal vez su miedo a ser desplazada, a que ya no lo amaran de la misma manera la invadió a tal grado que se negaba a conocer a aquel niño de ojos grandes negros que se limitaba a dormir, comer, llorar…hoy lo cuenta con una sonrisa en sus labios. Una sonrisa tímida, especial; la misma sonrisa un tanto distante pero de una belleza increíble. Es ahí donde guarda ese recuerdo, porque en ese mismo se encapsula la alegría de los juegos, las carcajadas, las travesuras, el llanto pero también la molestia y los enojos. Todo se encapsula en un mismo tono y es justo eso lo que nos reconstruye cada vez que nos sentimos abatidos y necesitamos del amor de aquellos momentos que nos hicieron ser únicos y especiales.
I
Recuerdo con ternura el día que mi querida madre me llevó la primera vez a la maternal. El colegio se encontraba a unas cuadras de mi casa y en ese mismo lugar mis hermanos cursaban ya la primaria. Sería afortunada porque no estaría sola, conviviría con mi hermano y mi hermana. Sería feliz… aquella mañana, mi entrada era a las nueve de la mañana. Mis papás me compraron un vestidito rojo, de lado izquierdo del vestido una niña acompañada de un perrito tomando unos globos lucía hermosamente tejida. Mamá me puso unas medias blancas y zapatos de charol negro. Mi peinado era una colita de caballo con un fleco coqueto. Mi lonchera rosa con dos sujetadores blancos. Al llegar, mamá se despidió de mi, me abrazó con ternura. Un vuelco al estómago se apoderó de mí. El llanto incontrolable no me abandonó por un instante, mamá intentaba consolarme al ver que no quería quedarme en ese lugar que me parecía enorme, inhóspito, hasta lúgubre. No veía a mis hermanos por ningún lugar y hasta ese momento me di cuenta que no los vería porque ellos tenían otros horarios. Ellos estaban en la primaria y yo en la maternal. Mi llanto se convirtió en una súplica que me acompañó por años: “¡No me dejes mamá!” “Llévame contigo porque vas a estar solita.” Nada dio resultado, mamá limpió mis lágrimas con su chal que ahora yo con total amor conservo. De su llavero quitó una gatita llamada “Hello Kitty” de color rojo que a mi me encantaba y que ignoraba el monstruo comercial que era – a los dos años con meses se desconocen esos detalles. Con los años me convertí en coleccionista de esa gatita que me dejó la maravilla de ese recuerdo. Me dio la bendición, me tranquilicé y la “maestra Normita” me dio la mano para acompañarla a la que sería mi aula. Colegio que se convirtió en un infierno emocional, en una prisión de recuerdos que aún no se han borrado como mi memoria lo desearía.
Los recuerdos está hechos de eso, alguna vez mi madre me lo hizo escribir en una servilleta cuando lloraba por mi primer amor. Un amor que no fue fugaz sino que permaneció intocable a pesar del tiempo.
La memoria, sin entrar en campos científicos, es aquella que acunamos para nuestro bien o para nuestro mal. Para abrazarnos o para liquidarnos. Pero, ¿qué pasa cuando un día el cerebro decide “resetearse”?
II
Una mañana Emma, mientras tomaba el desayuno con su madre, sintió que algo no andaba bien. Una emoción de agobio, ansiedad y una tremenda tristeza le iba devorando cada milímetro de su ser. Similar a una implosión, alrededor caen moribundos cada uno de los recuerdos que se encontraban en un lugar preciso de la memoria y del corazón. No podía hablar sin tener la necesidad de creer que se encontraba en una década muy distinta a la actual. Las letras se le confunden entre sí, bailan desaforadamente, estallan a carcajadas, se detienen y no encuentran forma ni sonido. Todo en ella es un caos, una columna que desde arriba va cayendo y sólo va dejando escombros, unos que no deseas que se destruyan. Algo en el interior de Emma, se apresura a recogerlos para guardarlos en una lugar poco visible. Desde ese momento la mayoría de sus recuerdos se han ido. Es similar a la estela de un cometa que se va disolviendo de a poco. Así que Emma decidió seguirlos para abrazarlos y no soltarlos.
III
Abril se encuentra sentada en la mesa de una cafetería tomando un delicioso café capuchino. Su mejor amiga come con harto gusto una rebanada de pastel de queso, acompañándolo por una deliciosa malteada. ¡Demasiada azúcar! – refunfuña Abril. ¡Debes de cuidarte, a tu edad de riesgo ya sería misericordioso de tu parte darle esa gracia a tu cuerpo! – ambas ríen a carcajadas porque Abril se levanta a fumarse un cigarro. Charlan de sus respectivas parejas pero Alma se concentra más en su hijo. Le preocupa su futuro, su vida y aunque está consciente que él es dueño absoluto de su vida, como madre no deja de angustiarla el pensamiento catastrófico si equivoca el camino. Abril la escucha atenta, simpática, cuestionable. Ella no tiene hijos, hubiera deseado tenerlos. De pronto una angustia se apodera de Abril, un sudor frio recorre su cuerpo, se marea, se elevan los latidos de su corazón. Algo estalla dentro de ella, lo siente, un estruendo la abraza y le pide a Alma que le repita lo que acaba de decir porque extrañamente no lo recuerda. Es como sentir un vacío, como si algo hubiera perdido – Alma la mira preocupada y le pide que vaya al médico pero Abril no lo hace hasta mucho tiempo después.
Resulta que a partir de ese día Abril se ha perdido más de una vez manejando, no ha podido llegar a la universidad sin al menos no detenerse una vez porque pierde el espacio y el tiempo y llena de angustia le habla por teléfono a su madre o su amiga Alma para que le recuerde adónde se dirige y por qué. Con el tiempo deja de manejar, la llena de miedo matarse mientras conduce o provocar un accidente.
Abril no recuerda de a bien los encargos que le hace su madre, o su novio o su familia en general. Se le olvidan constantemente las palabras y algunos detalles que tiempo atrás recordaba a la perfección. Olvida hacer pagos, hablar con sus amistades más cercanas. Algunas personas a las que consideraba amistades las ha abandonado, no por falta de cariño sino que simplemente no las ubica del todo dentro de su vida. Últimamente le ha dado por ver los álbumes fotográficos, y ahí se mira sonriente, con su novio, sus amigos y su familia pero no ubica en dónde o cuándo fue tomada la foto. No reconoce a esa mujer, es como si hubiera desaparecido, como si jamás hubiera existido. Sólo ve ese tiempo como una sombra de lo que algún día fue. Se llena de tristeza, pero tiene fe que en algún momento de su vida la memoria se reseteará nuevamente y le devolverá todo aquello que le arrebataron.
IV
Desde el día que comenzó sus quimioterapias, Anna ha pasado de tener una excelente memoria, a perder las horas de la nada. Sus amistades han pensando seriamente que el tratamiento agresivo ha causado todo ese calvario porque en menos de cinco minutos o un día, Anna no recuerda nada. Su esposo aliviado expresa que es preferible que se le olviden las cosas a cargar con aquella enfermedad que de no haberla descubierto a tiempo, hoy estaría muerta. Olvida cosas tan sencillas como las conversaciones con su cuñada o con sus hijos. Olvida recados y actividades que antes eran sencillas hoy son las más complicadas. Se cansa demasiado rápido, duerme por tiempos indefinidos, tiene “fiaca” y así lo expresa cada vez que puede y quiere.
Le deben de repetir más de una vez las cosas, se las deben de recordar cada día más. No lo hago por mala –Anna se los dice llorando a sus hijos-. Pero ellos se molestan por su desmemoria hasta que caen en la cuenta que su madre ya es una adulta que sufrió un tratamiento agresivo para curarse y vivir un poquito más. A su marido le preocupa su desmemoria, hoy sabe que no es normal. Pero agradece que aquello ya no lo cargue en su organismo aunque lamenta que su memoria ya no sea aquella envidiable. Una memoria que recordaba colores, sabores, momentos, ciudades, capitales, nombres, horas, fechas y un largo etcétera. Deberé de acostumbrarme, Anna lo dice suspirando; un suspiro que provoca que duela el alma.
V
¿Quién podría acostumbrarse a perder sus recuerdos? ¿Quién podría decir que todo marcha bien cuando la persona afectada se siente navegar en los rincones profundos de un vacío infinito? ¿Quién podría no llorar al ver que otro se le olvida tu rostro, su rostro, sus horas? La vida es pausada cuando miras cómo tu memoria va desvariando, el cómo sutilmente todo se convierte en una nube de nada. En donde la vida antes florecía ahora sólo es un campo desierto. La polvareda jamás termina, irrita los ojos, enfría el cuerpo, limita capacidades, arroja llanto, quiebra la capacidad casi todo, como el de retener cualquier información porque ni la agenda sirve demasiado porque la mayoría de las veces se les olvida revisarla. Depender de otra persona se va haciendo intolerable, desgastante, y como dirían los médicos: No sólo para los pacientes sino también para los cuidadores.
La vida cambia y se va decolorando hasta que queda en grises, sólo la música, o ciertos aromas puede reavivarte pero jamás vuelven. Nunca más nada es como antes porque quizá ese “antes” fue mejor o tal vez no.
VI
Alonso le preguntó a Silvia durante la sesión:
¿Qué deseas olvidar con tanto fervor al grado de necesitar borrar cada uno de tus recuerdos? – Silvia se quedó callada mientras pensaba en la respuesta. Escudriñó cada palabra sin poder articular. Se le saltaron las lágrimas enjugándose la tristeza, mientras sus manos estrujaban un cojín terapéutico en forma de caramelo. Alcanzó a decir entre dientes: ¿Qué deseo olvidar? No pudo contestar pero en cada sesión sentía cómo se desbarataba su alma y cómo sus respuestas se limitaban a nada, a sólo sentir vacío y silencio. Un silencio aterrador, un lugar inhóspito del que casi nadie regresa.
VII
La memoria, los recuerdos, las gratitudes de la vida pero también el dolor de la gracia de no encontrarla de nuevo. Todo, absolutamente todo es un tesoro invaluable que al irse perdiendo ya sea por la edad o por enfermedad, nos conmina a un duelo inacabable, que de tan infinito nos provoca escribir para que no se pierda del todo aquello que nos abrazo un día el alma.
¡Gracias por la lectura, sean dichosos!


