Por Marco Antonio Guerrero Hernández
En mi casa nunca hubo un día del padre, porque mi papá siempre estuvo presente, esa fecha no era tan importante para él. Mi madre decía que no hay un día especial para festejar al buen hombre, al esposo amado y al padre ejemplar. Al proveedor y quién brinda solución a los problemas domésticos. Yo miraba a mi papá con cierto miedo porque era muy exigente a la hora de revisar mi desempeño escolar. Sabía poner mano dura cuando era la ocasión de hacerlo. No me permitía ir a fiestas o salir de noche. Lo habitual era quedarse en casa a hacer la tarea, estudiar para el siguiente examen o ver televisión si los deberes habían terminado.
Los fines de semana no eran tan diferentes. Después de acabar con los pendientes me daba permiso para ir a jugar fútbol con los amigos de la cuadra o conectar la consola de videojuegos. Muchas veces me quejé de que era un «viejo amargado», «hombre anticuado», también opinaba que él no disfrutó la vida y por eso nos quería a todos adentro.
A cuentagotas nos contaba anécdotas de su vida en el campo y lo difícil que es levantarse a las cuatro de la mañana para alimentar al ganado, para después ir a la parcela a hacer surcos en la tierra y preparar todo para la siembra. Cuando la tierra ha dado frutos. Lo complicado que es cargar la cosecha a la espalda.
Después de esa etapa campirana, llegar a la cuidad a ganarse la vida entre albañiles y cargadores. No, nosotros no sabíamos de eso y preferimos reír antes que escuchar. La juventud es una enfermedad que se cura con el tiempo.
Hoy en día mi papá ya no está con nosotros.
A veces pienso en él y recuerdo con alegría esos días dónde a través de sus vivencias nos compartía un pedacito de él. Por momentos me arrepiento de no haberle puesto más atención.
No tuve hijos porque entendí que jamás seré como mi padre. Hoy entiendo cada regaño y cada castigo porque me ha dado el regalo más grande de todos: estructura y disciplina. Esas cualidades son difíciles de encontrar y más aún son complicadas de valorar cuando te las imparten. Hoy miro tu foto «mi viejo amargado» y me preguntó ¿Porqué no duraste más?
II
Maribel era una muchacha sencilla que estudiaba psicología en la universidad. Pasaba todos los días a comprar algunas cosas en la tienda de mi mamá. Cuando la veía se detenía el tiempo, pero al darse cuenta mi mamá me arrojaba cualquier objeto directo a la cabeza.
-¡Niño deja de estar de baboso! Tú eres un chamaco de secundaria y ella ya va a la universidad. ¿Crees que ella se fijaría en un chamaco caguengue como tú? Deja de pensar en pendejadas y mejor ponte a estudiar.
Me espetaba mi madre, cuando me sentaba a hacer la tarea mientras ella despachaba en su negocio.
Yo tenía trece años, cursaba el segundo año de secundaria. Soñaba con ser científico y encontrar la manera de detener el tiempo para que aquella chica morena de cabellos rizados fuera mi novia. Idea que se me pasaba al cabo de un rato.
Me iba a jugar con mis amigos. Siempre desprecié el fútbol, pensaba en un montón de imbéciles corriendo como locos detrás de una pelota sin sentido. Me incliné por el baloncesto y el rugby, esos son deportes «para hombres» pensaba.
Pasaron los años y yo seguí con mis estudios, ingresé a la preparatoria con notas regulares. No era el mejor de los alumnos, pero trataba de hacer lo mejor que podía. Estaba llamado a ser «el hombre de la casa» ya que mi padre había dejado a mi mamá con tres hijos varones y una niña. Dejó a mi mamá por una mujer veinte años menor que él diciéndole a mi progenitora que la estaba cambiando por una mujer de verdad. Eso me generó un sentimiento de odio hacia mi padre. Le di un significado poco común a la lealtad y luchaba hombro a hombro con mi mamá para sacar adelante a mis hermanos. Por esos tiempos volví a ver a Maribel. Ya no era la misma, su sonrisa se había borrado, su rostro pálido y con señales de un embarazo en puerta.
Pasó a la tienda de mi mamá y llorando le dijo que no había seguido estudiando porque se enamoró de un tipo que era policía, le prometió boda y una casa pero cuando ella le dio la noticia de su embarazo, él le soltó la bomba: estaba casado y no iba a dejar a su esposa por una calentura. Además puso en duda su paternidad y se fue dejándola sola con todo lo que implica.
Yo en silencio maldecía al tipo. Escuchaba la triste confesión de Maribel y me salió del alma decirle algo:
-No te preocupes. Yo estoy estudiando para que un día me pueda casar contigo.
Entre sus penas le pude sacar una sonrisa. Y me contestó:
-Pero tú estás muy chiquito para mí.
Eso me molestó y me metí a mi cuarto a preparar mi uniforme para ir a la escuela. Decidí olvidarme de ella y me dedique a mis ocupaciones.
Después de la preparatoria aplique a un programa universitario de basquetbol en Estados Unidos. Con mucho sacrificio obtuve la beca y me fui a estudiar a Los Ángeles, California. Después de unos años complicados aprendí inglés y al salir de la universidad graduado como físico cuántico, me dieron trabajo en el campus y pude ayudar a mi familia. Unos años después pude tramitar documentos y traerlos a vivir aquí. Le cumplí la promesa a mi mamá.
Hoy soy el hombre de la casa. No me he querido casar. No quiero fallar como padre bien sé que no lo haría.
Durante una visita a México supe que Maribel aún vivía en el vecindario. Trató de conseguir un esposo sin éxito, ahora vive sola con sus cinco hijos. Me dijo que hubo un tiempo en el que me había estado esperando. Le sonreí. Sé que yo hubiera sido un buen marido para ella. Pero a veces el tiempo es un animal perverso que juega con nosotros…


