Por Marco Antonio Guerrero Hernández.
¿Cuántas veces podemos morir? Físicamente solo una, pero a través de la vida hay episodios que marcan un antes y un después. Un acontecimiento que retumba en las entrañas y genera arte, descomposición o ambas en todos los sentidos.
II
-Estoy contigo, pero me siento sola.
Fue una sentencia lapidaria. Él tomó la poca dignidad que le quedaba y se marchó para siempre. Al llegar a casa recolectó todas las cosas que le recordaban a ella: la chamarra que era un obsequio por el día del amor de dos años antes, cartas, libros, recados pegados en la puerta del refrigerador. Fotos y los boletos de cada concierto al que asistieron ambos. Discos que escuchaban juntos cuando frente a la televisión conectaban la consola de videojuegos. Todo lo tiró al piso. Fue hasta su auto, sacó un bidón de gasolina para rociar las cosas. Después de tomar la distancia necesaria, encendió un cigarro y le prendió fuego a todo, formándose una gran pira que él observaba arder mientras fumaba.
Esa noche murió el amor, uno que ya estaba dando patadas de ahogado. Mientras veía la materia arder, empezó a rasguear si guitarra. Se moría el amor y nacía la música…
III
El padre de Daniel tenía una afección cardíaca crónica ya diagnosticada. Los doctores pidieron extremar cuidados y esperar porque su mal era un padecimiento impredecible. Así que después de años de no hablarse por diferencias políticas e ideológicas Daniel volvió a casa a reconciliarse con su progenitor. Eran las cuatro de la madrugada y seguían hablando. Parecía que discutían, pero no era así; ambos tenían la voz firme y la determinación de un león al acecho. Durante mucho tiempo ambos lo negaban, eran tan parecidos de temperamento que al tratar de ser dos fuerzas opuestas esa noche se dieron cuenta de que eran más similares de los que ambos confesaban. El padre había sido boxeador amateur en sus años de juventud. Daniel lo intentó como profesional, el gusto le duró dos peleas antes de bajar del cuadrilátero semi noqueado y con la nariz sangrante. Aquella noche en casa de su padre salieron los reclamos mutuos.
-¿Por qué no aguantaste si lo tenías todo? Preguntaba el padre.
Y Daniel respondo:
– Por la misma razón por la que tú no pasaste al ambiente profesional.
Entre reproches y lamentos, el anciano le dijo a Daniel:
– Con setenta y cinco años aún te podría dar una lección chamaco pendejo.
Daniel con treinta años de edad respondió con sorna.
– Me la darías si por lo menos pudieras ponerte los guantes.
Eso indignó al hombre mayor que sin dudarlo aceptó el reto. Fue a su habitación, se puso el vendaje que ya le lastimaba las manos y sacó un par de guantes viejos de su clóset, se los puso como pudo, se quitó la camisa mientras esperaba que Daniel se acomodará. El ring era ahí mismo en el patio de la casa ante la mirada atónita de la mamá del joven. Ella no lo impidió.
Daniel se movía por todo el frente haciendo movimientos exagerados. El padre se quedó sereno, observaba como una serpiente esperando el error de su presa. Hasta que sucedió. Daniel tiro un jab mal ejecutado, su padre al ver la mala técnica con un movimiento diagonal y pausado pudo evadir el impacto y libero de su puño izquierdo un gancho a la cara que derribó a su hijo con un solo impacto. Daniel, arrogante como siempre trató de justificar su yerro.
-Me tiraste porque te di chance.
Aunque la verdad era que joven estaba siendo superado por un anciano y que con un solo movimiento lo mandó a «besar la lona».
Tres días después el señor falleció, su corazón no soporto el esfuerzo. Ambos lo sabían pero era la mejor y la última instancia en la que podían arreglar sus diferencias.
Después del funeral. Daniel regresó al entrenamiento profesional y pudo conseguir una pelea. Ese sería el punto de partida ya que después aquella noche vinieron treinta peleas y volvería a caer noqueado.
IV
Crecí en un barrio pobre a las orillas de la ciudad, en la casa de la abuela, dónde vivían también los hermanos de mi madre con sus familias; yo salía a jugar con mis primos. Después de muchos problemas domésticos y de peleas de niños que terminan en discusiones de adultos mi padre decidió por lo sano que era momento de conseguir un espacio solo para él, mi madre y mi hermano menor.
Consiguió un terreno en una zona rural, alejada del progreso y hasta cierto punto muy lejos de la modernidad. Cuando llegamos a vivir aquí había ranchos con vacas, puercos y gallinas. Las calles eran improvisadas veredas hechas a pie entre la maleza del monte. Ir a la escuela era una proeza de dos kilómetros a pie y veinte minutos. Ahí en esa primaria tuve mi primer contacto con la música rock. En específico con ese sonido sucio y grasoso de las calles de los municipios más pobres del país. Donde personajes de cabello largo y aretes portaban guitarras eléctricas para darle vida a los relatos de la calle. Así pude conocer a distintas agrupaciones con tintes de urbanismo, técnica vocal rupestre pero con muchas ganas de salir adelante y hacer visible está zona del país. Ese rock «folclórico» y primitivo que coqueteaba con el blues más desnudo de Nueva Orleans. Ahí justo en ese momento, mi primer instrumento -la guitarra- me robó el corazón.
Hace unos días el vocalista de una de esas bandas falleció, a pesar de que hoy en día, al ser un músico de conservatorio y no gustar tanto ya de esos estilos, sentí la nostalgia de ver morir a un cantante que de niño me influenció y me inspiró al camino de la música, porque muchas veces muere el hombre y lo que lo define son las lecciones que deja. El hecho de que un pensamiento personal de convierta en una idea universal.
«Voy recorriendo todo un camino de experiencias, de hambres y desolación; más no me importa esta vida, la vivo como venga, esa es mi determinación. Voy exponiendo mi vida con tanta frecuencia en caminos de perdición. Trompeando el tren y ponchando un cigarro, burlando voy la migración…»
Hasta siempre David Lerma «Guadaña» líder y vocalista de Banda Bostik.


