Una linda morenita

Por Marco Antonio Guerrero Hernández

Sentado en mi habitación en un día de las madres observaba la lluvia desde la ventana. Mientras un aroma  llegó desde la cocina: era de café de olla adicionado con canela.

Eso me hizo recordar a la abuela Alicia con su voz firme y su mirada tierna, luchado contra mi miedo a los relámpagos.

Durante gran parte de su vida el “Día de las Madres» era una fecha común, no había flores o felicitaciones, era un día como cualquiera. Se levantaba a primera hora no sin antes elevar una plegaria matinal. Después de tender su cama, tomaba su bote de agua «serenada» para darse una ducha atrás de la puerta, antes de que todos se despertaran. Acto seguido iniciaba con la preparación del desayuno. Un desayuno precario pero preparado desde el fondo del corazón de una madre amorosa. Café de olla con canela, un pedazo de pan y un huevo frito. Después de terminar, sus hijos se marchaban al trabajo y ella quedaba al cuidado de sus nietos a quienes mandaba a jugar con un triciclo viejo y una pelota para patear mientras ella lavaba los trastes y echaba a remojar la ropa en el lavadero.

Con tantas ocupaciones no le daba tiempo de observar un calendario.

Ella media los días con sonrisas que le daban sus nietos; un montón de niños corriendo y gritando por todo el patio. Eso le hacía ligero el día, su única distracción llegaba por las noches, después de servir la cena y lavar los platos, se retiraba a su habitación a ver la telenovela del horario estelar mientras prendía un cigarro. Después de acabar el melodrama, ella y Manuel -su esposo- se quedaban viendo el noticiero, antes de ir a dormir Alicia se lavaba los dientes y amarraba su cabello en una trenza. Se hincaba al borde de su cama para una última oración y dar gracias a Dios por un día más de vida.

Recordé a mi abuelita Alicia este  diez de mayo. Llovió y ella estaba en las gotas que caían del cielo.

Yo no hago plegarias matutinas o nocturnas, a pesar de que ella ya no está, nunca me ha abandonado. Ocasionalmente me habla a través del aroma del café, del humo de un cigarro o va conmigo a la cocina mientras me preparo para cenar.

Alicia se fue hace casi veinticinco años. Hay días que la extraño un poco más, cuando eso pasa desempolvo el toca discos y pongo un acetato de los mejores boleros de la época de su juventud. Ella habla conmigo cuando estoy tarareando una melodía o cuando sale el sol después de la lluvia. Ella viene a verme, nadie lo sabe, es nuestro secreto. Entre discos viejos me cuenta episodios de su vida, de repente me regaña por haber dejado de profesar la fe que ella me enseñó. Yo trato de explicarle que cuando ella se fue me pareció muy injusta su partida porque aún me hacía mucha falta. Ella pone su dedo sobre mis labios para callarme y me dice:

-Estoy aquí «mijo» y me vas a encontrar cada vez que recites la oración que te enseñé.

II

Un año antes de que partiera Alicia pudo festejar su cumpleaños con todos sus hijos y sus nietos presentes, una gran comida y los mariachis cantando.

Algunos de sus hijos ya sabían que su frágil estado de salud se estaba agravando y decidieron regalarle una última alegría, fuimos convocados al festejo todos los hijos y los nietos, hicimos una fiesta grande y ruidosa para homenajear a nuestra gran matriarca. Cuando se acabaron los mariachis, prendieron el tocadiscos, la fricción de la aguja con la superficie del disco es un sonido que me hace viajar en el tiempo. Me acerque a ella con una taza de café en la mano y ella me pidió acompañarla en su canción favorita.

«Conocí a una linda morenita y la quise mucho…»

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