Por: Julieta E. Libera Blas
Observó su cuarto por última vez y sintió como si todos los recuerdos le arremolinaran el alma. Miró cada rincón de su presencia dentro de éste; los momentos alegres y los que no lo fueron tanto. Sonrió tranquilamente y supo en ese instante que todo estaría bien. Sabía que vivía entre fantasmas pero jamás se permitió enfrentarlos, hasta que deseó con toda su alma correr hacia un infinito cálido y real. Antes de salir de aquel cuarto, quiso asegurarse de que no dejaba nada, pero al intentar cerrar el ventanal de sus madrugadas tropezó con una caja hermosa de madera. Se apresuró a abrirla y para sorpresa suya encontró dentro de ella un tesoro invaluable. Su vida escrita en papel blanco, azul y amarillo. Sobres del banco, papel reciclado. Fotos, servilletas. Toda una vida escrita en puño y letra con tinta negra y azul.
– Julieta Libera
Queridas y amables lectores:
Las cartas que jamás enviamos se convierten en esos tesoros invaluables. Se transforman en diarios íntimos y eternos. Algunas veces terminan en una caja libre de nuestra presencia y del polvo. Del jamás y del quizá. Resulta que el olvido se convierte en su mejor amigo, en su sacerdote y bajo confesión jamás dirá nada a nadie, ni siquiera a quien las encuentre por error o por suerte – siempre y cuando no incluyan nombre – viven dentro del recuerdo de ningún tiempo-. Cuando nos reencontramos con ellas nos da curiosidad y las abrimos, echamos a reír; algunas veces terminan en el cesto de la basura porque es momento de forjar una nueva aventura y ellas, no están invitadas a esa nueva realidad. Sabemos el porqué se encuentran en el patio trasero de la memoria, quizá el miedo nos paralizó y decidimos no enviar nada y guardamos la esperanza para otra ocasión. Tal vez esperamos una mañana soleada, una tarde lluviosa. Pensamos en un ramo de rosas, un café bien cargado, un té de manzanilla. Buscamos la mirada perfecta, el silencio que anuncia el beso próximo, la caricia eterna. Buscamos una señal que sea la apropiada para fortalecer nuestra alma, para acercarnos a ese amor que nos contagie de belleza para que alimente nuestro espíritu. Sin embargo, lo dejamos para otro día, la semana próxima, el mes de su cumpleaños, el mejor año, y el tiempo se va, y jamás vuelve.
Las cartas que jamás enviamos están fechadas y escritas con furia y amor. Con aprecio y remordimiento. Con deseo y pasión. Llevan consigo una carga exagerada de adrenalina dispuesta a dar la vida misma o dejar de lado la cursilería para dar un tiro certero a la ilusión para quebrarlo todo por nuestro bien y el de esa persona. Las cartas que no enviamos huyen de la falsedad, se hacen por sí misma, no omiten sentimientos y tampoco crean fantasías para armar un cuento y contarlo con plena lucidez en un campo minado de estrellas que son infinitamente bellas. Esas cartas que hicieron que nos desahogáramos en un momento en que el corazón ya no pudo más y deseó no soltar esa mano tersa, fuerte y suave. Sin embargo tuvimos que decir adiós.
Adiós porque la vida cambia y el corazón suele mirar a otros horizontes que quizá son mejores al que vivimos porque el amor no es descomunal o ha llegado a su fin y no encontramos las palabras precisas para dar ese paso final – ¿por qué es tan difícil decir adiós de frente? – las palabras son el bálsamo perfecto para reflejar nuestros sentimientos, por más fieros que estos sean.
Ahí están nuestras cartas guardadas dentro del buzón de nuestro corazón, esperando a que apresemos una pluma y un papel para desbordar cada uno de nuestros sentimientos sin pestañear. Juzgando, evaluando, recordando, sonriendo, sin permitir rendirnos ante la madrugada o la tarde soleada de un parpadear, por el temor a que ese valor se evapore y no regrese. Cartas guardadas en las “notas” de nuestro teléfono celular, todo se encuentra ahí, dentro de la memoria. Ni una palabra hermosa se nos escapará, todo está dicho y casi hecho. No dejaremos que se vayan las palabras, no como las figuras que se forman en las nubes y se van diluyendo como azúcar en el café. No, esta vez, no se irán, porque no permitiremos que el bello sueño de la declaración de amor, que seguramente nos hará dichosos, o de la despedida que dará punto final a nuestro profundo desamor, a la terrible puesta de escena que nosotros montamos, se borre. Porque el tiempo pasa y suele suceder que la vida es un suspiro y dentro de éste, las personas también se van y cambian de amores, porque no creo que nadie esté dispuesto a vivir dentro de la desdicha de un amor que no existe más.
Nuestras cartas eternamente almacenadas en un olvido desesperadamente imborrable. Avispero que duele sobre la piel. Cupido que no pierde el tiempo y un Anteros que nos quema el deseo día a día, noche a noche.
Escribir una carta, por breve que sea, es una marejada de sentimientos que se niegan a sucumbir. Es la negación constante a un rechazo, el miedo que nos lleva a la ironía, al sarcasmo. La alegría que de tan emotiva nos lleva a las lágrimas y nos hacen tejer la mejor historia de amor jamás narrada por nadie.
“De hecho, estoy muy preocupado, mi amor, por no recibir ninguna noticia de usted; escríbame rápidamente sus páginas, páginas llenas de cosas agradables que llenarán mi corazón de las sensaciones más placenteras”
– Napoleón Bonaparte.
Escribir un adiós, en silencio, con calma, sin reclamos, ni lágrimas. El fin de la obra, la caída del telón, el último aplauso. Solo es despojar al alma y arrancar de nuestra vida ese amor que ya no es nada; solo es una cubierta de polvo de recuerdos, las ofensas reunidas en un punto y coma. Las risas envueltas en un papel celofán. El destino que cambia, similar a un punto y aparte. La tristeza de ya no ver jamás esos ojos limpios y claros, solo nos queda despedirnos de esas comillas que le lucen formidable alrededor de ellos; las que nos hacían ver la vida de una manera precisa.
La vida cambia como el semáforo que hostiga con su luz roja en pleno rayo de Sol y no nos hace soñar y nos permite razonar que después de todo, no es tan malo escribir una carta.
Las cartas que yo escribí
Algunas se quedaron en varias cajas perdiéndose entre otras cientos de letras cobardes como yo. Nunca las envíe, solo fue el suspiro de una rabieta por el enojo de saberte despojada de tus más sinceros sentimientos. Todas las cartas deberían de enviarse, los discos compactos que se grabaron y jamás se entregaron. La nota del día que se escribió para alguien y no la “posteamos” por ilusos, cobardes o lo que sea. La canción que se cantó y se grabó en plena borrachera y nunca se entregó. Se deberían de entregar esos poemas que se hicieron en las bohemias para esos labios rojos, y esa silueta perfecta, para ese nombre que nos hace vibrar así como su presencia que nos hace temblar y sentir las maravillosas mariposas del amor dentro del estomago y del corazón. Todo se debería de entregar, hasta los boletos de cine de la primera cita, la servilleta en la que escribimos sin querer su nombre. La fotografía mental, esa, que desgraciadamente no se puede imprimir. Todo es único y es verdadero. Todo en menor y mayor medida – quiero creer que nadie puede vivir en medio de un falso sentimiento, quiero creerlo con todas mis fuerzas – las cartas que escribimos con todo nuestro corazón, dolor y rabia deberían de ver la luz, gozar de la vida, de calidez y hasta de su desprecio.
Pero entre todas las cosas tienen algo importante dentro de ellas ¿saben lo que es? Un pedacito de lo más importante que tenemos, lo mejor de todo: nuestra vida – y al parecer nuestra vida merece exponer sus más sinceros sentimientos a esa persona, porque a pesar de cualquier cosa, buena o mala, con o sin el corazón roto, la felicidad que nos dejan es eso: un tesoro invaluable que no merece ser guardado entre el polvo y el olvido, hasta que alguien por error o por suerte las encuentre o nuestra mudanza hacia una nueva vida nos permita mirarlas, leerlas, sentir una vez más esa ferviente sensación de haber tejido una historia que jamás tuvo una conclusión por suerte o desgracia. Quizá al estar así guardadas también sea signo de superación o desahogo, y es válido. Pero insisto, deberían todas entregarse y si la otra parte se deshace de ellas o las guarda, es opcional. Nadie puede vivir entre recuerdos – desháganse de sus cartas, pero si las guardan y las encuentran en el sitio menos indicado léanlas con suma seriedad para después dejarse golpear el corazón, luego déjenlas dormir y descansar en paz.
La pluma que se rinde y deja cicatrices de tinta invisible sobre el papel, o que se suicida goteando en mi mano, mientras trato de recordar si me toqué la cara hace poco y me convertí en una minera con tinta en las mejillas y en la barbilla.
– Daniel Handler
“Y por eso rompimos”
¡Gracias por la lectura! ¡Sean dichosos!


