Por Marco Antonio Guerrero Hernández
«En pleno uso de mis facultades mentales les dejó en calidad de herencia a mi esposa y mis dos hijos la casa, el patrimonio que forme para ellos…»
Un fideicomiso para mí viuda»
Leyó el abogado en voz alta el testamento y la última voluntad de mi padre.
Yo me había salido de la casa familiar para emprender mi propio camino. Después de terminar mis estudios en Historia, hubo una oportunidad para irme con una beca para estudiar literatura en España; sin dudarlo hice maletas y me fui a explorar el mundo.
Mi hermano se casó y compró una casa lejos de la morada de nuestros padres.
Al terminar mi periplo en el Viejo Continente regresé al país, conseguí trabajo en un museo al sur de la cuidad, motivo por el cuál tuve que encontrar un departamento rentado en las cercanías de mi centro de labores. En periodos vacacionales visitaba a mis padres, así pasaron años hasta que la última administración gubernamental decidió recortar presupuesto al área de cultura y me dieron las gracias en mi empleo, cobrando un finiquito decente me quedé unos años viviendo en esos rumbos.
Un par de años después, mi padre enfermó de gravedad y después de estar internado un mes en el hospital regresó a casa y fui a verlo en un encuentro raro salí antes de lo esperado ya que salieron a relucir algunos problemas de nuestro pasado. Lo que era una visita de cortesía se convirtió en una hecatombe familiar, en ese momento tomé distancia definitiva, le pedí perdón a mi madre y me aleje para siempre.
Diez años después caminando por las calles del centro me encontré a mi hermano, fue una sorpresa agradable. Yo no tenía trabajo y él pasaba por ahí porque estaba buscando material para dar mantenimiento a su casa, después de un abrazo efusivo nos fuimos al primer bar que encontramos y luego de unas cervezas me dijo que nuestro padre aún vivía pero que ya estaba desahuciado, de hecho habían tratado de localizarme sin éxito, hasta que ese día por azares del destino se dio el encuentro con mi hermano, hubo intercambio de números telefónicos y la promesa de regresar a aquel bar.
Unos días después llegué a la casa familiar, mi mamá al verme se puso a llorar y me dio la bienvenida.
Ese día pasé a ver a mi papá, que estaba sentado en la sala viendo un partido de fútbol.
-Van ganando tu equipo, pasa y siéntate.
Dijo con una voz que hacía evidente su cansancio.
-Nunca te gustó el fútbol papá, recuerdo que me decías que mi equipo siempre perdía y que era un desperdicio de tiempo ver las transmisiones televisivas.
-El hecho de que no me gustara no quería decir que no estaba al pendiente de ti, yo sabía lo que te gustaba, lo que no, sabía que eras un apasionado de tu equipo y cómo te dolían las burlas de tus primos que le iban a los contrarios.
Empezó en el fútbol y se fue extendiendo esa conversación hasta regresar al punto dónde nos distanciamos, al borde de iniciar una discusión mi mamá apareció con un plato de comida parece que se dio cuenta de que era el momento de intervenir, llegó con un buen pedazo de carne asada acompañada de una guarnición de verduras.
Siempre supo que era mi comida favorita.
-Quédate a comer- dijo ella.
Acepté su ofrecimiento con un poco de incomodidad y mi papá y yo permanecimos en silencio, después del gol del rival mi mamá me dijo que no hiciera berrinche porque me iba a hacer daño sobre todo después de comer aguacate, lo decía mientras me ponía en la mesa un molcajete lleno de guacamole.
-Hecho con los aguacates de la casa, hijo.
Cuando dijo eso tocó una fibra sensible dentro de mí, recordé que durante mi niñez me subía en una escalera para bajar a hurtadillas los aguacates, los escondía en mi habitación y lejos de las miradas de todos me los comía dentro de un bolillo. Tenía al menos treinta años sin probar ese manjar.
Gol de mi club y festeje con un grito mientras chocaba las manos con mi progenitor, un embate más de los nuestros y se llevaron la victoria. Terminó el partido y ya con ánimo más sereno retomé la plática con mi papá, cuando el tono subía de nuevo soltó la bomba:
-Yo siempre supe que podías, nunca he dudado de tu capacidad, me molestaba tú falta de ambición, tú holgazanería y tú falta de compromiso con las cosas, eras como el árbol de aguacates, crecía sin ver los frutos y le tuvimos fe, hoy en día cada año tenemos guacamole, así tú y hoy que veo que por fin estás bien me siento muy orgulloso de ti.
En ese momento la armadura de mi orgullo se desvaneció y lo abracé, mi mamá lo vio desde lejos mientras comía una tostada untada con guacamole.
Mis visitas a casa se volvieron frecuentes, cada fin de semana mi papá y yo nos reunimos en la sala para ver el encuentro de nuestro club favorito.
El día de mi cumpleaños me recibió mi mamá con un pastel y mi padre tenía una caja que me obsequio, al abrirla: un par de camisetas de nuestro equipo, con mi nombre y el suyo grabados en la espalda, no dudé en ponerme la prenda con gusto. Unos días después mi mamá me llamó, mi padre había tenido una crisis.Lo llevamos al hospital. Esa fue su última noche con nosotros.
Antes de ingresar a la sala de urgencias me dijo que estaría listo y sano para ver campeón al equipo de mis amores. Unas horas después el médico salió a darnos la noticia. Mi padre había fallecido.
Después del funeral mi mamá se fue a casa de mi hermano, yo regresé a mi departamento al sur de la cuidad, no hicimos contacto hasta un año después. Era la final y mi mamá me invitó a su casa, al llegar me dio la casaca de mi papá, me la puse y vi por fin a mi equipo campeón mientras me comía un aguacate con bolillo.


