Sábado a media tarde

Por: Julieta E. Libera Blas

“The first time, ever I saw your face
I thought the sun rose in your eyes
And the moon and the stars
Were the gifts you gave
To the dark, and endless skies”

Roberta Flack

Queridas lectoras, amables lectores:

El sábado pasado estuve en la que fuera casa de mi abuela paterna; haciendo por la noche cuentas con mi papá, la casa fue construida hace más de ochenta años. No recuerdo cuándo fue la aparente última vez que la visité pero este sábado, mi memoria viajó por aquellos años en los que doña Elvira fue feliz en su casa y de donde salió rumbo al camposanto. Al entrar a la casa noté que la puerta que había para entrar por lo que había sido la sala, ya no existía más. Caminé hacia la entrada, ahí estaba mi tía con sus ojos luminosos y su alegría inmensa, la hija menor de mis abuelos, la mujer que me ha hecho reír tantas veces pero también la que me abrazó cuando uno de sus  hermanos decidió marcharse al feliz encuentro con sus padres a la eternidad. En cuanto entré a la casa los recuerdos de mi infancia me bombardearon, fue como transportarme a la época en que siendo una niña llegamos por mi abuela; la casa lucía lúgubre, en silencio; ella estaba en su cuarto acostada, recuerdo que me asomé para verla, dormía. Mi papá le habló con la intención de despertarla sin asustarla, yo me asomé a lo que pienso era un ropero, la puerta estaba abierta, en una percha reposaba el sombrero color gris de mi abuelo, una silla de ruedas. Escuché los pasos lentos de mi abuela, corrí a abrazarla, habían pasado pocos días de haber muerto mi abuelo.

En mi presente miré a mi tía, casi octogenaria, noté con asombro que el parecido con su mamá es enorme. Me conmoví al ver en su rostro casi la misma mirada de mi abuela, su sutil sonrisa, la tez morena. Una profunda nostalgia me invadió, le pregunté si me permitía abrazarla como si fuera mi abuela, tiernamente me respondió que sí. No sé cuánto tiempo pasé abrazándola pero cuando pude por fin soltarme de sus brazos, sus ojos y los míos estaban cubiertos de lágrimas. Al ver la sala, pensé en mi abuela; hubo un tiempo en que desde su ventana vendía dulces de leche, palanquetas, cocadas, velitas de dulce cubiertas de azúcar. Recuerdo un sábado en que llegamos a visitarla, ella nos ofreció una cocada pero preferí un caramelo de anís que tampoco me convenció, se los di a mi mamá.

Desde pequeña Elvira Camacho comenzó a trabajar; muy joven conoció el amor incondicional, eterno, puro. Fue buena hija, hermana, madre y abuela, nomás que la vida le tejió golpes muy duros que supo sabiamente recibir; mi padre aprendió de ello; su mirada es similar a la de ella, el tamaño de sus ojos, la suavidad de sus manos. Hoy, los pasos lentos de mi papá me recuerdan a los de su mamá, la risa indiscutible de ella. Su trabajar duro y constante, sus bromas, su sabiduría.

Una vez instalada en el comedor miré la sala y sólo tuve dos recuerdos tan claros que me provocaron cierta incomodidad. El velorio de mi abuelo cuando yo era una infanta de apenas tres años: un ejército de flores blancas cubriendo un ataúd gris. Mi abuela dándome un tamal de dulce y yo, escondiéndolo debajo de un mueble de madera. Nunca me han gustado, me son empalagosos. Otro, abrazarme a mi madre, preguntándole qué había pasado, ella respondiendo que mi abuelo se había ido a reunir con Dios. Lloré desoladamente. El único recuerdo que tengo con mi abuelo es cuando llegó a mi casa, había llegado de Puebla, le obsequió a mamá un jarrón de talavera que hoy guardo con amor. Corrí a saludarlo, me cargó para tocar el techo, nos reímos, le besé sus mejillas, toqué con mis manitas su sombrero.

La persona que contrataron para rezar el rosario, era un joven vecino que vivía cerca de la casa de mis abuelos, tenía fama de ser bueno y prudente. Aquel evento es todavía recordado por lo tedioso que fue, ya que duró más de dos horas. “Es que hacia cánticos antes de comenzar cada misterio y al término” –  decían mis tías. De tan largo que éste fue me quedé dormida en los brazos de mi mamá, la sala color verde con dorado de mi abuela que lucía espléndida, me sirvió de cama pues mi mamá me deposito en uno de los sillones arropada con una capa color beige que usaba por aquellos días. Es fecha que mamá intenta defender diciéndonos: “Así deben de ser los rosarios, no como ahora los hacen” – mis tíos entre risas decían que la gente se salía de la casa para estirar las piernas, bostezar, tomarse un café o fumarse un cigarro o comerse un tamal.

El segundo recuerdo fue el funeral de mi abuela: otro ejército de flores blancas rodeando su ataúd, gente que iba y venía entrando y saliendo por esa puerta que hoy no existe más. Los cirios encendidos, yo, una preadolescente vestida con un suéter blanco, tenis del mismo color y pantalones de mezclilla. Mi cabello era largo, tan largo como un día lo tuvo ella. Los del servicio llegaron antes de la una de la tarde para trasladarla al Panteón Jardín. Vi a sus hermanas acongojadas, a mi madre dispersa en sus pensamientos pues ella junto a mi padre recibieron su último aliento en la habitación que tenía en casa. Esa mañana me negaba a ir a la escuela, me había torcido el tobillo pero mi papá me convenció para alistarme y asistir al colegio. Cuando bajé, los hermanos de mi papá estaban reunidos en la sala de la casa, saludé tímidamente preguntándome qué hacían ahí tan temprano. Me asomé a la habitación de mi abuelita y la vi acostada en su cuarto, tapada con sus cobijas, “durmiendo.” Le pregunté a mi mamá cómo seguía; por la noche cuando subí a dormirme noté a mis papás intranquilos, sus caras de aflicción reflejaban preocupación, tristeza, podía escuchar el ruido que emitía el oxígeno, un aroma extraño invadía el ambiente, fue por eso que me subí a dormir pero jamás pensé que al despertar ella ya no se encontraría más con vida.

Murió un trece de octubre de hace tantos años que aún sigue fresco el recuerdo de su ausencia.

En mi presente y absorta en mis pensamientos, recordé a mi papá cuando me dijo con voz entrecortada: “Llámale a tu mamá, dile que venga” – yo apreté su mano, miré sus ojos llenos de lágrimas y me fui corriendo por ella. Ahí los vi, tomados de la mano mientras el ataúd que contenían los restos de mi abuela salían de su casa para jamás volver. Pero mis recuerdos también contenían pláticas y risas con mis primos, y mis tíos. Los juegos, las películas vistas y re-vistas cada sábado. Las cenas llenas de carcajadas y los regaños por no mantenernos quietos y en paz.

SÁBADO A MEDIA TARDE

La vida es un soplo que corre rápido entre las líneas finas de las manos y cuando abrimos los ojos, después del haber parpadeado nos percatamos que la familia, la que conocimos de niños, en su mayoría se ha marchado. Algunas familias ya se han reunido en su totalidad en la eternidad, otros más aún están entre nosotros lo cual se le agradece al buen Dios. La dicha de la reunión en casa de mi tía Martha fue el de festejar el tercer cumpleaños del más pequeño de sus nietos; el hijo de uno de mis dos queridos primos. El cumpleañero, un niño hermoso, juguetón, risueño y tierno. De ojos grandes y pestañas largas, tupidas, negras, muy parecido a mi primo. Sopló sus tres velitas con suma alegría, emocionado por ser tan festejado y querido. La vida pasa tan rápido que en un santiamén quedan atrás los recuerdos de cuando éramos niños y hacíamos travesuras en la casa de mis tíos o en la casa de mi abuela. Cuando pisamos la adolescencia y nos vimos crecer, separarnos, tomar el rumbo de nuestras vidas, forjarnos profesionalmente. Sin perder el amor y el cariño que nos tenemos a pesar de que no nos vemos como lo deseáramos.

El sábado pasado las risas de los recuerdos nos alcanzaron, el recuerdo de aquellos tiempos vividos y gozados. El aquí y el ahora de una nueva generación que se comienza a descubrir. Tres sobrinos que comienzan a brillar cada día más y más, el paso a pasito para construir una propia historia mientras nosotros vamos caminando hacia una salida que no sabemos cuándo ni cómo llegará pero lo que les dejemos debe de ser lo mejor de nosotros para ser recordados lo mejor posible. Así debemos de dejar huella, no con recelo y soberbia sino con amor, ejemplo y orgullo. Para que cuando nos recuerden, esbocen una sonrisa y no evadan nuestros nombres, nuestro paso por la vida.

El sábado por la tarde a pesar de aquellos recuerdos que me provocaron incomodidad, un nudo en la garganta, me hicieron sentir que mi abuela siempre vivirá en mí, en mi padre, en mis hermanos y primos. En la ternura que nos inyectó cuando nos abrazaba y nos contaba su vida, en su risa y en sus lágrimas. Vivirá en mi cada palabra que aún puedo recordar, en la foto que conservo y luzco con orgullo y amor en mi librero; en mi tía que es tan parecida a ella, y en mi padre que sonríe como ella. Nariz de gota, manos suaves, mirada tierna, nostálgica y llena de vida.

El sábado pasado abracé con amor a mis tíos, a mis primos, a sus esposas, y apretuje con tanto amor a mis tres sobrinos, que sé, tendrán una vida hermosa. Un día dirán: ¡Qué bello son los recuerdos, la vida, y el paso de ésta! Y quizá sus abuelos y sus padres les hablen de sus bisabuelos y sus tatarabuelos, de sus tíos y de aquellos días en que existió una enorme familia que de a poco se fue reuniendo en otra galaxia porque los fueron requiriendo para seguir construyendo sueños.

La familia es aquella que nos corresponde por sangre, la que vamos heredando de generación en generación pero también es aquella que se elige entre los más cercanos a tu corazón. Hay que saber atesorar tanto a una como a otra, y si en una, se rompen los vínculos, los lazos que nos unen, hay que saber dejar ir, y construir en donde el amor, el apoyo, la comprensión nunca falte. Albergar en nuestros corazones los mejores recuerdos, los más bonitos y cálidos, son el maná que siempre alimentarán el alma.

¡Gracias por la lectura, sean dichosos!

Deja un comentario