Navidad, dulce navidad

Por Marco Antonio Guerrero Hernández

“Es Navidad desde finales de octubre. Las luces se encienden antes, mientras que las personas son cada vez más intermitentes. Yo quiero un diciembre con las luces apagadas y con las personas encendidas”

Charles Bukowski.

Recuerdo que cuando era niño amaba la navidad, el aroma a ponche que salía de la cocina, los villancicos que cantaba mi abuela durante esa época. Un día le pregunté sobre el significado de la efeméride y con su mirada dulce y su voz serena me contestó:

-Se festeja el nacimiento del niño Dios.

-Pero Abue, él nació hace muchos años. ¿Cómo es posible que vuelva a nacer?

En esa etapa dónde los niños son demasiado curiosos, suelen poner en aprietos a la mayoría de los adultos, pero ella, Alicia, era dueña de una paciencia inquebrantable y siempre tenía una respuesta para todo.

-No llega de manera física, hijo, el niño Dios nace todos los años en tu corazón.

Me decía mientras tocaba mi pecho y me regalaba una sonrisa.

-Nace en forma de perdón, de reconciliación con uno mismo y con las personas que uno ama y que sin querer ha herido con una mala palabra o un comportamiento indebido. Así que debes de portarte bien para que el niñito Jesús te de la dicha de sentir su paz y su alegría.

Cada año yo la ayudaba a poner su “nacimiento” con figuras de barro, era la representación de tal acontecimiento, era para mí la época más feliz del año. Así que en las vísperas alistaba mi ropa y mis juguetes, para ir a visitarla y estar cerca de ella.

Pasaron los años y la abuela comenzó a enfermar, aunque su deterioro no afectaba sus ánimos.

Un día en octubre su corazón dejó de latir y a mí me invadió una profunda tristeza y un frío que se sentía hasta los huesos. Muchas noches pedí a Dios el milagro de verla como antes, sana, lúcida y activa como la gran mujer que fue.

Cuando se es joven no se comprenden los designios de la vida, yo quería que se sintiera bien, no que se fuera al descanso eterno.

Justo ahí dejé de creer en Dios. La tristeza de mi corazón enlutado y la ira incontrolable me llevaron a perder toda esperanza y en un acto que podría considerarse como un sacrilegio quité el crucifijo que había en mi habitación.

Tarde algunos años en asimilar que sí había sucedido el milagro y que ella ya no sufría los tremendos síntomas de su diabetes, ni de su vejez, que tal vez yo estaba siendo egoísta por desear que ella viviera para siempre sin reparar en sus sufrimientos o en su dolor físico.

Justo ahí comencé a odiar la navidad, dejó de ser una fecha relevante para mí, miraba con desprecio el decorado decembrino, me llené de nostalgia al recorrer calles y avenidas buscando mis recuerdos, trataba de encontrar las respuestas que siempre tenía ella, pero no me fue posible establecer nuevamente una conexión con esas fechas, podría decir que me volví un ser frío, distante y con lapsos de amargura prolongados.

Me preguntaba a mí mismo muchas veces ¿Cómo es que mis padres o mis tíos podían seguir sus vidas riendo, atascados de comida y licores y no pensar en Alicia o simular que ella ya no estaba?

Viví enojado con la navidad más tiempo del que hubiera deseado.

II

Nunca esperé ningún regalo de Santa y mis padres no tenían la liquidez necesaria para comprarme un juguete costoso. Lo de cada año era una pelota de fútbol, tres pares de calcetines y un carrito de plástico al que le amarraba un hilo para poderlo arrastrar. O a veces sólo era un par de tenis.

El mejor regalo para mí era estar en casa de la abuela para ayudarla a “arrullar” al niño Dios antes de la cena con la ilusión de pegarle a la piñata y echar a correr después de reventarse esta para recoger los dulces y las frutas que se desperdigaban por el suelo.

La ilusión de un niño de nueve años.

III

Hoy en día sigo sin creer en Dios, por conveniencia y por convicción, después de que mi papá no sobrevivió al cáncer decidí hacer las pases con la vida que me había llevado de un lugar a otro con la tristeza a cuestas y un dolor que no daba tregua.

Una noche después de adornar mi árbol de navidad me subí a mi habitación a escuchar música, no me di cuenta del momento en que me quedé dormido. Entré en esa etapa en la que el sueño y la vigilia se mezclan, entonces escuché un ruido, en ese estado de sopor decidí bajar a la sala y vi una esfera tirada en el suelo, me acerque a levantarla y frente a mi apareció un muñeco de madera, era una representación del cascanueces que me invitó a seguirlo, intrigado por ver que el juguete cobraba vida y se movía delante de mi, opté por hacer caso a su instrucción, después de una larga caminata de más de una hora, llegamos a una enorme casa blanca con decoración de escarcha verde y roja, no tenía idea de dónde estaba ni tampoco reconocí el sitio, de pronto un aroma a ponche inundó mis sentidos, corrí guiado por mi olfato y vi a mi abuela y a mi padre sentados a la mesa y mi abuela diciéndome.

-Si te portas bien el niño Dios nacerá en ti y volvió a poner su mano en mi pecho.

-Yo quiero ir contigo abuela, porque allá en mi casa hace mucho frío.

-No tienes que seguirme hijo, aún no es tu tiempo, pero yo estoy contigo en cada navidad, así que quiero que vuelvas a festejarla porque cada año me sentaré contigo a cenar.

Alicia me abrazo y me sentí como cuando era un niño.

Desperté, observé mi reloj era más del medio día del veinticuatro de diciembre, sentí que mi mano sujetaba algo, al voltear me di cuenta que era un muñeco del cascanueces.

Me levanté sorprendido e inmediatamente me puse a adornar mi casa mientras cantaba un villancico.

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