Por: Julieta E. Libera Blas
“…amigos fieles que nos son queridos
estarán cerca de nosotros una vez más.
Algún día pronto estaremos juntos,
si el destino lo permite,
hasta entonces tendremos que salir del paso de alguna manera.”
Bing Crosby.
Queridas y amables lectores:
Nos encontramos a pocos días de celebrar la Navidad. Todo es caos allá afuera, todos quieren adelantar las compras para tan dichosos días, sean en familia o con amistades. Algunos aprovechan las exquisitas rebajas y facilidades de pagos que nos otorgan las tiendas departamentales; algunas personas quieren rodear con múltiples regalos a sus seres queridos y darnos uno que otro apapacho por haber sido “buenos durante todo el año” – recuerden que esa es la condición para que Santa Claus o el Niño Dios nos dejen obsequios bajo el árbol de Navidad. En casa, año con año, papá ha puesto un árbol artificial color verde al que siempre tenía que quitarle la punta porque el techo era muy bajo como para que la luciera apropiadamente. Ha montado el nacimiento con cariño pero cada año es lo mismo: “No sé en dónde dejé esto o aquello” “¿No has visto el musgo? ¿ y el heno?” “la figurita se rompió” – cuando era pequeña lo miraba hacer todo aquello.
Lo vestía apropiadamente con esferas rojas, adornos, una escharcha plateada o dorada; no podía faltar la estrella plateada hecha por mi hermana y una serie de colores que encendía y apagaban, para mí eran como estrellas que flotaban en un cielo que sólo en mi imaginación era concebido. No podían olvidar algunas esferas que ya tenían su cúmulo de años que mis padres guardaban con cariño, eran de color rosa con plateado y las otras azules, ovaladas y con nieve a su alrededor. En el árbol, en una de sus ramas papá colgaba a unos duendecitos con carita hermosa que hace tiempo habían comprado en el Centro; siempre quería jugar con ellos pero papá me garantizaba que se verían mucho mejor en el árbol y no en mis manos que podrían destruirlos y así fue, en algún momento los tomé sin que él se percatara. Mi curiosidad era tal que deseaba saber qué escondía uno de ellos debajo de su gorro verde y pues nada… era calvo. Su cabecita era redonda, con un flequillo que le asomaba discretamente cubriéndole una parte de la cara. Cuando me di cuenta de lo que había hecho, me apresuré a dejarlo en su sitio y no saber más del asunto. Ésos dos duendes con hermoso rostro, hace tiempo que no se van dentro de una caja para dormir durante un año completito junto con los demás adornos navideños. Ya siendo adulta, los tomé, vi lo hermoso que seguían y los llevé a mi cuarto. Desde hace tiempo adornan mi librero.
El día veinticuatro deposita al Niño Jesús con devoción: una figura mucho más grande que San José, la Virgen María y los Reyes Magos. Su carita hermosa, sus pestañas negras largas y tupidas, sus ojos como canicas azules que a pesar de los años aún brillan intensamente. Mamá hace tiempo lo vistió con un ropón blanco, me dijo que para que no tuviera frío. Mis papás lo arrullan, mamá le habla dulcemente. Yo solamente lo hice una vez y créanme algo especial se siente, además que te deja un motivo en el corazón lo suficientemente importante para que veas de distinta manera los días. Cada año que pone el nacimiento pienso: “Ojalá jamás dejes de hacerlo porque yo no sé qué haré ese día.”
Recuerdo que mi hermana me platicaba de un árbol que tenía años con ellos y que era plateado, lo vestían con esferas azules y series con foquitos picuditos de colores. Un árbol que compraron en el Centro de la Ciudad de México, de los que se ponían rama por rama. Les costó mucho trabajo deshacerse de él, tal vez porque fue su primer arbolito ya siendo un matrimonio. El primero que miraron mis hermanos y al que vagamente yo recuerdo. Apenas si tengo memoria de las Navidades que pasé en el departamento en el que vivimos, pero ese árbol plateado vive en mi cabeza porque existe sólo una fotografía en donde luce radiante y eterno.
Cada año mi papá revisa su serie, foquito por foquito para enterarse cuáles sirven y las que no, digamos que le cuesta trabajo deshacerse de ellos. Mi querida odontóloga, “Lenny” diría que es un acumulador, tal vez sea cierto pero a veces pienso que sólo quiere guardar los momentos felices que le ha dado la vida. He perdido la cuenta de cuántas tiene, hace algunos años junto con mi mamá se dedicaron a hacer sus propias esferas con bolas de unicel; les hicieron moños rojos, les pusieron diamantina dorada, una lazo del mismo color. Realmente se veían lindas y este año lucen como siempre espectaculares en el árbol rechoncho color verde que habita estos días en la sala de la casa de mis padres, a lado del Nacimiento y de una mesa que desde hace algunos años la convierto en una diminuta aldea en donde viven pastorcitos y borregos; en donde lucen diminutos pinos salpicados de nieve artificial, ahí mismo pasa un trenecito de colores.
Las Navidades las pasábamos en la casa de mis abuelos maternos: Carmen y Reyes, de mis tíos y mis primos, entre risas y conversaciones, entre la cena exquisita que “mi mamá” preparaba para su familia. El estruendo de los juegos de sus nietos, el llanto de los que apenas comenzaban su vida. La emoción de pasar aquella noche con ellos, encendiendo con mis primos acompañado de mi papá “las luces de bengala” verlas brillar hasta que se consumieran. Cerca de una de las columnas dóricas que don Reyes había levantado para dividir la sala del comedor lucía brillante y armonioso su arbolito de Navidad plateado, sus esferas azules me encantaban, me fascinaba sus luces parpadeantes al ritmo de su propia música. Los adornitos que colgaban en cada rama, la vida que era una hermosa canción a lado de la familia que pensaba que siempre se mantendría unida. De niño uno piensa que jamás nos faltaran pero la vida se presenta y lo que un día fue luz ahora sólo son recuerdos, tesoros invaluables que no estamos dispuestos a vender por ninguna cantidad.
“…¿dónde guardo el tiempo?”
Mis padres tuvieron la gracia y la dicha de organizar año con año una cena pre navideña con nuestros padrinos. La casa se llenaba de risas, brindis, anécdotas, carcajadas. Los hijos fuimos creciendo hasta que nos convertimos en adultos. Ellos envejecieron, pero jamás perdieron su alegría. La solemnidad de los brindis, las muestras de cariño jamás faltaron. Mi madre cada año se ponía de acuerdo con mi madrina para la fecha en la que sería la reunión; la casa debía de lucir espectacular y mamá le ponía tanto empeño y amor a la elaboración de los alimentos, así como a los obsequios que les daríamos aquella noche. Papá escogía cuidadosamente los vinos que degustaríamos; los postres algunas veces mi hermana los escogía. Escuchábamos la música que les encantaba: Frank Sinatra, The Beatles, Ray Conniff, entre otros. – recuerdo que siendo una niña me emocioné por poner una y otra vez un disco de villancicos. Al querer ponerlo por enésima vez, mi padrino corrió hacia donde se encontraba el tornamesas, diciéndome con esa picardía que tanto le caracterizaba: “No más canciones de navideñas. Vete a jugar mi’jita” – acto seguido me fui a platicar con el menor de sus hijos.
Las sobremesas eran geniales porque conforme crecíamos las conversaciones cambiaban: cine, política, viajes, gustos, profesiones, trabajo, aciertos, errores, parejas. Mi papá y mi padrino hablaban de cómo la vida iba dando giros entre pacientes y colegas. Ellas, de los hijos, de sus actividades, de cómo había pasado el tiempo pero también hablaban de política, acontecimientos mundiales, películas, de los padres ausentes, de los cambios de la vida. Sus salidas cada día iban siendo menos, su salud iba mermando pero el brillo de sus ojos jamás se les escapó de sus miradas. Mucho menos su cordialidad, y su sabiduría.
En casa sabíamos que las reuniones con mis padrinos significaba gozar por adelantado la cena navideña o el mismísimo cierre del año, eran pura alegría y paz a nuestro mundo que de repente perdía su rumbo. La vida se presenta – como bien dices J.F.S.Y – porque no sólo era su presencia sino tener la magia de ella. Escuchar a mi padrino era perderse entre un mar de literatura, de historias clínicas a lado de mi padre. Mis padres que tanto los amaron y respetaron. Sentir la esperanza y la fe de mi madrina, era como recibir un caudal de estrellas que no dejan de brillar a pesar de su ausencia. Las tardes se iban como agua; tantas fotografías en los álbumes desde que era una niña, tantas vivencias a su lado, tanto amor. Más allá de los obsequios, de las tristezas, ellos fueron una parte importantísima en nuestras vidas.
Las Navidades siempre iniciaban con ellos, eso me reconfortará el alma toda la vida. Después de más de treinta años de reuniones, con algunos cambios en las fechas, sin saberlo tuvimos nuestra última cena en el año 2020. Hace poco días mamá pensó en ellos con nostalgia; mientras miraba la televisión una chef daba las indicaciones para elaborar la “entrada” para la cena de Navidad. De inmediato su memoria corrió hacia esos días y el corazón se le quebró – por algunos años nuestros otros padrinos se nos unieron en las reuniones navideñas, la mesa se agrandó a lado de ellos y de sus dos hijos. Los juegos, las carcajadas aumentaron, las platicas se tornaron un poco más serias sin que olvidáramos reírnos de nosotros mismos. Supongo que la vida era más fácil, menos estresante, más divertida. Cada vez que miro las fotos, noto que el tiempo ha pasado como agua. En el año 2009 fue la última cena que tuvimos a lado de mi madrina y de mi padrino el Doc. Romero. Seis meses después él partió a un mejor lugar en esa dimensión que nos separa de la vida. Seguramente aquellos tres médicos me esperan con la mesa navideña puesta.
Sí, “la vida se presenta” tienes razón, y es nuestro deber ser felices para hacerles saber a los que ya no se encuentran entre nosotros que cada acción que realizaron nos ayudó a crecer, a dar amor, y a saber disculpar malas acciones. Vivir para continuar en este camino que al final son puros recuerdos. Memorias que no tienen costo, ni precio.
En casa ya no hay cenas pre navideñas, ya no recibimos a mis padrinos pero el eco de aquellos días siempre nos acompañarán desde el lugar en donde se encuentran. La Navidad si eres o no creyente, es la unión con los que más amamos. Son días en que debemos de llenar nuestro corazón de dicha. El nacimiento del Niño Jesús nos otorga la alegría de hacernos ver que el amor “todo lo puede” siempre y cuando nosotros así lo deseemos y le permitamos vivir dentro de nuestro corazón.
Yo, les deseo desde mi corazón que estas celebraciones la pasen llenos de amor, de paz, de tranquilidad en su alma; que todo dolor vaya aminorando. Que toda pena y angustia se convierta en fortaleza para continuar. Compartan su casa y su mesa con las personas que están en su corazón, en su vida, en su dicha.
Decía mi mamá Carmelita: “la felicidad se encuentra cerca de ti, sólo estira bien el brazo para que puedas alcanzarla.” De eso se trata también la Navidad: de nunca dejar ser lo que somos, y tener un corazón dispuesto a amar.
¡Feliz Navidad 2024! ¡Sean dichosos!
¡Gracias por su lectura!

