Eximir culpas

Por: Julieta E. Libera Blas

El cuerpo de Inés se encontraba tibio cuando la muerte la sorprendió. Aquel recuerdo fue como un destello breve pero eterno. Sonia, su madre, se encontraba enferma o al menos eso decían los médicos. De la noche a la mañana su salud se había deteriorado. La voz de su madre se podía escuchar a mil leguas pero Inés prefería seguir durmiendo. La despertó un golpeteó fuerte que alguien dio a la puerta.

Quizá sea el viento, pensó Inés.

La mano suave de su madre le acarició el cabello, se sintió feliz. Desde hace un tiempo que venía soñando cosas que la dejaban inquieta. De vez en cuando la visitaba a su cuarto, la miraba por horas; Sonia, su madre, estaba fuerte, consciente de la profunda soledad en la que vivía. A pesar de que no había podido alcanzar el descanso eterno, no dejaba de pedirle al buen Dios que le diera a Sonia, más tiempo de vida, lo merecía.

 ¿Qué haría sin ella? – se preguntaba ansiosa. Estaba segura que su madre se iría al paraíso a descansar, era tan buena. En ese lugar los pensamientos son continuos, a veces sólo son confusos pero se aferran a la vida para que no vaguen en la perpetuidad del olvido. Inés temía ser olvidada por su madre que era el único puente que tenía entre la vida y la muerte.

Su padre hace tiempo que había muerto, si alguien le hubiera preguntado en vida en dónde se encontraba sepultado, ella hubiera respondido con vergüenza que ya ni siquiera lo recordaba. Sólo tenía vagos pensamientos que se perdían en la nada.

II

Aquella deleznable noche

Antes de irse a dormir su madre le dio la bendición, se abrazaron, a Inés le entraron unas ganas de llorar bárbaras pero se aguantó lo más que pudo porque le preguntaría el por qué de su tristeza y no estaba dispuesta a platicarle del dolor que cargaba a cuestas. Antes de salir de la habitación de Sonia, le besó la mano suavemente, haló las cortinas para que la luz de las farolas de la calle no le interrumpieran el sueño ligero que siempre había tenido. La veía tan frágil; sus amigos y sus médicos decían que era más fuerte que un roble, que estaba más sana que cualquiera de ellos. Inés guardaba silencio, y desde entonces comenzó a vigilar.

Claro que le mentía! – Inés se repetía en su cabeza una y mil veces. ¡Eres una mala hija! – se reclamaba apretándose los labios hasta que le dolieran. Su madre era bellísima e independiente. Ella había nacido con buena estrella sólo que se cruzó en la vida de su padre, un tipo venido a menos por sus impertinencias constantes. Lo abandonaron pero al cabo de un tiempo su madre lo buscó porque no podía vivir sin él. ¡Palurdo! – le gritaban en la calle y su mamá orgullosa les respondía con una mirada fulminante. ¡¿Cómo una mujer tan encantadora está pariendo hijos de este borracho?! – y su madre les respondía con el silencio que a Inés le ahogaba.

Esa noche fue distinta porque antes de entrar a su habitación recordó la última sonrisa de su padre. Franca, amplia, inocente, llena de amor. Todo eso lo sintió pero ya era imposible detener el veneno.

Una vez en su alcoba Inés se metió a su cama, se tapo perfectamente, sintió mucho frío a pesar de que usaba un pijama de franela y varios cobertores. Las manos las tenía heladas, salió de la cama lentamente, miró que la ventana estaba un poco abierta, la cerró con fuerza. Y de pronto vio a su padre parado frente a ella, siempre le pasaba cuando sentía miedo o culpa, sólo duraba unos breves segundos. Se echó el cabello a un lado y lo comenzó a trenzar. La imagen nítida de su padre aún no se desvanecía, le preguntó cómo se sentía y qué había hecho durante tanto tiempo. Él la miró con dolor, rencor e incertidumbre.

Me miras de la misma manera que esa noche. No tuve remedio Gonzalo, tus puños golpearon a mi madre en varias ocasiones y ella no se merecía cargar contigo y tus impertinencias. ¡Odiaba tanto verte tirado en el suelo ahogado de borracho! ¿Adivina quién tenía que lavar la ropa y limpiar el piso? – la voz de Inés era reclamo puro a pesar del tiempo que había pasado. La muerte de su padre no la conmovió; el día de los funerales ni una lagrima derramó.

No hay nada que investigar, dijo el policía encargado. – seguramente fue una congestión alcohólica. Inés consoló a su madre durante años; Gonzalo era su adoración a pesar de toda su violencia. Por eso a Inés todos los sueños se le habían quebrado, no quiso tener a su lado a un barbaján idéntico a su padre. Prefirió entrar y salir del amor como se meten y se sacan los calcetines. Deseó un hijo pero ¿qué clase de amor le daría cuando ella estaba tan rota y descocida? Tan vencida.

A lo lejos escuchó la voz de su madre preguntándole qué había sido lo último que Gonzalo había dicho… lo cierto es que quería saber si había estado en sus últimos pensamientos. El aparente amor que se tenían debía de trascender hacia otro plano astral. Inés guardó silencio, apretó los ojos para poder dormir una vez que pudiera llegar a su cama sin que le doliera el cuerpo. Su padre aún no se iba, nunca se iba del todo. Se arropó nuevamente y recordó esa noche: “Su padre dormía ebrio sobre la mesa de madera del comedor. Llevaba días tomando, su madre permanecía a su lado con el cuerpo casi molido a golpes. Inés no pudo evitar sentirse humillada y burlada por sus propios padres, un odio infinito le invadió el cuerpo. Hizo el menor ruido posible, se subió a la estantería en donde se guardaban los medicamentos y ahí se encontraba el frasquito color ámbar que su mamá guardaba celosamente en ese lugar. Hubo una vez que lo sacó de su cajita para saber qué era, su madre le dio un manotazo diciéndole: ¡Nunca tomes esto que te puedes morir! – su aroma era dulzón, un aroma único como el de su madre. Una vez en sus manos lo destapó con sumo cuidado. Se acercó a su padre, le acarició el rostro. Lo persignó, rezó unas cuantas plegarias, le abrió la boca percatándose de su aroma nauseabundo, llevaba días sin bañarse, le vacío todo el contenido; aliviada le dejó caer la cabeza sin importarle si se hacia daño. Gonzalo abrió los ojos, no le dijo nada, se puso blanco, pretendió alcanzarle las manos, el cuerpo, el cabello, sin éxito. Inés se reía y retrocedía, jugaba con su padre así como él había jugado con ella. Después intentó levantarse pero no pudo, se tropezó con la mochila de Inés y se desplomó en el suelo pegándose fuerte en la cabeza. La escena era la típica de las películas: un cuerpo inerte que yace en el suelo, la piel pálida, los labios azules, la mirada extraviada, el cabello revuelto y un charco de sangre.”

¡La cabeza es bien escandalosa seño! – la mujer policía le dijo a Sonia. Aquí no hay nada que investigar – pero Inés sabía la verdad, la misma que no la dejaba vivir, ni soñar. Dentro de su cama sintió cómo las lágrimas le rodaban por las mejillas, de nuevo el grito agónico de su madre la despertó de sus divagaciones pero de nuevo intentó dormir. El aroma de su madre empezó a invadir su habitación, su voz era un eco que la abrazaba. La escuchó decir: “…te pido por su alma llena de culpas, libérala de todo pecado, abre las puertas del paraíso y déjala entrar a tu lado.”

Recordó el golpe seco en su cabeza; vio al espectro de su padre empujarla con fuerza por las escaleras, no pudo sostenerse de la barandilla. Su cabeza se partió en uno de los escalones, sus piernas se rompieron, sus brazos se torcieron, era una muñeca de trapo. Gonzalo se le acercó, se adentró en su mirada ya vacía, era la misma expresión de asombro que él tenía cuando murió. Tocó su cara, su cabeza, gimoteó. La voz de su madre retumbaba en toda la casa, la escuchó gritar desconsolada, la abrazó sin importarle si era lo correcto. Su ropa se llenó de sangre y se mezcló con sus lágrimas. ¡Qué has hecho Gonzalo! ¡Mi hija! – “siempre tan rencoroso y vengativo” se repetía Inés tirada en el suelo. Deseó decirle a su madre que ella había visto cómo la empujó de las escaleras; primero la persiguió por toda la casa lanzándole cosas, gritándole, ofendiéndola, hasta que pudo acercarse a las escaleras y no tuvo más oportunidades.

Era para que ya no sintieras culpa y pudieras vivir hijita… – le dijo Gonzalo a Inés mientras la ayudaba a levantarse. Con la mano le limpió el rostro, intentó unirle el cráneo sin éxito. Me excedí, ¡mira cómo te dejé! – Inés estaba sorprendida y adolorida, le retiró la mano. Caminó hacia su cuarto, se encerró, quería olvidarse de aquella pesadilla. El tiempo le negó aquel pedimento, todos los días repetía la misma historia: su padre, su madre, ella, el llanto, las voces, las plegarias, el sufrimiento, la culpa.

III

Decidió entrar al cuarto de su madre para cuidarla y protegerla de sus propios enemigos y de sus fantasmas que la perseguían todos los días. Ella sólo quería darle consuelo, se había quedado sola y efectivamente era más fuerte que un roble. Una noche la vio reflejarse en su espejo, su cara llena de arrugas distaba de la gran belleza que alguna vez fue parte de ella. Amaba verla cepillarse el cabello cano, sedoso, limpio. Su aroma era fresco, dulzón… de haber estado tan enferma cuando ambos vivían ahora parecería que le habían inyectado vida. Siempre sonriente, vivaz, coqueta. Siempre alegre, entusiasta. Su rostro era plácido y aunque estaba agradecida porque su madre continuara con su vida, algo le molestaba profundamente.

Una noche decidió vigilar su sueño con mayor suspicacia, ya entrada la madrugada y todo en calma, se acercó a ella. La miró anonadada, su respiración era normal. Su conciencia al parecer estaba muy tranquila, la envidió. Ella no había podido estar tranquila desde aquello.  A todo esto, jamás me lo agradeció, se dijo para sí misma Inés. Sonia empezó a agitarse dentro de sus sábanas, Inés quiso interceder pero algo la detuvo. Una espinita se le fue clavando en algún sitio de la muerte. Sonia susurraba algo, la curiosidad aún después de muertos es inevitable. Lo que escuchó le partió el alma, no podía creer lo que su madre había confesado sin darse cuenta.

Los sueños son como pequeños fragmentos de confesiones para aminorar la carga de los pecados, de la conciencia. Uno necesita redimirse, supongo – Inés sentía que se volvía loca.

Por la mañana su madre se arregló, se cubrió el cuerpo de perfume. Inés la miraba, la comenzó a seguir por cada rincón de la casa, Sonia la sentía cada vez más. No me asustes hijita… le pidió su querida madre. Inés la miraba con vergüenza y lástima; Sonia cogió su bolsa, caminó asustada rumbo a las escaleras, fue la última vez que Inés la miró llena de vida. 

No vaciló ni un segundo para lanzarla al vacío; no era suficiente verla rodar por las escaleras sino quería verla padecer. Su rostro hermoso se convirtió en una mueca burlesca de la muerte. Una plasta genuina de sangre se dibujo sobre el césped, a diferencia de ella, el cráneo de su madre no se había roto como nuez. Su columna vertebral se encontraba destrozada, un golpe fortísimo en la cabeza le provocó un sangrado discreto en los oídos. Los pétalos de las rosas comenzaron a cubrirle el cuerpo a Sonia, aunque éste se encontraba rasgado por las espinas de los rosales, no dejaba de ser una bella imagen de la muerte. Nadie se daría cuenta de su ausencia, las vecinas después de un par de días se preocuparían pero no harían más. Tan sólo se quejarían con sus maridos y sus hijos de aquella pestilencia en el ambiente. 

Mientras la miraba sintió la presencia de su padre que ya no le provocaba dolor ni molestia. Su culpa se había ido junto con su madre.

¿Era necesario? – escuchó decir a su padre – …supongo que cargará con nuestras culpas hasta el final de los tiempos.

Inés caminó hacia su habitación, jamás volvería a salir a menos que extrañara la luz del sol. Su padre la miró desconsolado, su madre yacía sobre pétalos de rosas, su cuerpo inerte vagaría por la eternidad. La culpa devora almas, se repetía Inés con harto dolor.

Después de un largo tiempo escuchó tocar a la puerta, era Sonia su madre, sus hombros caídos lo decían todo. Su rostro grisáceo, su mirada vacía: “Un saco de huesos es mucho más bello” – pensó Inés. Llevaba de la mano a una niña pequeña de dulces ojos, que llena de vida obedecía a todo lo que ésta le pedía.

Pronto estará con nosotros para que no estés sola hijita – dijo su madre mientras Inés sonreía.  

¡Gracias por la lectura, sean dichosos!

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