Por: Julieta E. Libera Blas
Una mañana de otoño Claudio y sus hermanos salieron de excursión rumbo al Desierto de los Leones para pasar un fin de semana distinto a los demás. Caminarían por el bosque, comerían tranquilamente, jugarían futbol americano, y después regresarían a casa. No podían darse el lujo de quedarse después de las seis de la tarde porque la luz del sol caía rápidamente y la oscuridad era avasalladora. Claudio precavido como siempre, no se permitiría exponer así a sus hermanos. Con esa idea metida en la cabeza fue a dicha excursión; fue un camino largo, el tráfico lo hacía peor. Les hizo la promesa a sus papás y abuelos que volverían temprano a casa, así que nada podría salir mal. Sólo era cuestión enfocarse en hacer lo que debían, divertirse y pasarla bien. Cuidarse entre ellos y obedecer en todo al mayor de los hermanos que era Pablo.
Al llegar al Desierto de los Leones lamentó no haberse llevado un suéter debajo de su chamarra. El viento frio le pegaba en el rostro haciéndole tiritar; estoico caminó junto con sus hermanos, jugaron, platicaron, rieron. Después de una ardua caminata decidieron buscar un lugar en donde comer. Eligieron un lugar alrededor de árboles, musgo, dientes de león, flores silvestres y una que otra roca. Extendieron un mantelito blanco lleno de violetas bordadas por su abuela. Abrieron las bolsas que contenían viandas deliciosas: frijoles, arroz, carne, tortillas, chicharrón, agua y café caliente dentro de un termo color blanco a cuadros. Nadie podía negarse a semejantes manjares; parecía una comilona que duraría días, semanas. La matriarca de la familia los habían abastecido de lo necesario, entre las curiosidades les habían puesto mantas para que tomaran una siesta para regresar frescos y poder manejar despejados.
Después de haber comido como reyes decidieron tomar una siesta; Claudio no estaba seguro de hacerlo porque eran pasadas de las cuatro de la tarde. El frío se sentía en todo el cuerpo, el cielo estaba nublado, temía que cayera un chubasco o de plano un aguacero, eso podría provocar que el auto se atascara. Aunque seguramente él manejaría de regreso no le gustaba hacerlo cuando la autopista estaba mojada; el regreso sería aún más pesado por el tráfico que les tocaría por el próximo regreso a clases. Para el día siguiente todos los vacacionistas estarían de vuelta en sus hogares, sanos y salvos, aunque las estadísticas dijeran lo contrario.
Dentro de sus pensamientos escuchó el ruido particular de los animalitos que vivían en aquel bosque, se acomodó sonriéndole a aquel espectáculo. Todos dormían excepto su hermano Aurelio que le platicaba una serie de cosas con harta seriedad y otras con humor. De pronto lo dejó de escuchar, cuando echó un vistazo, éste se encontraba recargado en Pablo, ambos dormían tranquilamente. Alejandro estaba a un lado de él, dormía como piedra, Claudio hacía todo lo posible para no quedarse dormido hasta que lo venció el sueño debido al silencio sepulcral del bosque.
La noche había caído, sus hermanos aún dormían, cuando Claudio despertó sobresaltado, el corazón le latía desesperadamente, miró su reloj, eran las ocho de la noche. ¿Cómo habían podido dormir tanto tiempo? – se preguntaba mientras se levantaba rápidamente sacudiéndose la ropa. Hizo a un lado la manta roja que compartía con Alejandro, lo movió para que se despertara, abrió los ojos, sorprendiéndose al percatarse que la noche ya había caído. Era tenebroso cómo la oscuridad había invadido el espacio. Se levantó como pudo mientras despertaba a los demás. Claudio empezó a recoger algunas cosas que habían utilizado; una vez despiertos sus hermanos, se preguntaron cómo saldrían de aquel lugar.
¡El coche lo dejamos a lado de la carretera! – le dijo Pablo a Claudio – ¡estamos lejísimos!
¿Alguien trae una lámpara? – Aurelio preguntó esculcándose en la ropa. La saqué de la bolsa de la chamarra, la dejé en el coche – se respondió así mismo. ¿Y ahora qué hacemos? – les insistió Pablo.
Vamos a caminar hasta la carretera para llegar al coche, no hay más. Vamos a caminar juntos, no podemos separarnos porque nos vayamos a perder. – les dijo Claudio con la preocupación a un costado. Pensó en sus padres, no había manera de avisarles que estaban retrasados porque se habían quedado dormidos. Le pidió a Dios que no se preocuparan más de la cuenta, que pensaran que habían pasado a cenar algo pero que no se les ocurrieran atormentarse con la idea que hubieran sufrido un accidente. Los ánimos estaban agitados, llegó un momento en que perdieron la noción del tiempo por caminar sin rumbo fijo. Habían olvidado el cómo habían llegado hasta ese valle, a lo lejos sólo la penumbra los acompañaba. El frío era ya insoportable; Aurelio miró su reloj y pudo ver con angustia que ya era casi la media noche. Tenían horas caminando, estaban agotados, uno de ellos pidió agua, Claudio se detuvo para abrir el termo que contenía café, estaba tibio. Cuando se lo dio le pidió que no se lo fuera a terminar porque era lo único que tenían. Pablo y Alejandro se sentaron sobre un tubo de cobre que estaba helado, transportaba agua. Tenían tanta sed que por un momento pensaron en la posibilidad de perforar aquel tubo pero su deseo sería imposible, no tenían herramientas ni la maquinaria adecuada para hacer aquello.
Mejor le paramos aquí y mañana temprano bajamos. No sabemos ni en dónde estamos. Además, ¿qué tal si nos encontramos con un animal y nos quiere matar? – miraron a Pablo, sin apoyar su idea y decidieron seguir caminando. Le recordaron que en casa estarían intranquilos. A regañadientes continúo caminando pero con gusto se hubiera detenido a descansar, al menos para dormir un rato, con suerte el cansancio los haría despertar hasta pasadas las seis de la mañana. Fue inútil que continuara diciéndoles que no era tan buena idea seguir adentrándose en el bosque hasta que unas tenues luces llamaron la atención de aquellos hermanos.
¡Mira Claudio! ¡Luces! – se miraron emocionados. Sabían que podían estar salvos si pedían ayuda a los habitantes de aquel lugar. Caminaron rápido hacia donde provenían aquellas luces, al estar cerca se percataron que eran que eran antorchas encendidas y que un muro desgastado los separaba de la oscuridad de la noche. Una vez frente al muro se dieron cuenta que se trataba de un convento. Lucía abandonado, el atrio estaba cubierto de maleza, las copas de los árboles ni siquiera se alcanzaban a ver por lo altos que estos eran.
Son como gigantes, dijo Alejandro incrédulo, aquí si te pierdes, nadie te vuelve a encontrar, remató.
¿Crees que haya alguien aquí? – peguntó Alejandro con cierta preocupación – Me duelen los pies y tengo mucho frío. Frente a una capilla que se mantenía cerrada tocaron un par de veces, de entre las penumbras un hombre se asomó, se trataba de un fraile. Sin pronunciar palabra les invitó a entrar no sin antes escuchar la perorata de disculpas de los hermanos por haber llegado sin aviso al convento. Ninguno pudo ver su rostro, ni sus manos. Su cuerpo estaba cubierto totalmente por su habito y su cabeza por la capucha. En la cuerda tenía colgando un Rosario de lo que parecía madera, estaba totalmente desgastado.
Estaban asustados por la noche tan oscura, la luna estaba ausente, no había más lugar que aquel convento para pasar la noche a salvo. En un movimiento rápido el fraile mostró su rostro pálido de pómulos huesudos y marcados, los labios tan pálidos que más bien parecían grisáceos. Les sonrió apaciblemente y les abrió otra de las puertas para que pudieran pasar a las celdas. Les indicó el camino estirando su brazo, ellos lo siguieron. Los cuatro jovencitos lo seguían cual mansos corderitos. Claudio le contó al fraile que se habían quedado dormidos en el bosque y que la noche los había sorprendido. Estamos cansados y hambrientos, ¿tendrán algún alimento que nos puedan ofrecer o agua para beber? – el fraile lo miró inquisitivo llevándose la mano a los labios en señal de silencio. Claudio obedeció y guardó silencio. Sus hermanos se rieron sin ser estruendosos.
Perdieron la cuenta de las veces que subieron y bajaron escaleras hasta que por fin el fraile les indicó las celdas en donde dormirían, dos en cada habitación. Los votos de pobreza eran reales, no había nada ostentoso colgado en las paredes. Las celdas no tenían mantas ni almohadones rellenos de pluma de ganso, era una cama de madera sin sábanas, la almohada un costalito de paja. Ni siquiera había luz eléctrica; el silencio era tal que sólo podía provocarles miedo.
Al momento de cerrar cada una de las celdas Aurelio se dio cuenta que varios frailes caminaban sin rumbo fijo, a ninguno se le veía el rostro. Rezaban entre murmullos, cuando los escuchó se le oprimió el estómago. ¿Los viste Claudio? A lo que él respondió con un sí muy discreto. Escucharon cómo el fraile cerró la celda y echó llave, se sintieron atrapados. Aurelio le pidió a Claudio una de las mantas que su madre les había puesto pero éste le negó con la cabeza que él trajera las cosas. Aurelio se acercó lo más que pudo a la rejilla para preguntarles a sus hermanos si ellos tenían las mochilas, éstos respondieron que seguramente las habían perdido durante la caminata. ¿Las dejamos en el coche? – nadie le respondió.
Hace mucho frio… – escucharon los cuatro una voz gutural en el pasillo – sintieron como los vellos de la piel se les levantaron y el cuerpo se les llenó de un escalofrío intenso.
¡Esa voz no es de un cristiano vivo! ¡Quién sabe adónde nos vinimos a meter! ¿Así se dicen excursionistas? ¡si a la primera se desorientaron! – gritó Pablo a sus hermanos.
Ahora, ¿cómo vamos a salir de aquí? – miró con angustia Aurelio a su hermano Claudio, éste le respondió calmo: Mejor nos dormimos y mañana temprano nos vamos de aquí a buscar el coche, espero no se lo roben. Si no, nos va a tocar pedir monedas o irnos de aventón.
Pasaron algunas horas cuando escucharon ruidos, al parecer eran los frailes que iban de vuelta a sus celdas. Claudio miró el reloj, era increíble que apenas había pasado una hora después de que le dijo a Aurelio que se durmieran. Sintieron un vientecillo helado y ambas celdas se abrieron; Pablo y Alejandro no habían podido dormir pues los murmullos de los rezos de los frailes habían sido demenciales. Les dolía la cabeza, en cuanto vieron su celda abierta entraron presurosos a la de Aurelio y Claudio, les pidieron largarse de ahí de una vez por todas.
Salieron rápidamente sólo para bajar y subier escaleras hasta que dieron con una de las capillas que estaba en total silencio. El fraile que les había recibido se encontraba hincado orando. Su rosario colgaba de la cuerda atada al habito, se movía oscilante sin tregua. Claudio le habló pidiéndole les abriera para salir y poder continuar con su caminata pero éste los ignoró. Se acercaron poco a poco un tanto asustados. Claudio miró el hermoso retablo, no reconocía a los santos expuestos pero sí a Jesús que se encontraba eternamente crucificado, sin ninguna esperanza de poder bajar; el madero se encontraba quemado. Todo estaba polvoso, descuidado, había telarañas, los cirios hace tiempo que se habían consumado, la cera estaba derramada en la baldosa fría. El corazón le latía rápido, eso no estaba nada bien, es más, quería salir corriendo de ahí sin parar hasta encontrar el automóvil. Encerrarse en su habitación y no salir jamás. Tomó aire mientras escuchaba la respiración agitada de sus hermanos. Entre ellos había una pequeña batalla; no sabían si tomarse de las manos o hacerse a un lado.
Se acercó al fraile poco a poco, juraba que los latidos de sus corazones eran lo único que se podía escuchar en aquella capilla. Tocó el hombro del fraile, tragó saliva al sentir una fila de huesos, sin carne ni músculo. Pegó un gritó, Aurelio retiró la capucha del fraile y cuando cayó el hábito como un saco vacío, una masa de polvo se esparció por el lugar haciéndoles toser sin parar. Corrieron sin parar por todo el convento hasta encontrar una salida que los condujo hacia un patio largo lleno de arbustos y árboles, cruzaron el atrio por el que habían entrado. La noche por fin ya estaba alumbrada por la luz intensa de la Luna, podían ver el camino, los cuatro huían desesperados, agitados, sentían como si alguien los persiguiera sin que se rindiera. Los rezos de los frailes se escuchaban poderosas, trágicas, agónicas. Eran como gritos ahogas por el dolor de la muerte. La desesperación de no encontrar una salida los alcanzaba hasta que alguien les gritó: “¡Ey! ¡Por aquí encontrarán la salida! ¡Corran!” – era una voz grave que después de aconsejarles empezó a reírse de ellos. ¡Qué fue eso! – gritó Alejandro con la emoción en el alma.
Gracias a que ese alguien les indicó el camino, pudieron encontrar la salida del convento. Nunca se detuvieron hasta ver la carretera que estaba totalmente desierta. Justo en una curva se encontraba el Neón ´95 color cereza. Claudio sacó del bolsillo del pantalón las llaves del coche, entraron con los nervios de punta, después rieron histéricamente. En seguida Aurelio y Pablo lloraron sin parar, era demasiado para ellos; Alejandro y Claudio sólo sentían cómo el cuerpo les temblaba; el parabrisas del automóvil tenía una fina capa de hielo que no le permitiría ver bien a Claudio, éste no podía creer que encima de todo tendría que bajarse para echarle agua y limpiarlo. Cerró los ojos intentando olvidar aquella escena del fraile que solo era un montón de huesos y polvo. Aquel lugar era una especie de bóveda de almas en pena, quizá el purgatorio. Anhelaba llegar a su casa, abrazar a sus padres y olvidarse de tan amarga experiencia. Sin embargo, no quería bajarse del auto, por un momento pensó que estaba soñando, que todo era una pesadilla. Nada era lógico, y el frío tan intenso era tormentoso. Sentía tanta culpa por tener a su lado a sus hermanos, la idea era que él fuera solo al Desierto, sin compañía, necesitaba distraerse, el medicamento no había estado funcionando debidamente. Su madre sabía de su angustia, sin embargo lo animó para que sus hermanos viajaran con él. ¿Qué cuentas le entregaría a sus padres? Se encontraban solos en su casa, tal vez angustiados por su ausencia. Si algo les sucedía a sus hermanos, lo que fuera, él sería el único culpable. Miró el reloj, sorprendido les dijo:
¿Son las doce de la noche? ¿De nuevo? – sus hermanos afirmaron con la cabeza sin poder emitir ni una sola palabra. Todavía con los semblantes desencajados.
Quizá no vimos bien la hora por la tremenda oscuridad que había en el convento o dentro del bosque, ya estábamos muy nerviosos y cansados. – intentó sin éxito explicar Alejandro.
A lo mejor no hemos salido del convento – replicó angustiosamente Pablo.
Mejor vámonos… – pidió con clemencia Aurelio.
II
Durante el trayecto a casa no hablaron ni una sola palabra. Claudio notó algo raro mientras manejaba, el camino cada vez se hacía más y más estrecho y pedregoso. Las luces de la ciudad se habían esfumado, el horizonte se perdió junto con los tejados que primero se vislumbraban desde donde se ubicaban. Encendió la radio, intentó sintonizar alguna estación, fue en vano. Bajó la ventanilla del coche pidiéndole a Alejandro un cigarro, se lo encendió poniéndoselo en la boca.
¿Qué te pasa? – le preguntó discretamente.
Nada… sólo que he visto ese muro derruido más de una vez, es como si no avanzáramos. –
Alejandro notó el sudor en la frente amplia de su hermano, sus brazos estaban tensos sin permitirse soltar el volante.
Quizá sean parecidos… – pero algo no andaba bien, el camino no llevaba a ningún lugar. ¡Qué hora es! – gritó a sus hermanos. Aurelio le respondió: Son las doce en punto.
Claudio sintió cómo el coche fue perdiendo velocidad hasta que se apagó por completo. La luz de la luna alumbraba tenuemente el camino por las altas copas de los árboles. Frente a ellos una horda de frailes los miraban en silencio, su capucha les cubría el rostro excepto a uno de ellos que reía macabramente mientras les mostraba que desde hace tiempo descansaban en la cripta familiar después de haber tenido un fatal accidente en la carretera.
¡Gracias por la lectura, sean dichosos!


