El eco eterno del silencio

Por: Julieta E. Libera Blas.

“Sólo cuando se está completo se puede llegar al señor del Mictlán.”

Este es un desierto enorme, el viento arranca el silencio; los viajeros se deben de sostener con la punta de los dedos si no quieren que los arrastre hacia los confines del mundo. La niebla ciega a los andantes, no saben en dónde están o hacia a dónde van. Creen saberlo todo en ese estado de inconciencia, en lo corto que son sus respiraciones, en lo débil que son sus voces. Nadie los escucha, nadie los mira, todo parece un sueño.

El camino es largo hacia la tierra de los muertos, los pájaros y los búhos son puro polvo; el viaje da inicio mientras el mundo se ha detenido. Sus cuerpos son etéreos, el cansancio aún no los envuelve pero están agotados, exhaustos y sedientos, ¿No habrá quién les ofrezca un poco de agua? A lo lejos los caminantes miran con sigilo al hombre que en lugar de ojos tiene un par de cuencas vacías, lo acompaña una discreta y socarrona sonrisa. Nadie sabe quién es pero el temor los atormenta; es inevitable no intentar escapar pero ¿adónde irían? Allá a lo lejos está una mujer que les recuerda el castigo que les espera. Sus fauces les inquieta, algunos tiemblan, miran cómo la mujer cuida montones de huesos; mejor se van a otro lado.

Apenas un suspiro cuando se encuentran frente a un rio caudaloso, cristalino, profundo. Algunos desean entrar a sus aguas que parecieran nubes pero la corriente no se los permite, es tan fuerte que las propias aves no se atreven a acercarse más de lo permitido. Miran perplejos que un centenar de perros corren desaforadamente hacia la orilla del rio. Sus patas enlodadas, las colas agitadas; son de todos los colores, tamaños, formas y razas. Distintos ladridos; los ojos de cada uno de ellos son como estrellas encendidas por la noche. Tranquilos y en paz les muestran sus nombres que en vida llevaron, los ahí presentes se sumen en la gloria de la dicha. ¿Hace cuánto tiempo que nos dejamos de ver?  -algunos se preguntan conmovidos por aquel encuentro-. Tantos años que han pasado y aún representas en mi vida todo lo maravilloso que me hiciste ser para ti, otros piensan. Otros celebran, aplauden, es un jolgorio, algarabía desmedida. Él busca a los suyos, recorre a cada uno de ellos hasta que se encuentra con sus miradas límpidas, gozosas, misericordiosas. Estalla de felicidad al verlos del otro lado del rio, su alma se abre totalmente como flor. Aquellos ojos negros, narices del mismo color, pelaje blanco y los otros café con negro. Tiene lágrimas en los ojos, tiembla de la impaciencia por abrazarlos. ¡Son ellos! grita su espíritu y por un momento el cansancio y el adormecimiento se desvanecen.

Una vez que a todos han reconocido, saltan al agua prestos a reunirse con sus antiguos dueños, aquellas almas que les cubrieron de amor, protección y cuidados. Sólo aquellas almas que les protegieron saben que ésos perros serán los únicos que podrán ayudarlos a cruzar el rio, aquellos que domaran a la corriente para no ser revolcados hasta ser lanzados al principio del fin.

Una vez que se han acercado, cada uno de ellos les ofrece su lomo para que sus dueños los monten y así puedan cruzar el rio. Contentos los van acariciando, otros más llorando, algunos ríen emocionados. La vida valió la pena al ser amados por esos seres que sólo ofrecen amor, lealtad y compañía. Ellos, los perros, gustosos los regresan a casa, en señal de agradecimiento por haberles dado refugio.

Él mira a sus perros, se monta en el más grande porque los demás son pequeños. Les acaricia, los besa, siente la corriente en sus piernas, tiene miedo pero ellos no y con eso le basta. Al llegar al otro extremo mira con tregua a los demás viajantes que aún no pueden creer aquel reencuentro. Empezará su camino pero algo lo detiene, quizá la curiosidad pero recuerda que se puede convertir en sal. Sin embargo, decide voltear hacia la otra orilla, mira con angustia cómo la bruma la comienza a asolar. Mira los rostros de ésos que se han quedado sin cruzar, chillan ya no lloran más, suplican que los dejen cruzar pero nadie los escucha. Piden ayuda a los dioses pero éstos se hacen sordos. Intentan entrar al río pero los lanza como lenguas de fuego azotándolos en la tierra árida. Llenos de barro meten sus manos al rio para intentarlo separar porque piensan que es una pesadilla, sus rostros son de dolor, gritan que les arde la piel y les quema el cuerpo. A otros se les seca la lengua, y el resto se queda en los huesos, las costillas se les clavan en los órganos. La soledad es tremenda y el hambre se siente eterna. ¿No hay quién los pueda salvar? Entonces recuerdan aquel perro que mataron a golpes, a machetazos. Otros piden clemencia al revivir los momentos en que les negaron la comida y  agua, amor y ternura, abandonándolos a su suerte en cualquier camino, amarrados dentro de un costal o en el madero de algún lugar olvidado. Uno grita desesperado que no lo volverá a hacer pero es tarde, el perro que vivía sin dañar a nadie, aquel al que todos daban de comer se asoma a verlo y el hombre le suplica piedad; su memoria lo traiciona y lo hace ver el día que lo molió a golpes no sin antes envenenar al resto de una manada que emocionados recibieron los pedazos de pan, el hambre les anudaba el estómago y ese viajero con toda maldad los engatuso con un amor fingido. Su agonía duró horas quizá días pero no les ayudo, les retiró el agua, a nadie llamó. Contento fue diciendo por ahí que había terminado con la plaga de perros, muchos se indignaron otros lo lamentaron. Ojala no te crucen al otro extremo del rio, le gritó una anciana con la cara desencajada pues eran su única compañía pero el hombre se carcajeo respondiéndole “¿Cuál rio? Uno se muere y ya no hay más, deje de ser tan supersticiosa” – se arrepintió de sus palabras, de su acto-. Toda su existencia fue miserable y sabe que no podrá cruzar.

Todos los demás miserables que no han podido cruzar parecieran gusanos que se retuercen cuando la sal les cubre el cuerpo. Su clemencia ya no es suficiente, les ocasionaron dolor.

Más les hubiera valido haberlos tratado bien; que los cuellos de sus perros siempre hubieran lucido una cuerda de algodón blanco y no hubieran recibido una tunda de golpes y malos tratos. Es sólo a través de ellos que pueden cruzar el rio, de otra manera se quedarán varados de ese otro lado sin ninguna oportunidad de iniciar su viaje al descanso eterno. Su cuerpo será diáfano, sus voces jamás se escucharán; vagarán por los páramos de la tierra del caos, ni las ofrendas, ni las flores y ningún rezo podrán sacarlos del lugar, serán presas del miedo y de la constante soledad. Vacío oportuno para tan tremendos actos, porque la humedad los engullirá y los gusanos les llenaran el cuerpo enjuto hasta que el dolor los haga penar a la profundidad de la raíz del calvario.

El dios omnipresente será el que les imponga el castigo, será el peor momento para pedir clemencia porque ya la oportunidad la perdieron. La indiferencia ante el dolor del pobre animal será el eco constante en el abismo de la eternidad y de ese lugar jamás podrán salir.

Llega un momento en que los viajantes deben de despedirse de sus compañeros de vida. Saben que su misión ha culminado, entre lágrimas y agradecimientos se van despidiendo de cada uno de ellos. Entre caricias, lengüetazos y ladridos se van alejando hasta perderse dentro del trigal dorado. Aquel vigía los recibe con alegría y sus dueños continúan el viaje, mientras el rio se va alejando poco a poco. Un día se han de reencontrar, quizá cuando sus almas estén limpias de culpas y de dolor, cuando estén llenas de vida, sanas de cuerpo y de espíritu, entonces los han de ver, no antes, no después sino en el momento adecuado para volver anudarse.

Entran a un camino cubierto de hiedra, los viajantes se asombran al ver lo pedregoso del camino. El viento son dagas de hielo, no hay luz pero sí un montón de voces que los llaman, algunos caen en la trampa y los arrastran a un abismo. Otros corren desesperados a los precipicios; él se queda quieto y nota cómo su tocado y sus joyas se van desprendiendo de su cuerpo, desea arrebatárselas a quien ha osado en quitarlas pero es en vano. Su cuerpo ya está desnudo de las riquezas del mundanal. De nada le sirven, a nadie podrá comprarle ni cobrarle ninguna atención. Se ha quedado todo en silencio, como si el tiempo que ya es solo espacio sólo tomara vida cada vez que las fauces de la perdición lo quieren devorar. ¿Faltará mucho? –se pregunta en voz baja- una más responde, es como caminar sobre carbones ardientes. De aquí no salimos, dice otra que no permite que la vean sin su vestimenta. Él no sabe ya qué hacer, tiene sed, sus pies están cansados; mira la planta de sus pies que está agrietada, sangra, emana un lamento tan profundo que está seguro que se ha escuchado en ese más allá en donde ya no se encuentra.

Está agotado, sus ojos se cierran, pero debe de apresurarse. Tiene hambre, hace tiempo que escuchó que una vez que llegan al lugar indicado podrá comer todo lo que ya no pudo en aquellos últimos días. No se lamenta, solo se avergüenza de que lo vean desnudo. Llora, llora sin parar, con ese sentimiento que sólo su madre podía comprender. Necesita escuchar una vez más a los suyos, pero sabe que no puede, que ya no necesita nada de lo terrenal, que ya nada lo sujeta; su cuerpo liviano se lo indica; ya no es el mismo hombre que abandonó su cuerpo, es otro sujeto, como si nunca hubiera existido aquel otro. Todo dolor siente que se desvanece, todo rencor se va disolviendo en cada pisada que se va borrando, cubriéndolo todo de polvo; no es más que olvido; la ausencia del cuerpo; ya los suyos no le lloran como antes, ya los rezos no le caen en la mollera; ya se van desvaneciendo sus risas, voz, alegrías. Todo ahora es distinto pero él no llega al lugar deseado y eso que ha sorteado pruebas aciagas. Quizá sea hora de detenerse, de olvidarse que existe un plácido lugar en donde los viajeros por fin encuentran la paz.

El viento corta en una montaña que se encuentra a sus pies; viento incontrolable y recio. Todo lo vuelve a perder, ya nada le queda de su vida pasada. Joyas, instrumentos, todo se lo arrebatan. Después un desierto tan distinto al del mundo que una vez conoció, ahí también el viento es fuerte, se agarra con las uñas, no puede detenerse, debe de luchar. A otros los ha visto volar a causa del viento, los lanza al inicio del camino del desierto, él no quiere comenzar de nuevo, no otra vez. Lucha que confronta sin ceder, hasta que pueda salir del desierto.

Entra a un tiempo oscuro, alguien lanza flechas que hieren y queman. Flechas que alguna vez fueron lanzadas en vida; “esas son todas sus luchas” –escucha decir a un errante-. ¡Debo sortearlas! –se dice así mismo para no claudicar, no debe de abandonar-. ¡Camina! ¡Camina! –escucha su voz en un eco que le provoca mirar de frente sin parpadear-. Cuando sale de ese funesto espacio entra a otro en donde se siente temeroso, “Aquí te comerán el corazón” –una voz terrorífica le inunda el alma-. Debe de correr para que no lo alcance el jaguar, si lo hace lo devorara, se alimentará de su corazón, a pesar de todo es cazado. Alimento y gozo para ellos, cúmulo de tristeza para los viajeros.

El final del viaje

Aquí sabe que debe despedirse, la tristeza ahora sí lo ahoga. Este camino es tan difícil para los muertos como para los vivos es enfrentar la vida. Se encuentra de nuevo de frente con aquel rio en donde se reencontró con sus perros. Esta vez debe de cruzarlo por cuenta propia, sus perros ya no lo podrán ayudar. Él se encuentra libre de su carga humana. Debe enfrentar a las almas que penan porque se niegan a abandonar la vida que una vez fue parte de ellos. Si les hace caso podría perderse junto con ellos.  

Una vez que atraviesa este sendero, escucha el martirio de aquellas almas que se desbarrancan a los abismos, nada puede hacer. Hay nueve ríos que le recuerdan lo duro que fue vivir para después morir y enfrentarse a todas estas pruebas extenuantes. Aquí él actuará ya sin dudas ni angustias. Aquí es consiente que sus deseos vanos eran simple ilusión. Por fin todo lo ve claro; entre penumbras observa a todas aquellas personas que una vez fueron importantes en su existir.

Al final del camino cuando se encuentra completo puede presentarse al dios del Mictlán, ya cuando la bruma se ha desvanecido. Ahora sí puede mirar al Señor de los Muertos o el Señor Humeante, a su lado se encuentra compartiendo el mundo de los muertos, la Señora de los Muertos, ella vigila los huesos. Él sin rastro alguno de carne, de su humanidad, les ofrenda lo último que lleva consigo que no es más que su espíritu, experiencias y su vida en el mundo de los vivos. Los dioses en pleno agradecimiento lo devoran para que su alma por fin marche a la eternidad.

El viajero por fin llega a ese mundo del que no se habla jamás, del que no se sabe nada. A ese mundo en donde la eternidad lo abraza y lo alimenta, ya es uno con la muerte. Esta paz eterna del silencio no se comprende; el viajero ya ha dejado todo atrás menos su esencia, aquí es donde se confirma su eternidad en las alas de los dioses.

¡Gracias por la lectura! Sean dichosos.

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