Flores para los difuntos

Por: Julieta E. Libera Blas

Todas la casas del pueblo estaban cubiertas con flores de cempasúchil, velas, comida, cruces, fotografías de vidas que ya hace tiempo se habían esfumado. Ernesto hace tiempo que no  rezaba ni se acercaba a la iglesia ni por error, una vez muertos sus padres la fe se le había escapado. No criticaba a los que asistían cada domingo a la iglesia pero prefería quedarse a dormir hasta tarde y descansar lo más que pudiera, no fuera a ser que la semana estuviera pesada.

Las mujeres que se encontraban rezando el Rosario en las casas vecinas se lo ofrecían a las almas de los fieles difuntos, según la gente del pueblo cada Día Santo ellos regresan a visitarlos y a comer sus alimentos favoritos. Algunas ánimas se la pasaban vagando de un lado a otro, lloraban, se quejaban. Él no creía en nada de eso a pesar de que toda la vida había visto a su madre y a su abuela montar la ofrenda con profunda solemnidad, dolor y dejos de alegrías que lo confundían. Cientos de veces miró a su madre con orgullo, preguntándose qué le pondrían a él si muriera, pero el tiempo pasó y algo se le extravió en la incertidumbre de haber perdido a sus amados padres, a su abuela, a sus hermanos. Todo de un tirón se lo quitaron; fue en una inundación; la pobreza había sido la culpable, el río, el aguacero incontrolable. Cuando se desbordó aquello, no hubo tiempo para salvarlos, todos se fueron con la corriente; cada vez que se acuerda siente coraje, impotencia, nadie les ayudó hasta que pasó todo. Jamás encontraron sus cuerpos; cada aniversario le reclama a Dios por haberlos abandonado. Se olvidó del Creador, y con todo ese bulto de piedritas cada noviembre se cruza de brazos; siempre enciende la radio recordándoles a su esposa y a sus dos hijos que no se atrevan a poner ninguna ofrenda porque se la verán con él.

¡Los muertos no regresan de ningún lado! ¡Mucho menos los que se ahogan! ¡Ni santiguarse pudieron! ¡Dejen en paz a los difuntos! – les gritaba con dolor.

Su mujer le obedecía con el nudo en la garganta y nomás salía con sus hijos al pueblo para ver las ofrendas y acompañar a la demás familia al panteón. No tenía dinero para comprar flores o siquiera fruta. Sus hijos le preguntaban cuándo ellos pondrían en su casa una ofrenda bonita, grande, llena de flores y repleta de comida. Pero la mujer de Ernesto sólo los miraba sin decir nada; el más pequeño atinaba a decir: “Dice mi papá que si no tenemos para comer nosotros, mucho menos los difuntos.”

Una sola vez compró unos cirios pascuales y bien agradecida por la venta se los fue a poner a su suegra y a los demás fallecidos aquella terrible noche. Ernesto la vio arreglando el altar y se enfureció nada más de ver aquello, entró como bólido a la cocina y le gritó que apagara eso, que nadie le había pedido rezos para sus padres.  ¡Pero necesitan luz! ella le reclamó intentando salvar los cirios y las flores. Las súplicas fueron en vano, Ernesto trozó los cirios, destrozó las flores y se fue para sólo volver bien entrada la madrugada.

Para esas horas Pilar, ese era el nombre de la mujer de Ernesto, lo escuchó respirar, sintió su cuerpo calientito a su lado. Le preguntó si quería cenar pero él respondió que no tenía hambre. Le ofreció café pero no tampoco quería.

  • Me siento triste Pilar.
  • ¡Déjalos que vengan Ernesto! Son tus papás, tus abuelos, tus hermanos…
  • ¿Quién me dice que ellos vienen? ¿Tú cómo sabes que ellos vienen a vernos? ¿Te consta Pilar?
  • Tu sabes que ellos quieren verte, hace tiempo que merecen siquiera una oración de parte tuya.
  • ¿Cuando se termina ese chisme?
  • Chisme… ya mañana se van en la tarde. Ya no hay nada en el mercado Ernesto, no hay flores, no hay nada.
  • ¡Pues róbatelas del cementerio, de las demás casas!
  • No, todo es de los difuntos, no seas majadero.
  • ¿Apoco nadie le pone nada a mi gente?
  • Se acuerdan de ellos pero las ofrendas es para sus muertos. No para los tuyos. Si las cosas fueran así de fácil.
  • Al rato vete temprano al mercado y consíguete algo para ellos. A la doña Alegría le gustaban los moles y los caldos, las tortillas, la cerveza. A don Alejo los frijoles con chile, las manzanas y las tortillas con sal, su café con piquete. Arroz, lentejas y a los abuelos el pan con su café negro y a los chamacos les encantaba el atole con arroz, el chocolate. Mañana vete temprano para que se den un festín.

Pilar se echó a llorar abrazándose a la almohada, sabía que no encontraría nada en el mercado. En la tarde su hijo se había asomado al mercado porque tenía hambre, pero no había nada más que pan y algunos guisados ya bien manoseados. Pilar se sentía tan cansada; tanto trabajo y entre más trabajaba menos tenían. Se fue quedando dormida lentamente, la voz de su marido la arrulló tan fácil. Se quedó tranquila al saber que su familia estaba ya dentro de la casa. No había nubes cargadas de agua, el río estaba bajo, todo estaba tranquilo.

ll

Bien entrada la noche Ernesto se despertó, la luna era llena y la noche estaba oscura. Se levantó de su cama y miró a Pilar perdida en sus sueños, los hijos también. Tenía hambre, tenía sed, se sentía muy cansado; por días había caminado durante horas buscando para que sus hijos y su mujer no se quedaran sin comer. Ahora sí se irían a la ciudad a vivir ahí en el pueblo ya era imposible. Los recuerdos eran como espinas, todos dolían. Él no quería que sus hijos padecieran lo mismo que él y sus hermanos, y sus padres, y sus abuelos. Ellos tenían que ser alguien en la vida, así debía de ser.

Caminó despacito por la casa hasta llegar a la puerta, le quitó la tranca y salió al patio que estaba cubierto de tierra; tierra seca, agrietada, sedienta. Caminó hacia la pileta, cogió uno de los vasos que estaba en el lavadero, lo llenó de agua y la tomó con prisa. Miró el cielo, estaba estrellado; su casa estaba caliente pero afuera estaba fresco. Las cigarras cantaban sin cesar, el ladrido de los perros se escuchaban a los lejos, sin gritos que los callaran o gente que los golpearan. Recordó que aquella noche también perdió a sus perros, se ahogaron, sólo pensarlo  le hacía llorar, a ellos sí los encontraron; le dijeron loco cuando los enterró debajo de un árbol. Estaban completitos, a los cuatro los puso en el mismo lugar. Le hubiera gustado hacer lo mismo con su gente pero a nadie encontraron. Quién sabe adónde habían ido a parar, quizá al mar. Entre la tristeza y el júbilo de recordar a su familia escuchó unos pasos que le hicieron voltear hacia esa oscuridad que cubría todo el patio.

¿Quién anda ahí? – gritó con voz ahogada. Agarró un cuchillo que se encontró encima de un bote de aluminio. Le temblaba la mano, nunca había matado a ningún cristiano mucho menos a un animal.

Soy yo mijo, soy yo, tu mamá – Ernesto se quedó callado, quiso echarse a correr y encerrarse en su casa pero se trató de tranquilizar. Respiró profundo y volvió a preguntar – ¿Quién anda ahí? – y la misma voz le respondió.

Somos nosotros mijo – ¿Papá? Respondió muerto de miedo Ernesto; su cuerpo temblaba, dio unos pasos hacia aquellos bultos que podía visualizar desde el lavadero. ¿Papá? ¿Mamá? – se echó a reír como un loco.

De entre la oscuridad sus padres, abuelos y hermanos salieron. Sus cuerpos brillaban, tenían luz propia, como lucecitas navideñas que ponen en el altar de las iglesias para la Virgen.

Corrió para verlos más de cerca pero ellos se alejaron. Su madre lo miró con su sonrisa fresca y su voz dulce. Hace tanto tiempo que no la veía, su cuerpo amorfo le recordaba el final que había tenido. Su padre le dio una palmada en el brazo pero no lo sintió, fue como humo. Los demás sólo lo miraban callados, sus ojos estaban vacíos y blancos muy blancos. Sus bocas parecían que estaban cosidas, sus ojos también.

¿Por qué están así? ¿Qué les pasó doña Alegría? – ella hizo una mueca, se acercó mientras que Ernesto intentaba alejarse, tenía miedo, ¿qué era todo eso? ¿por qué es tan incomprensible entenderlos? Sus voces eran metálicas, secas, un tanto solemnes.

Ellos están así porque tú no nos has dejado hablar más. Todos estos años hemos caído al olvido, tú nos has enterrado en el lodo en donde nuestros cuerpos no se hallaron. La tierra después nos cubrió, pensamos que tú nos recordarías pero nos olvidaste.

Ni una oración – interrumpió don Alejo.

Ni un recuerdo mijo en los días santos. Cada vez que queríamos venir tú nos alejabas con tu enojo y tu rencor. Esperábamos una veladora, una luz para nuestro camino pero nunca fue, cada día nos hundimos más y más. Por eso los chamacos y mis papás no hablan, les cosieron la boca y los ojos y tú los anudaste.

¡Yo no cosí a nadie! ¡Yo sí me acordaba todos los días que se murieron ahogados! ¡Yo los busqué! ¡Los busqué, lo juro! – empezó a llorar como un chiquillo. Su madre se acercó a consolarlo, lo abrazó, le peino el cabello ralo con sus manitas delgaditas. Él la abrazó bien fuerte, se le escurrieron  las lágrimas en su delantal de cuadritos. Don Alejo le acercó su pañuelo azul celeste, Ernesto se lo quitó para sonarse la nariz, su papá empezó a reírse. Su mamá también. Entre los tres se abrazaron, se besaron las frentes, Ernesto besó las manos de sus padres muertos hace más de diez años.

Hemos venido hoy porque escuchamos que nos recordarás mañana. Te lo agradecemos hijito, ¿ya ves que fácil es estar cerca de nosotros? Mañana nos veremos en la tarde, antes que el Sol caiga mijo. Aquí vamos a estar para que nos acompañes y podamos regresar a sus oraciones.  – dijo su padre mirándolo con esos ojos llenos de amor.

Mijo, gracias. Tu padre está orgulloso de ti, de los nietos que ya no vimos nacer. Mañana cúbrenos de flores y de veladoras, ¡Te va a quedar bien bonita la ofrenda! No olvides depositar todo tu amor en ella. – dijo su madre emocionada. Los cirios mijo, no los olvides, deben de ser cuatro. Dile a doña Licha que ella debe de rezar el Rosario, y que tu mujer levante la cruz.

¿Cuál cruz doña Alegría? – la miró sin parpadear, le dio miedo, aquello parecía una sentencia.

La nuestra, no tuvimos cruz y llevamos no sé cuánto tiempo perdidos. Aquí la vida es tranquila pero no me gusta tanta oscuridad. – su marido se acercó a ella haciendo ruidos raros con sus piernas. Su cabello tenia barro, su cara también. Sus dedos estaban torcidos, los de su madre también, no alcanzó a ver a los demás pero el frío le rodeó desde las piernas hasta la punta de su cabeza. Abrió los ojos, sus padres no se encontraban en ese lugar. Se dio cuenta que estaba en su cama, a lado de su mujer que seguía dormida. Ya casi era de mañana. Le habló a Pilar una, dos, tres veces, pero nada, ella no despertaba. Sin pensarlo corrió al mercado, cogió un billete y se fue corriendo. Pasó por todas las casas que se encontraban con las puertas abiertas de par en par, el aroma a cera, a flores. Las ollas de café estaban humeantes, los perros le ladraban al verlo pasar, otros aullaban. Vio cómo unos zopilotes hacían ronda en su casa, quizá un animal muerto, pensó mientras caminaba rápido al mercado. El silencio le inquietaba, era como si todos estuvieran dormidos, no eran tan temprano, quizá la noche había sido pesada por aquello de la velación. Era un pueblo pequeño en donde todos se conocían.

Si aquello había sido un sueño, lo había comprendido bien. De hoy en adelante su gente tendría su ofrenda como antaño su madre lo hacía para sus difuntos. Llegó al mercado, había mucha gente, algunos desayunando, otros caminaban sin ton ni son. Había unas viejecitas tomando champurrado sobre unas sillitas de madera. Se reían entre ellas, otras devoraban la comida. Algunos más tomaban cerveza; apenas que llegó con doña Licha le pidió que rezara el Rosario en la levantada de cruz, que su madre así lo había pedido pero que antes le vendiera unas flores blancas y otras de cempasúchil. Ella dijo a todo que sí, estaba contenta, supuso que pondría una ofrenda.

¡Pero córrele porque hoy se van Ernesto! ¡Allá venden pan! ¡Todavía tienen, apúrale! – Ernesto corrió hacia el expendio de pan, lo compró. Se sintió incómodo al escucharlos cuchichear y como no sabía lo que decían prefirió ignorarlos. Hasta que se acercó don Demetrio; todo reacio como siempre ha sido, con su cara torcida por la embolia que lo dejó grave. La cara se le veía gris, su caminar era torpe pero el brillo de los ojos aún le quedaba.

¿Para qué tanto correr si ya no tiene caso? Hoy se van Ernesto, yo que tú le corría para la casa y mejor reza por sus almas, aún están perdidas Ernesto. ¡Reza mucho Ernesto, mucho! – nomás lo miró, se aguantó por respeto porque ya era un viejo. Corrió por todo el sendero, hacía frío pero la prisa le hizo acalorarse. Cuando llegó a su casa no había nadie, su mujer Pilar y sus hijos no estaban, quizá salieron por más cosas, por los cirios y la sal para su camino. A lo mejor por el misal de su abuela que lo rescataron del lodazal, lo único que les quedaba de ellos, el sacerdote del pueblo lo guardaba por temor a que cumpliera Ernesto su juramento de quemarlo y no dejar rastro de Dios en ellos. Así de desquiciado había quedado y le daba vergüenza haber actuado de esa manera.

Se fue directo a la cocina; de Dios sabe dónde sacó un papel de china que lo cortó haciendo formas, quemó pedazos de cartón y de papel para tener ceniza y formar la cruz. La sal estaba en un saquito, la esparció por todo el lugar. Extrañado se preguntó, ¿por qué hacia eso? ¿por qué la cruz la había hecho tan grande? El incienso, el agua, el pan; faltaban las veladoras, las fotos que no tendría el altar porque no había sobrevivido ninguna ante aquel catástrofe.

Cuando comenzó a poner el arco de flores se comenzó a marear, escuchó que sus hijos llegaban junto con Pilar. Bajó del banco para recibirlos pero sintió cómo el cuerpo se le hacia lacio, lacio. Escuchó la voz de su mujer anunciándole su llegada y que había podido comprar algunas cosas que le gustaba a su gente. Se le ocurrió ir a su cuarto para darle una sorpresa, se imaginó abrazada a ella, y sus hijos jugando y riendo a su alrededor.

¡Ernesto! ¡Sal del cuarto! ¡Ya es más de medio día y no puedes seguir durmiendo más tiempo! Vamos a llegar tarde a la misa. Ya se la encargué al padrecito pero me dice que hoy no, que mejor el domingo. ¿No me escuchas? ¡ven para que comas algo con los niños! – Pilar se encontraba contenta, el milagro había llegado y por fin su marido aceptaba que sus padres, abuelos y hermanos estaban muertos y que merecían una ofrenda, ser recordados. Puso las flores en el altar, acomodó las veladoras, le dijo a uno de sus hijos que empezara a hilar el arco de flores. ¡Qué lástima que no haya ninguna foto! pero las oraciones les caerán a todos.

¡Ernesto! – gritó con mayor fuerza Pilar. Ya molesta fue a buscarlo al cuarto y ahí estaba Ernesto, enredado en las sábanas color café que apenas habían estrenado. Su cabeza estaba hundida en la almohada, la cortina y la ventana aún estaban cerradas. Por mero impulso abrió la ventana corriendo de un tirón la cortina. Lo miró dormir tranquilamente, se acomodó a lado de él, su cuerpo estaba tibio, acarició su cabello, tocó su espalda.

¿Estás cansado verdad? Ni me escuchas que desde hace rato te hablé para que nos ayudes para poner la ofrenda, tus hijos están emocionados. Necesitas comer algo, hace como tres días que no lo haces por berrinchudo.  La misa es a las tres, hoy no podemos hacerles una a tu gente porque está prohibido. Ya tengo el misal, lo voy a poner en la ofrenda. A ellas les gustaba mucho, nunca supe quién se los dio. Ernesto, ¿estás tan dormido que no me escuchas? – Pilar le habló a Ernesto, una, dos, tres veces pero él jamás respondió.

(Sumergido en el lodo, apenas con la cabeza asomada Ernesto le pidió a Pilar que no se le olvidara recoger la cruz pues su mamá así lo había pedido.)

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