Por: Julieta E. Libera Blas
¿Has visto alguna vez algo que da tanto miedo que se lo quieres mostrar a alguien más?
The Ring
Queridas y amables lectores:
Todo comenzó en mi infancia. Como cada mes, si mal no recuerdo, nos marchamos a Morelos mis padres, mis hermanos y mis abuelos maternos: Reyes y Carmen. El camino sería largo, cruzaríamos pueblos, casetas, contaríamos borregos y vacas y mi querida madre nos diría con su carita de asombro las figuras que encontraba dibujadas en las nubes y por fin llegaríamos a Tlaltizapán de Zapata.
Tlaltizapán significa “pies sobre tierra blanca.” En ese lugar se encuentra ubicado el excuartel del general Emiliano Zapata. Lo instaló en donde antes se encontraba un molino de arroz dentro de una finca porfiriana, y que fue utilizado de 1914 a 1918. En el año de 1969 fue remodelado para ser utilizado como museo e inaugurado el día 10 de abril del mismo año. En el año 2003 fue reinaugurado por la conmemoración luctuosa de los Mártires de Tlaltizapán.
Cuando era niña una de nuestras paradas predilectas era visitar el pequeño zócalo del pueblo, una plaza agradable en donde sentías una sutil brisa gracias a los inmensos árboles que cubren aún el lugar. En una de las esquinas existía una heladería en donde las paletas de hielo eran su máxima estrella. Sus sabores eran tantos que siempre elegía la paleta de limón o grosella, me gustaba lucir mi pequeña lengua porque me imaginaba ser un vampiro que acababa de morder a una de sus victimas.
Después de descansar del viaje, algunas veces entrabamos al cuartel del General Zapata, me maravillaba hacerlo. En ese tiempo era un lugar tan conocido que los pobladores ya no lo visitaban, sólo los de paso o de estadías cortas como mi familia. Me atrevo decir que en mi juventud lo percibía un tanto abandonado.
Recuerdo que estaban expuestas fotografías, planos, banderas; dentro de la cocina se encontraba una mesa de madera, sus sillas eran de palma; en las paredes lucían colgadas cazuelas, jarros de barro y cántaros llenos de polvo y telarañas que alguna vez almacenaron agua fresca. Cuando mi mamá Carmelita me servía agua directo del cántaro, tenía la pésima costumbre de morder el vaso, por la sencilla razón que sabía a barro, su sabor era delicioso; mis hermanos hacían lo mismo. Los vasos de barro lucían mordisqueados y mi mamá por más que nos pedía no hacerlo, parecía que nos decía: vayan y muérdanlos.
Dentro de este cuartel se encontraba el cuarto del General Emiliano Zapata (1879-1919)- En las paredes estaban colgados retratos. Su cama estaba cubierta con una sabana de manta ya percudida por el paso del tiempo, una almohada muy delgada; la cama era de latón.
En otra habitación pero dentro de una vitrina la ropa que usaba el día que el coronel Jesús Guajardo bajo las órdenes de Pablo González y con la autorización del entonces presidente Venustiano Carranza, le quitaron la vida.
El día 10 de abril de 1917 en la Hacienda de Chinameca ubicada en Cuautla de Morelos en el Municipio de Ayala a las 14 horas y después de tres clarines, la vida del jefe sureño llegó a su fin. Su cadáver fue expuesto durante un día en el Ayuntamiento de Cuautla. Su sombrero ensangrentado, sus calzones de manta gruesa así como sus pantalones; sus botas también manchadas de sangre, estaban expuestos en el museo; en una de mis tantas visitas al lugar mi hermano y yo nos percatamos de algo: las ropas, armas y demás accesorios del General los había cambiado por accesorios y ropa nueva; ignoro si fueron guardados para su preservación o sólo alguien los tomó como su tesoro particular. Siempre me impresionó ver su ropa ahí expuesta, ese halo de muerte y de incertidumbre aún se encontraba flotando en ese lugar. Los periódicos de aquel año se podían ver dentro de una vitrina, hubiera querido hojearlos, saber lo que decían pero era imposible.
El rostro de Zapata todas las noches de nuestra estadía en Tlaltizapán me seguía y no ayudaba mucho llegar a la casa, abrir el zaguán de par en par y ver justo en la entrada un árbol de guamúchil enorme y observar con cierto temor y duda el por qué algunos zapatistas aún continuaban merodeando esos lugares, si habían pasado más de sesenta años de la muerte del general. Lo mismo me preguntaba cuando mis primos y yo, abríamos el zaguán por las mañanas para mirar pasar los camiones cañeros; recuerdo que los doseles de la caña se arrastraban en su viaje rumbo al molino que se encontraba a unos veinte minutos de la casa, algunos se quedaban sobre la carretera. Su aroma era inconfundible, penetrante, único. Sin embargo siempre me inquietaba ver pasar a los zapatistas, mi mamá Carmelita me decía que no les debía de tener miedo sino pedir mucho por ellos. Seguramente van adonde el cuartel, ella me decía mientras me abrazaba. Yo les notaba un andar lento, diáfano casi doloroso. Otros eran de paso enérgico y aún cargaban sus cananas. Otros jalaban burros o caballos pero no saludaban, ni hablaban. Solo caminaban presurosos rumbo al zócalo o quizá al cuartel.
Algunos nos daban los buenos días casi musitando las palabras, mascándolas; aún así todos educadamente les respondíamos. Nunca les vi la cara, a excepción de un viejecito que siempre saludaba a don Reyes, mi abuelo. Recuerdo su cara arrugada como una pasa, sonreía con su único diente y su sombrero que siempre llevaba en la mano. Siempre iba descalzo.
La noche cae, cae, cae…
Aquellos días que ciertamente jamás volverán, eran de una algarabía incomparable, sobretodo cuando mis primos iban con nosotros o mi tío nos alcanzaba un día después y éste llegaba a la casa con su vasta familia. La casa se convertía en juegos, carcajadas, llanto, peleas, todo lo que se hace cuando eres un niño.
Recuerdo que en afuera de la casa, digamos el patio, porque era una casa muy grande, ponían una mesa enorme en donde mis primos, abuelos y padres alcanzábamos perfectamente. Las comidas estaban llenas de risas, estruendo; los mayores hacían sobremesa acompañados de un café de grano que olía riquísimo. Sus pláticas parecían interminables. Nunca había postre, supongo que no lo necesitábamos. Después de la comida esperábamos tres horas para que la comida nos hiciera digestión y así poder entrar a nadar “a la pileta.”
El agua estaba helada, pocas veces tibia y era un martirio cuando ésta se encontraba vacía porque no se podía llenar en unas cuantas horas, algunas veces se llevaba días para siquiera estar a la mitad. Cuando se es un infante, esto es una catástrofe.
Pero teníamos todo un “terreno” lleno de hormigueros ubicados estratégicamente en todo el lugar, las hormigas fundaron un mundo sin que nos diéramos cuenta. Teníamos que tener cuidado con las arañas y los alacranes. Más de cien árboles alrededor nuestro y hojarasca para barrer, no era excusa para aburrirnos, es que uno no podía tener tedio en ese lugar porque siempre había algo que hacer: aunque don Reyes una vez subido a un árbol le cayó en la nariz soberano aguacate que casi se la parte; todos corrimos, todos gritamos porque él estaba sangrando, al final mi papá lo auxilió y todo marchó bien después del incidente. Otras veces esperábamos nuestra santa digestión desesperados para poder ir al río y poder meternos a nadar. Entre el viento fresco, pasto, árboles, piedrecitas, tierra y una corriente fortísima podíamos pasarnos la tarde tan contentos que el tiempo se nos iba como agua hasta que caía la noche.
En aquellos años Tlaltizapán no contaba con luz eléctrica, así que se encendían quinqués, velas, y como comprenderán no había televisión o radio. Nuestra música eran las chicharras, los grillos, las aves nocturnas, el ruido de los cañeros que pasaban a toda velocidad afuera de la casa. Nuestro radio eran las voces de nuestros amados abuelos, de mis padres, de mi familia. Esas noches eran una ensoñación.
Al dar las tantas de la noche y bajo su manto oscuro, don Reyes reunía a toda la pipiolera, como diría mi mamá Carmelita, que eran sus nietos y los sentaba a su alrededor, con su quinqué encendido con luz tenue comenzaba aquella majestuosa función para contarnos historias de terror que me asustaban y a su vez me maravillaban. La voz que mi papá Reyes utilizaba, no era de ultratumba, no la forzaba, simplemente le daba tonalidades que nos provocaban tenerle pánico a ése silencio que nos envolvía al escucharlo hablarnos con total seriedad de una mujer que cada noche asomaba medio cuerpo de la “pileta.” Le gustaba comer niños y llevarlos al cuartel para que el mismísimo General se los llevara a la bola por portarse mal o qué decir aquella historia del zapatista que todas las mañanas se dejaba ver colgado del guamúchil pidiendo agua a quien pasara por ahí: Dame agua, tengo sed, bájame de aquí niña…
Pero eso no era una historia sacada de sus anotaciones, esa historia yo la sabía perfectamente, hace tiempo se la había contando a mi mamá Carmelita. Una mañana me vio salir de la casa con un vaso de agua en las manos, llevaba prisa, ella me siguió sin que yo me diera cuenta. Al llegar al guamúchil me detuve, extendí las manos en dirección a una rama, estuve parada durante un tiempo prudente hasta que ella se acercó. Me preguntó qué estaba haciendo a lo que yo le respondí: El señor me dijo que le diera un jarro de agua, que tiene mucha sed.
Mi mamá Carmelita me miró por un largo rato mientras yo miraba a aquel señor que colgaba del cuello, su lengua morada casi negra aún la recuerdo. Sus ojos desorbitados, su cabello parecía que había estado durante mucho tiempo dentro de una caja llena de tierra, sus ropas estaban roídas pero sus huaraches parecían intactos, como si nunca los hubiera usado. Mi mamá Carmelita sólo atinó a decirme que no le hiciera caso y que mejor nos fuéramos a la casa porque hacía mucho frío y podíamos enfermarnos. Me tomó de la mano pero me negué a irme sin despedirme de ese señor al que le dolía el cuerpo, como si alguien lo hubiera molido a palos o al menos eso me dijo alguna vez. Mi abuela me insistía en irme y yo en decirle: dice que ya se quiere ir a su tierra, que si lo bajamos…
Mamá salió de la casa, miró hacia el árbol, caminó hacia nosotras cogiéndome de la mano con fuerza para alejarme del lugar. Después de aquello, a la siguiente visita el árbol había desaparecido de la entrada. No había más colgado, no más alma en pena o al menos así lo pensaron ellos hasta que en una de las tantas reuniones de narraciones de terror obsequiada por don Reyes, el colgado apareció de nuevo, con sus ropas sucias, roídas, los huaraches sin usar; su lengua ahora azulada pero ya dentro de su cuerpo. Se encontraba animoso porque alcanzó a decirme que ya se iba para su pueblo sólo que le hacía falta despedirse de la niña que le daba agua cada vez que lo visitaba.
Cuando la noche cae allá en Tlaltizapán recuerdo la voz de mi papá Reyes asustando a sus nietos para que nos dieran miedo sus historias. La luz de los quinqués y de las velas alrededor de la mesa, los gritos de mis primas y el temor que me producía siquiera mirar hacia el terreno porque pensaba en que si lo hacía me encontraría con un fantasma o un ser desencarnado. Tal vez los árboles si les prestaba atención se convertirían en monstruos que nos arrancarían los ojos o las almas para llevárselas al cuartel y ahí las hicieran perdedizas, vaya usted a saber. Mejor no voltear, por ahí dicen que uno se puede convertir en sal.
Las noches estrelladas e inolvidables de Tlaltizapán están llenas de belleza y de un gusto a las historias de espanto que mi madre aún no entiende el por qué su papá nos las contaba y confieso que mi gusto por el horror se lo debo a don Reyes Blas Elizalde (1915-1990.) El comienzo de octubre es obviamente la apertura hacia el penúltimo mes del año, noviembre, en donde nuestros muertos nos visitan y con gozo recibimos. Una hermosa costumbre de nuestro magnifico país, lleno de bondades y de espantos.
Le sigo temiendo a los alacranes más que a los colgados que me hablaban de no sé qué lugar, de un más allá que tal vez está más cerca de lo que imaginamos.
¡Gracias por la lectura, sean dichosos!


