patear el bote

Patea el bote

Por Enrique Fortunat D.

Pateo la lata vacía sin pensar, La calle mojada por la lluvia recién caída es un espacio ideal para no sé qué pero cuando menos para que yo esté ahí pateando un bote a las 8 de la noche sin finalidad ninguna.

Hay días así. No parecen tener un propósito claro. Aunque en una segunda consideración tal vez ese es precisamente su fin: ser nada más que un lapso para que todo en ellos quepa incluido el ocio.

Tal vez por justificar mi propia vagancia pienso que el ocio está infravalorado. Bien visto es el descanso en el que la mente puede, digamos “estirar las piernas”. Salir de paseo por cuanta tarugada o genialidad se nos ocurra. Es la oportunidad de alcanzar un estado cuasi onírico en el que un suave sopor nos alza para divagar por intrazados e indefinidos rumbos que no parecen tener otro propósito que el que los transitemos por única vez. Son la cumbre de la utilidad instantánea, irrepetible y automáticamente desechable.

Vuelvo a patear el bote vacío.

El ruido del metal parece multiplicarse por la calle, chocar en las banquetas, escurrir por los muros y esconderse bajo los autos estacionados.

Un gato abandona su puesto de vigía y a velocidad inverosímil desciende del muro, cruza la calle, trepa por el tronco de un árbol y se posiciona en otro muro. La guardia está montada.

Reviso los bolsillos de mi pantalón, apenas tengo un par de monedas, en los de la chamarra solamente porto las llaves de casa y un pañuelo de tela.

¿Quién demonios porta un pañuelo de tela en estos días? Pregunta que escucho repetidamente. Pues evidentemente, yo. Pero jamás lo he usado para desalojar las mucosidades de la nariz. Es muy prosaico eso para un objeto que escapa desde el pasado hasta mi bolsillo. He secado el sudor propio, de mi hijo y sobrinos; limpiado lentes; pequeña compresa para detener una hemorragia; también ha sido el servicial trapo para limpiar la mancha en el vestido de alguna dama y, por supuesto, el entrañable y personalísimo espacio en el que cayeron mis lágrimas al despedir a seres muy queridos.

Esto voy pensando cuando el ya maltrecho bote aparece nuevamente al alcance de mi alguna vez educada pierna para jugar futbol. Parece un siglo atrás. Lo pateo con fuerza y no mal estilo.

Nunca practiqué el futbol en algún equipo organizado, mis andanzas se redujeron a cascaritas callejeras y ocasionales partidos en algún parque o cancha de tierra. Sin embargo puedo decir sin falsa modestia que era, si no bastante bueno,cuando menos lo suficiente para que nunca me eligieran al último al formarse equipos y en muchas ocasiones era yo mismo quien era el encargado de elegir a quienes jugarían. No es poca cosa en el barrio.

De hecho no fue sino hasta ya adulto que compré mi primer balón reglamentario. Zapatos de tacos o tachones, sí tuve y bastaba con ellos para incorporarme a un equipo cuya existencia era de unas horas, aunque hay recuerdos que duraron para siempre.

El gol del gane en el recreo cuando jugamos contra sexto y a segundos de que sonara la chicharra que daba por terminado el recreo y con ello el partido, me llegó la pelota de aire y a pesar del jalón que incluso rompió el bolsillo de mi camisa del uniforme, alcancé a rematar mientras caía y clavé la pelota en la portería ante la infructuosa estirada del “Gus” a quien nunca le había podido anotar un gol. Un par de segundos después sonó el timbre. Ganamos por primera vez los de quinto. Carajo, sí que fue un pinche golazo, aunque seguramente nadie lo recuerde.

Otro certero puntapié manda el bote varios metros adelante.

El frío comienza a apretar para satisfacción de un servidor. Gusto de un poco de frío, no soy muy amigo de los calores extremos. De hecho cuando visito lugares en que calor y humedad se combinan suelo pasarla muy mal los primeros días. No puedo sino quedar perplejo y lo que rima con ello cuando pienso en los primeros habitantes de esos sitios que hoy nos siguen pareciendo inclementes. Sin ventiladores ni sistemas de refrigeración, obligados a conseguir el sustento diario sin espacios para el almacenamiento. El agua siendo factor de vida o muerte, al acecho de animales e insectos mortales. No sé si hubiera podido sobrevivir en esas circunstancias.

Miro a la derecha y veo el local en el que durante años estuvo la tienda de abarrotes a la que innumerables veces fui a comprar la leche o refrescos. En ese entonces los envases de los refrescos eran todos de vidrio, retornables so pena de pagar el importe de cada uno y, además, pesaban un demonial.

Estoy a punto de llegar a la avenida en donde pasa el pesero que me lleva a casa.

Busco el bote. Está cerca, lo llevo como si recorriera con él la cancha y atravieso la avenida. Lo levanto y lo dejo en un cesto de basura.

Me subo al pesero que va semivacío. Una luz mortecina ilumina el interior. El conductor viene escuchando música de boleros. Se ve que ya es un veterano curtido en las lides del asfalto. Al ritmo de “Sin ti” rememoro la vez que vi a una muy linda muchacha sentada frente a mí en una combi. Para eso de ligar fui sencillamente torpe e inoperante. En esa ocasión, le pasé a ella lo de mi pasaje e indiqué la chofer la esquina en que bajaría, ella pagó y también pagó lo de su tarifa. Bajaría una cuadra después que yo. Al llegar a donde debería bajar, para mi sorpresa me animé a decirle al chofer: “mejor en la otra”. Bajé junto con la chica. Notó mi recurso, me vio y sonrió. Le hice un cumplido a sus ojos, que eran almendrados y de color miel, en verdad bonitos. Funcionó el acercamiento y me permitió acompañarla a su casa. Salimos unas cuantas veces, pero salvo unos besos nada más se dio.

Se acerca mi destino, esta vez no hay ninguna dama que altere mi bajada.

Desciendo del vehículo y camino un par de cuadras a ritmo lento,  entro al edificio y subo un par de pisos.

Iba a contarte algo más, pero ya estoy en la puerta, gracias por acompañarme. Luego seguimos platicando.

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