Por Juan de Lobos
Mi General Villa nos había mandado a capturar una locomotora que venía del norte, estaba repleta de ametralladoras, “Coconas” como les llamaba la “juanada”, teníamos que interceptarla, pero nos rebasó en el paso hondo y le perdimos la pista. Ya andábamos todos azorrillados por la regañiza que nos daría mi General Villa por haberle fallado y hasta nos andábamos haciendo la idea que nos pasara por las armas. Éramos un grupo de difuntos ambulantes cuando sucedió lo que pensamos que era un milagro: apenas saliendo de un túnel vimos a la locomotora, quietecita, ni humo echaba. Decidimos esperar encimita de la loma, donde no nos llegaran los plomazos de los pelones y le dije al Cabo Parra que se acercara a la máquina con harto sigilo, nomás para ver qué se traiban entre manos esos jijos de la guayaba, hasta ese momento no habíamos reparado en el silencio que había.
El Cabo Parra que era rete entrón se juntó a cuatro más de los de su pueblo y bajaron la lomita con cuidado, ligeritos y ya estaban a mitad del camino -yo los devisaba con mi catalejo de latón, regalo de mi General-; se acercaron los muchachos al tren, y con cautela se asomaron en los seis vagones; mientras que yo seguía con mi miralejos y por más que buscaba encontrarme a algún pelón, nomás nada; se regresaron igual de rápido los muchachos y el cabo Parra me dio las novedades, según su dicho el tren estaba vacío, ni un alma, nadie y tampoco había cuerpos ni nada, nomás estaba parada la máquina.
Ya estaba atardeciendo y decidí que lo mejor sería esperar y vigilar la locomotora desde la loma y no exponernos, esto me daba mala espina, pero ni modo de no cumplir la orden de mi General. Según Parra, las cajas con las ametralladoras estaban en los vagones de carga, pero me dijo también que le había dado mucho miedo estar ahí, me dijo que nomás habían revisado los vagones que estaban afuera del túnel, porque sintió cómo se le helaba el espinazo al acercarse a la oscuridad y no quiso que sus paisanos tampoco entraran. Parra nunca ha sido collón y aunque me molesté un poco ya no se la hice de cuento.
Montamos el campamento en la lomita ya estaba atardeciendo, hasta ese momento nos dimos cuenta que los únicos sonidos que se escuchaban eran los que hacíamos nosotros y nuestros caballos, ni se escucharon los zanates, ni tampoco grillos, decidí que no se prendieran fogatas por si los pelones nos querían emboscar. Nadie en el campamento hablaba, tampoco nadie dormía, presintiendo tal vez que la muerte estaba muy cerca.
El silencio
Al día siguiente amaneció sin el canto de los pájaros, eso nos atemorizó a todos, pero ninguno dijo nada, miré nuevamente con el catalejo y no vi ningún movimiento, le pedí a los hombres que montaran, a la retaguardia le dije que prepararan a la mulada para que en cuanto tomáramos el tren, llegaran a cargar las cajas con las ametralladoras. Bajamos la loma al trote, pero los caballos se empezaron a poner nerviosos y a encabritarse, si no fuéramos tan buenos jinetes, todos habríamos quedado tumbados ahí mero, ordené galope tendido y mis dorados rodearon la locomotora con los mausers preparados, pero nada.
El capitán Eraclio había sido maquinista y dijo que la locomotora estaba buena, nos inquietaba mucho tanto silencio, y decidimos que lo mejor era mover la máquina para adelante y sacarla del túnel, acercarla a las acémilas, porque esa vía nos iba a alejar del Cuartel General pero evitaría que las mulas se agotaran de más y mejor tenerlas descansadas para cargarlas con más peso.
El capitán Eraclio le dio instrucciones a dos soldados para que comenzaran a palear carbón en la caldera después de encenderla, comprobó que tuviera suficiente agua y abrió las manijas, un gemido prolongado de los pistones, las ruedas comenzaron a girar una nube de vapor salió de la chimenea y de debajo de la máquina que comenzó a moverse lentamente. El capitán Eraclio era un buenazo, Se puso unos guantes de carnaza y jaló unas palancas, los soldados dejaron de palear y el resto del tren salió a la luz, pero un gemido siniestro se escuchó en el fondo del túnel.
Los caballos se encabritaron y bufaron asustados, ni mi “Centella” se estaba quieto y eso que estaba curtido desde la toma de Zacatecas. Del fondo del túnel se seguían escuchando esos gemidos espantosos y enseguida nos llegó el tufo como de animal muerto, y un chingonal de moscas, de esas zumbonas de las panteoneras pero coloradas y brillantes, salieron del túnel. Hacían una nube enorme, ruidosa, apestosa y nos rodearon por completo hasta que se siguieron de largo mientras las espantábamos con sombrerazos, el sargento Chuy se cayó del caballo y se partió toditita la maceta. Después del susto, los gemidos siguieron aumentando de tono, y del túnel comenzaron a salir un resto de federales, no nos tomaron desprevenidos y comenzamos a dispararles, pero no se ocultaban ni dejaban de caminar por más plomazos que les metíamos, le ordené al capitán Cutberto que rodeara la locomotora para despejar por completo el túnel y rodear a tanto pelón jijo de la jijúrria.
Seguían saliendo federales, eran un resto y nomás no se morían, salió un oficial y levantó su máuser y sin apuntar a nada disparó, y los demás pelones, como adormilados lo imitaron y comenzaron a disparar a lo puro loco; mis hombres comenzaron a cubrirse, muchos desmontaron y se colocaron detrás de piedras, los que estaban en la locomotora o cerca de ella se pusieron a cubierto debajo de la máquina. Los federales seguían saliendo del túnel, y por más que les tirábamos ni se caían los desgraciados, comenzaron a subir por la lomita por donde andábamos, los de la locomotora les pegaban en la espalda y nosotros de frente, seguían saliendo del túnel, seguían caminando, seguían disparando aunque no tuvieran balas, seguían subiendo por la lomita.
No habían pasado ni diez minutos, los plomazos se escuchaban zumbar arriba de nuestras cabezas, los caballerangos se habían llevado los caballos y tratábamos de detener a los que venían subiendo, pero aunque iban quedando como coladeras nomás no se paraban, los muchachos se comenzaron a escamar, les ordené que montaran para cargar contra ellos, dejamos de escuchar disparos de detrás de los pelones y empezaron los gritos, así como salieron para enfrente los pelones, también salieron por detrás del tren, y agarraron a los nuestros, El soldado Ricárdez comenzó a correr hacia los pelones, pues su carnal Gumaro estaba entre la gente que se quedó en el tren, los pelones ni caso le hacían, pero una bala perdida no sé si de los nuestros o de los federales le pegó de lleno en el pecho.
Ya todos en nuestros cuacos ordené la carga y con sables y machetes en mano bajamos la loma, comenzamos a cortar cabezas, brazos, pasarles por encima con los caballos, cruzamos las filas del enemigo, los que no quedaron descabechados siguieron subiendo la loma, disparándole a la nada, el Sargento Robles que había sido caporal de una hacienda del Estado de México, había lazado a un pelón con su reata, y lo traiba arrastrando detrás de su caballo, en cuanto llegamos al tren salieron la mayoría de nuestros muchachos, el capitán Eraclio al ver que no se morían los desgraciados les ordenó un alto al fuego, los pelones que salieron del otro lado de la locomotora, se fueron desbarrancando por el despeñadero y ni ruido hicieron, todos estábamos pálidos del susto.
El sargento Robles se acercó con el pelón que traiba bien amacizado con la reata y lo que vi me llenó de terror: sus ojos blancos como huevos cocidos, la boca abriéndose y cerrándose, le faltaba el brazo izquierdo y no sangraba, solamente goteaba algo que no era sangre, era una sanguasa casi transparente y olía a podrido, como a escupidera de cantina. Recordé una de las historias que a veces contaban los muchachos en las hogueras de los campamentos sobre aparecidos y resucitados.
Los pelones se siguieron, ya nomás quedaban como quince, trepando por la colina, disparando a la nada hasta perderse de vista. Robles no fue el único que lazó pelones, el soldado Torcuato y el cabo Diosdado les pasaron las reatas por el pescuezo y los colgaron de uno de los pirules que estaban ahí merito. Los cuerpos de los federales se seguían moviendo, daban manotazos con el pescuezo todo torcido, no gritaban pero se seguían moviendo, hasta que Torcuato con su 30-30 le pegó en medio de los ojos al pelón que había lazado y por fin se dejó de mover.
Mueren sin morir
Entonces me fijé que a los pelones que habíamos arrollado se empezaban a mover y a arrastrase por el suelo, el sonido de los huesos rotos se escuchaba como una matraca y me ponía los pelos de punta. Les ordené a mis hombres que los pasaran por el cuchillo y que con los machetes les cortaran las cabezas, y al cortarles las tatemas un hervidero de gusanos rojos y negros salía de la cabeza, salían por las orejas y unos hasta por los ojos, las narices y la boca, cuando aplastaban a los gusanos apestaban y tronaban, les ordené que no desperdiciaran el parque. El Federal que tenía sujeto Torcuato me trataba de agarrar con su brazo bueno, saqué mi Colt y le pegué un balazo entre ceja oreja y madre, se desplomó al instante y algunos de esos gusanos rojos y negros le salieron del hoyo que dejó la bala.
Ya pasaba del medio día y contamos a los federales, eran cerca de doscientos pelados, bueno, fueron doscientas cabezas que se fueron apilando a un lado de esa lomita. La de gusanos que había y la peste que dejaron. Todos estábamos asustados pero nadie se atrevía a mostrar miedo la verdad le teníamos más miedo al general Fierro que a ese montón de resucitados. Aunque sabíamos todos que nadie nos iba a creer, a los cuerpos los comenzamos a quemar, por si se querían levantar de vuelta.
Hasta ese momento no habíamos contado nuestras bajas, es más no habíamos visto nuestros hombres tirados, aunque yo vi que por lo menos cinco habían caído, unos del caballo, otros por las balas que los pelones venían tirando a lo loco, ninguno estaba tirado, por ahí reconocí a un Cabo que recién lo habían mandado a nuestra unidad, creo que se llamaba José María Ricardez, hermano de Gumaro, Chema, así le decíamos, estaba chamaquito, no tenía más de quince años y vi como una bala de los federales le reventaba el pecho, lo vi caer, pero no lo vi en donde cayó.
Más tarde la hoguera hacía que oliera a cuero quemado, y esa peste de los gusanos nos puso a todos malos de la panza. La pestilencia era insoportable, todos nos pusimos los paliacates sobre la nariz y la boca para tratar de respirar mejor, regresamos el capitán Eraclio y yo a la locomotora, más que otra cosa para alejarnos del humo apestoso de la hoguera, vi a Eraclio asustado, pero no me decía nada. A esas alturas todos sabíamos que eran muertos resucitados, todos se santiguaban y se pusieron de un religioso, hasta un soldado que había estado en el seminario de Morelia empezó a dirigir un rezo del Rosario.
Teníamos que decidir qué hacer: si perseguir a los pelones que se fueron tras de la loma o de plano cargar con la locomotora y tratar de acercarla al Cuartel General. Decidí que lo mejor sería dividirnos en dos grupos, uno al mando del capitán Eraclio para que se llevara la locomotora con las armas y otro grupo conmigo para alcanzar a los federales esos que quién sabe dónde irían a parar. Lo más peligroso era ir detrás de ellos, porque no se les veía ni miedo ni nada.
Los Lázaros
Cargamos algo de parque y decidimos subir la loma, quienes me siguieron fueron puros voluntarios, seis de los mejores, el resto se quedó con el capitán Eraclio, quien los puso a sacar agua del río para llenar el depósito de su “Damiana” como le puso a la locomotora, los demás se pusieron a artillar los vagones del tren, y a buscar “Lázaros”. Lo de “Lázaros” se le ocurrió al soldado Casillas, cuando se puso a rezar el Rosario con el soldado Mauro, el que había estado en el seminario, empezó por pedirle a San Lázaro que intercediera por los resucitados para que descansaran en paz.
La juanada comenzó a llamarles “Lázaros” y así se les quedó a los revividos.
Cuando llegamos a la cima de la loma encontramos a algunos lázaros atorados entre los magueyes y nopaleras, se movían y no avanzaban, uno con bayoneta en mano, otro con su rifle dándole al gatillo y sin que salieran balas. Era como ver sonámbulos pero apestando a muerte. Les hice la seña a dos de los muchachos para acercarse despacio por atrás de los federales, para que machete en mano les cortaran las choyas.
Juan Inocencio se acercó al pelón que estaba en medio de la nopalera y Juventino al que estaba en medio de los magueyes, pero no nos dimos cuenta que había uno de los lázaros tirado en medio del magueyal y cuando Juventino remató al pelón, el que estaba tirado lo agarró del pantalón y lo jaló con fuerza hasta que se perdió en medio de los magueyes, escuchamos gritar al pobre Juventino pero no podíamos hacer nada por él. Juan Inocencio se regresó ligerito y se trepó a su cuaco, rodeamos la nopalera y el magueyal y vimos al pobre Juve todo muerto y desgarrado. Sobre su cuerpo un grupo de pelones no dejaban de golpearlo con los marrazos y las culatas de sus rifles. A mi orden mis muchachos apuntaron y a los cuatro pelones, los tumbamos cada uno con un balazo en medio de las cejas o en la nuca.
No sabíamos cuantos más de esos estaban cerca, pero los cuacos se ponían nerviosos cuando nos acercábamos, seguí el consejo de Juan Inocencio para dejar que los caballos nos llevaran hasta los pelones que quedaban, los obligábamos a ir precisamente donde no se querían meter, terminamos de bajar de la loma y devisamos una ranchería, se veía harto humo y se escuchaban gritos de mujeres, bajamos a galope tendido, los pelones que quedaban estaban como locos, golpeando y haciendo como que disparaban, había niños y mujeres tirados, llenos de sangre, un viejo le estaba pegando a un pelón con una vara mientras que los perros flacos ladraban y mordían los calzones de los otros.
Comenzamos a dispararles a los Lázaros, iban cayendo con los plomazos en la tatema, los lugareños corrían para tratar de apagar el fuego de los jacales, el viejito seguía dando de bastonazos al aire y diciendo un chorro de peladeces, mis muchachos después de dispararles a los pelones los comenzaron a descabechar, las mujeres seguían gritando y los perros nomás no se callaban. Cuando se perdieron por el fuego los jacales, las mujeres dejaron de gritar para empezar a berrear sobre sus muertitos, ya no encontramos a más pelones y decidí que lo mejor sería alcanzar a la “Damiana” donde habíamos quedado, a unos cuantos kilómetros adelante.
La nube
Ya estábamos montando cuando una nube de moscas como la que había salido del túnel cubrió toda la ranchería se iban sobre los cuerpos de los lugareños, las mujeres dejaron de gritar por el terror de que los moscardones se les metieran en la boca, nosotros traíbamos paliacates, el viejito comenzó a sacudirse y cayó como fulminado, las mujeres caían también y los perros y los caballos se inquietaron más, casi no se podía ver de la cantidad de moscardones colorados, los lugareños seguían cayendo como poseídos y las moscas lo cubrían todo, de repente también los caballos comenzaron a caer y los perros corrían enloquecidos.
Me levanté como pude, los demás muchachos también estaban sacudiéndose las moscas y el polvo, al pobre del cabo Grajales le cayó el caballo encima y lo aplastó, ya nomás quedábamos cinco, las moscas se metían en lo que quedaba de los jacales zumbando muy fuerte, de pronto todos los perros se callaron, y no se escuchaba más que el zumbido, sentía como golpeaban los moscardones contra mi cuerpo, y trataban de meterse en mis orejas y entre la ropa, cada vez que aplastábamos alguno de esos bichos apestaba y hacía que los demás animalejos se apartaran.
Comenzamos a correr por donde habíamos llegado, dejamos la nube de bicharajos zumbones en medio de la ranchería, terminamos de sacudirnos aquellas alimañas asquerosas, faltaba además de Grajales, el soldado Lorenzo. Ya sin caballos, todos asustados y sin saber qué más hacer comenzamos a rodear la ranchería, habíamos quedado en alcanzar a “La Damiana” del otro lado de la lomita, pero sin los caballos sería muy difícil lograrlo, a lo lejos escuchamos el silbido de la locomotora, y alcanzamos a ver el humo que sacaba, tratamos de rodear la ranchería tratando de alcanzar a la máquina.
Empezaba a oscurecer y era difícil andar entre las milpas sin perdernos, nos íbamos guiando por el humo y los silbidos de la locomotora, cuando nos dimos cuenta que nos venían siguiendo, los lugareños se habían levantado de nuevo, el cabo Grajales y el soldado Lorenzo comenzaron a disparar para donde andábamos, se cayó Juanito el grande y no pudimos levantarlo, comenzamos a gritar, sentíamos que la locomotora estaba cerca y traté de llamar su atención con unos balazos, pero seguramente ya habían escuchado los plomazos de Lorenzo y de Grajales.
Ya casi no podíamos respirar, ya nomás quedábamos el Negro y yo, ya casi salíamos de la milpa cuando mi Centella llegó al galope, y se paró a mi lado, traté de montar pero el animal estaba muy alterado, apenas me pude quitar y con la pata le dio al negro en la mera cabeza. Con todo el dolor de mi corazón le apunté en medio de los ojos a mi caballo y jalé el gatillo, el cuaco cayó y le comenzaron a salir gusanos de esos por las orejas, ya no podía más, escuché a lo lejos más disparos y el pitido insistente de la locomotora, salí de la milpa y vi que algunos de mis muchachos venían hacia mí.
Cuando desperté estaba en un carro del tren, sobre un montón de paja y tapado con unos sarapes, tenía fiebre y recién me desperté vomité pura bilis. Mis muchachos me habían salvado, usaron una de las Hotchkiss y remataron a los Lázaros de la ranchería con todo y viejito del bastón, también se despacharon a los perros y a los caballos, es más, hasta a las gallinas y los gallos los quemaron adentro de la milpa o en los jacales que quedaban de la ranchería. Dos días después le llevamos a mi General Villa a “La Damiana”, las Cóconas y el resto de armas y parque. A mí me ascendió a General de Brigada, a Eraclio a Coronel y a todos los muchachos parejos a Tenientes. Jamás volvimos por esos rumbos, nadie le dijo ni al General Fierro ni al General Villa de lo que habíamos visto y quienes llegaban a contar algo de resucitados o aparecidos solamente lo hacían cuando ya llevaban media botella de tequila entre pecho y espalda.


