Por: Julieta E. Libera Blas.
Me despierto algunas mañanas y me siento a tomar mi café
Jim Carrey
y miro mi hermoso jardín, y digo, “Recuerda lo bueno que es esto.
Porque puedes perderlo”.
Queridas y queridos lectores.
De pequeña miraba a mis padres y a mis abuelos cada sábado por la noche tomar café, algunas veces acompañado por un pan de dulce. Mi mamá preparaba Café Legal, su aroma se esparcía por toda la casa concentrándose en la sala y en la cocina; era una llamada a la reunión sabatina antes de la función de box. En algunas ocasiones mi tía con mis dos queridos primos bajaba a reunirse a la plática. Como yo quería unirme a ese momento pedía mi café calientito, me lo servían con leche entera en un pocillito azul, en aquel entonces pensaba que era azúcar con café pero con el tiempo dejé de hacerlo para tomarlo caliente, sin azúcar y bien cargado – sé que es hora de la cena cuando mi nariz percibe el aroma inconfundible del café, sé que mamá está en la cocina y bajo rápidamente para reunirme con ellos. Con mi hermana es distinto pues a la voz de: “¿un cafecito? ¿café?” sabemos que será un momento para disfrutar.
No hay aroma más rico que el ir caminando por las calles del centro o por cualquier calle de la Ciudad de México y dejarse envolver por ese aroma que arropa y enriquece el alma. En mi adolescencia, al lado de mis padres siempre terminábamos tomándonos un café o cenando en Sanborns de los Azulejos, después de haber caminando por Mesones, Corregidora, Jesús María, el Zócalo, Madero. Era un café riquísimo que te servían constantemente, era delicioso paladear su sabor.
El lugar es fenomenal por su arquitectura, sus murales y sus pinturas, el trajín de la gente que entra y sale, sea para pasar un rato en el restaurante o tan solo esperar a alguien. Un lugar de encuentro, dirían los que saben: “¡Nos vemos en Sanborns de los Azulejos!” “¡Nos vemos afuera del Sanborns!” – cuando solía esperar a quien fuera, me iba directo a la librería a cazar alguna novedad literaria o de plano me iba sin detenerme a una mesa para tomar un café mientras mi compañía llegaba al restaurante.
Para mí tomar café es un encuentro con la paz y la tranquilidad, pasar un buen rato en familia o con amistades, con cariños entrañables o amores infinitos. Es el intercambio de sensaciones y emociones, de palabras, sentimientos. Es el escuchar a la otra persona mientras poco a poco nuestra taza se va quedando vacía y su vapor va desapareciendo.
Es acompañarse a sí mismo mientras las horas agonizan cuando nuestra mente no está en calma y necesita un respiro. En días álgidos tomo un libro para continuar con su lectura, la mayoría de las veces me acompaña una taza de café caliente pero al estar metida en la lectura éste se enfría. Me gusta saber que esa taza predilecta me acompaña en el vaivén de emociones o en el pensar constante de cómo solucionar cierta situación o cómo darle forma a algún escrito.
El café se ha convertido en fiel compañero y no es por despreciar el té pues con él tengo cierto romance que me hace sentir cómoda y querida pero dura muy poco su efecto en mí. Una amiga muy querida toma té y lo ha hecho parte de ella, antes compartíamos horas y horas conversando en un Sanborns que estaba cerca de la universidad, después la vida cambió y ahora tomo apenas dos tazas y ella una de té cuando el tiempo se termina, no por falta de amor sino porque debe de atender a su pequeña hija. Aquellos días infinitos fueron eso, una tremenda reunión de risas, lágrimas y reclamos a la vida, ya saben “esa pelea” eterna por creer tener siempre la razón. El café nos acompañó y del alguna manera aún lo hace; ella con té, yo con café. El té en mi vida no pasa desapercibido, tampoco es olvidable porque los sobrecitos que tengo están guardados en una cajita de madera muy mona que algunas veces abro para tomarme un tecito que comparto con mi papá, él de manzanilla, yo de arándanos con jengibre, pero soy honesta, nuestro amor no es infinito, mucho menos duradero.
Hoy vengo a platicarles del café y no, no soy experta en el tema; sólo vengo a contarles lo que me significa el café en el ir y venir de mi vida, de nuestras vidas.
Regina
La calle Regina es una de tantas que embellece el Centro de la Ciudad de México, con una carga histórica fantástica.
En esa calle, justo enfrente de la Parroquia de la Natividad de María Santísima, (Regina Coeli) hace tiempo mi papá estacionaba su camioneta Rambler American color blanco, misma que nos llevó por distintos senderos durante mucho tiempo hasta que la vendió porque ya tenía demasiados años. Recuerdo que en esa hermosa iglesia se casó un primo y al igual que el Templo de San Fernando esta Parroquia pareciera inhóspita, tan fría como si estuviera abandonada, como si los feligreses hubieran huido desde tiempos de la Reforma o de la Colonia.
La calle Regina tan laberíntica, histórica, artística, bellísima, reposan entre el ruido y el bullicio dos cafeterías que tuve la oportunidad de visitar en varias ocasiones en compañía de grandes amistades.
Uno de ellos es el Café Jekemir, durante un tiempo considerable estuvo en la esquina de Isabel la Católica y Regina. Hoy está ubicado dentro del antiguo Hospital Béistegui que data del año 1886 y que en tiempos recientes fue convertido en museo. Quienes lo conocen saben que el hospital es una joya arquitectónica, en pocas palabras, es una belleza. El café es una delicia, así como sus postres y si vas acompañado la estadía se hace maravillosa pero también lo hace el estar en compañía de uno mismo. El café turco es delicioso y contrario a mis amistades, a mí sí me permitió dormir aquella vez que lo tomé y miren que sufro de insomnio. En cierta ocasión, cuando el Jeke se encontraba en Isabel La Católica, esperaba a un amigo y colega, quien por cierto llegó bastante tarde; en la espera me tomé un café americano y después un capuchino. Cuando él llegó pidió un café turco, le pareció riquísimo, yo miraba la taza humeante mientras él me platicaba que había comprado un libro de Albert Camus haciendo caso a la recomendación que le había dado, ya que es uno de mis escritores favoritos.
El café Jekemir se fundó en el año 1938 por el inmigrante libanés Don Salomón Guraieb bajo el nombre de Café Emir, en 1997 cambió su nombre por el que hoy conocemos Café Jekemir, su especialidad es el café de arena turco, sus deliciosos postres turcos son más que una delicia. Esta historia se une a los momentos que uno comparte a lado de las personas que les tenemos cariño y apreciamos y que han estado en nuestro andar en la vida. Uno se siente cómodo, al saberse parte de la historia que desde hace siglos se escribe. El ambiente, la compañía de la Parroquia, estar dentro del antiguo hospital, estar cerca del Ex Convento de Regina Coeli y saber que a una cuadra se encuentra el Claustro de Sor Juana tan lleno de memoria como el recordar que a unos cuantos pasos se encontraba, en Isabel La Católica 97, La Antigua Librería Madero que Don Enrique Fuentes Castilla (1939-2021) dirigió desde 1989 hasta su fallecimiento. Un gran personaje sin duda del Centro de la Ciudad de México, a quien tuve el grato placer de conocer y de coincidir en varias ocasiones en las calles del centro, en la librería Madero y en el Jekemir. Amistad invaluable que las calles siempre guardarán como eco que retumba en los muros de los edificios antiguos que le vieron andar con ese aire pulcro, jovial, una sonrisa que plena me lleno de conversaciones compartidas a lado de su entrañable amigo A.A. Amozorrutia. Ambos, grandes conversadores llenos de una cultura tan vasta como su gusto por el café y la buena lectura.
El café Regina ubicado en el número 24, se ubica justo en el corredor; es una cafetería pequeñita, adorable por su tranquilidad y atención, su café tan lleno de algo que aún no puedo descubrir. Los músicos callejeros llegan a esa calle para que a algunos nos deleiten el oído, para otros sólo son un estruendo fastidioso e innecesario. No lo tomen así, algunos van al día, deberíamos de ser un poco más empáticos con el resto. Sé que a veces no nos da el día para escuchar tanto estruendo pero hay que tomarlo con calma.
En ese lugar tuve la dicha de tomarme varios cafés americanos, capuchinos deliciosos; ensaladas, wafles o cuernitos con un sabor único quizá porque ellos elaboran su propio pan. Nunca pude tomarme sólo una taza de café, casi siempre pedía uno para llevar, para que me acompañara en el trayecto de vuelta a casa. Cuando el viaje se hacía insufrible, como el de llegar a la estación Tacuba, entre los apretujones de la gente que apresurada transborda para poder llegar a sus respectivas casas, me limitaba a pensar: ¿por qué me traje un café caliente, en un vaso de unicel, a la hora pico de una tarde lluviosa de miércoles? Mientras mi pensamiento vagaba me tomaba rápidamente el café, estaba helado, sin peligro de dañar a las mujeres que viajaban a mi lado.
En las paredes del Café Regina están colgadas cuadros con pinturas de distintos artistas que aún no son conocidos, las mesas de madera en un espacio reducido no lo hace incómodo sino que lo vuelve mucho más íntimo. De frente se encuentra el jardín vertical del Claustro de Sor Juana, el aroma de su café me provoca no querer irme del lugar. Uno se siente ahí consentido, el tiempo invertido nos sirve para escuchar por horas a las personas por las que sentimos afecto, como alguna vez hizo mi querido primo que intentó consolarme para no caer dentro de un precipicio.
Café y pan
El café y el pan es quizá la cercanía perfecta a la familia y a los amigos; el consuelo que nos da ante una larga jornada, ante la inclemencia del tiempo, para el frio o el calor, para quedar con los amigos, para sellar el silencio que provoca la pérdida de un ser querido porque tal pareciera que servir café nos ayudará a permanecer despiertos o quizá sólo busque ser el sabor cálido y no amargo, que nos ayudará a enfrentar la tarde o la madrugada con estoicismo.
Una calle perfecta es aquella que nos recibe con aroma a café recién tostado, es el recuerdo de momentos que como fotos instantáneas se van borrando con el tiempo. Es sentir que de alguna manera seguimos departiendo un momento con los más amados; en mí, es recordar que en la cafetería que está cerca de mi casa he pasado algunos de los mejores momentos de mi vida a lado de personas tan amadas y queridas que las palabras se me quedan tan cortas como un sorbo pequeño a mi taza. Ahí las horas se me han ido entre carcajadas, malos entendidos, llanto, festejos, proyectos de vida, y ese hacer amistades con las personas que están a lado nuestro para preguntarnos, ¿qué tal está el café o el pastel o la comida? Tener plática con la dueña o con los baristas y sentir que ese tiempo es solo nuestro, para siempre nuestro y eso es una alegría que nos da la vida.
Yo siempre recordaré esa parte de mi vida en donde ésta era más fácil, cuando endulzaba mi café como si no hubiera un mañana para después decir: “ya no quiero” porque prefería jugar o quedarme dormida en los brazos dulces de mi abuela o en el sillón verde oliva que habitaba en la sala de su casa o cargar a mi primo que en ese tiempo tan solo era un pequeñito.
Tomen una tacita de café, acompáñenlo con un panecito de dulce o con un bolillo y si les falta o sobra un tornillo como a mí, podrían ponerle un trocito de Carlos V para después bebérselo con suma alegría. Siempre hay un tiempo para todo, hay tiempo para tecitos que nos aliviarán la pancita o el estrés y que nos guiarán a un buen puerto. Y hay tiempo para un café caliente, cargado, que nos darán unas ganas de ver a nuestro gran amor, a los amigos añorados, amar aún más a los padres presentes y los que ya no se encuentran, de retomar las lecturas abandonadas, de mirar la simplicidad de la vida.


