ultimo viaje

Un último viaje

Por Marco Antonio Guerrero Hernández

La mañana estaba calurosa, la primavera en ciernes. Eran los primeros días de marzo. Había salido del turno nocturno y me disponía a asistir a mi clase de inglés.

Con la ropa del trabajo, un par de libretas, un libro de ejercicios prácticos, bolígrafo y marca textos dentro de mi mochila.

Caminé hasta la estación del metro que estaba a unas calles de mi lugar de trabajo. Lunes, «día de locos” pensé. La gente se amontona a esperar el tren, miles de personas haciendo el recorrido para ir a laborar, estudiar o de camino a casa después de la jornada de la noche.

Se abren las puertas, al fin puedo abordar. Un señor trata de empujarme para ocupar el asiento por el que ambos competimos. Pero soy más ligero y muy hábil así que hago un movimiento diagonal con la espalda provocando que se vaya de bruces hasta chocar con el tubo producto de la fuerza de los tipos que se meten en una lucha despiadada para ganar un lugar. Me observa con ira.

Es el calvario de todos los días para las clases trabajadoras de esta gran urbe.

El tumulto logra colarse al vagón que rebota por el peso de cientos de personas. Las puertas se cierran no sin antes presenciar un conato de bronca frente a ella. En el que estaba involucrado el mismo individuo que a base de empellones intentó desplazarme. Un par de señoras intervienen y por medio del diálogo apaciguan el conflicto después del intercambio de insultos.

Inicia el trayecto. Sacó mi libro de ejercicios para revisar la tarea que voy a entregar.

El viaje sucede de manera normal durante los primeros minutos, avanza tres estaciones sin contratiempos. Se detiene en la cuarta. Se queda ahí hasta perder los minutos que había logrado de ventaja.

Llega a la siguiente parada en donde más de la mitad de las personas descienden y muy pocos suben en cambio. Se reanuda el viaje a mitad del tramo se escucha un estruendo y se siente un movimiento ondulante que hace que salgamos de nuestros asientos hacía el piso. Me levanté y aún tambaleante escuché un sonido que me parece familiar y el grito de una mujer: ¡Está temblando! Acto seguido se pone a rezar.

El ambiente cambia y se respira un olor fúnebre. Gritos, sollozos, desesperación en general. Algunos hombres tratan de romper los cristales de puertas y ventanas para escapar. Una niña llora, su papá trata de calmarla y el tren empieza a acelerar su paso; caigo en cuenta de que se ha descarrilado. El plafón que cubre el techo del túnel se ve deformado y los muros se resquebrajan. Caen pedazos de concreto y varillas rotas se impactan contra el vagón que se va de lado pero no cae. Hay polvo. Tocó mi rostro, lo siento húmedo. En mis dedos hay sangre. Un sudor frío recorre mi cuerpo entero. El señor que antes me miraba con rabia ahora me hace una seña para cargar el peso hacía el otro extremo del vagón que abollado continúa incrementando su velocidad.

Vemos caer otra estructura y siento como el tren cae en un agujero enorme, va hacia abajo mientras escucho un crujido. Y dolor en mi espalda. El vagón se ha desprendido del resto del tren. Miro hacia abajo, al vacío. Las demás personas han salido disparadas por las ventanas. Ahora estoy solo. Y pienso: “¿Así termina todo?”, “¿Así sabe la muerte?” “No puede estar pasando esto” y un último pensamiento agradable: El rostro de mi madre sonriendo el día anterior mientras me daba su bendición al despedirme de ella.

– Adiós mamá, voy al trabajo y a la clase de inglés.

– No olvides tu sándwich…

Un vacío, un túnel oscuro y ya no hay más.

Horas después los rescatistas encuentran un pedazo de carne hecha jirones. Después de examinarlo concluyen que es una mano. Ella sujeta un sándwich. Es el mismo que mi mamá me preparó antes de salir de casa.

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