Por: Julieta E. Libera Blas.
/la ciudad que nos sueña a todos y que todos hacemos y deshacemos
y rehacemos mientras soñamos,
/la ciudad que despierta cada cien años y se mira en el espejo
de una palabra y no se reconoce y otra vez se echa a dormir.
Octavio Paz.
Queridas y amables lectores:
Hoy he despertado con el recuerdo vago de la boda de mi primo Juan C. en la Parroquia de San Fernando hace más de quince años. Un lugar frío, húmedo; tan antiguo como casi todo lo que miramos asombrados dentro de un libro que nos conmina a conocer un México que ya no existe y que se ha convirtiendo poco a poco en una caja de zapatos como bien diría Héctor de Mauleón. Si mi memoria no me falla, tal cual diría mi madre, mi primo llegó a casa por la noche a entregar la invitación de su enlace matrimonial. Era una pareja joven, llena en ese momento de un futuro incierto pero contentos y llenos de esperanza como cualquier pareja dispuesta a construir una vida juntos. Cuando leí en dónde sería la ceremonia me sorprendí porque a pesar de conocer el lugar si no como la palma de mi mano pero sí por haber acudido varias veces con mis padres o por mi propia cuenta al Jardín de San Fernando o visitar el panteón de San Fernando, pero la parroquia jamás estaba abierta.
La boda se celebraría en el mes de enero, aún era invierno y haría frío, posiblemente llovería, aunque estaba contenta por mi primo y mis tíos, yo estaba emocionada por conocer dicha parroquia por dentro, mi padre me había hablado de ella y de su panteón, de la casa de Antonieta Rivas Mercado y de su querida escuela, del Jardín y sus alrededores que a pesar del tiempo tiene una magia sinigual. No nos equivocamos al llegar a la parroquia, estaba lloviendo, corrimos hacia el lugar, la ceremonia ya había comenzado. Tomamos asiento y contemplé el lugar con sorpresa.
UN POCO DE HISTORIA.
El templo de San Fernando es un lugar fascinante de estilo barroco. El retablo es dedicado al rey Fernando III, él fue quien venció a los moros y está representado por el mundo en una de sus manos y a sus pies, casi en agonía, los moros. Lo hicieron santo. Este templo se terminó de construir en 1755, cien años después tuvo que ser restaurado debido a un funesto terremoto que lo lastimó severamente.
Muchos templos han sido saqueados en la Ciudad de México en distintas épocas. Del Templo de San Fernando se perdieron muchos retablos, piezas de barroco. Un ejemplo de estas pérdidas es la sillería del coro, célebre por su belleza tuvieron que transportarla a la Basílica de Guadalupe, el atrio o el retablo que en su tiempo fue una joya aún existe en la Ciudad de México.
El primer arquitecto a quien le fue delegada la construcción de la fachada del templo de San Fernando fue a Gerónimo de Balbás. Él fue el introductor del barroco y quien cambió el destino de la arquitectura en México. Balbás no pudo terminar la construcción de la fachada pues dispendió mucho dinero. Los fernardinos no tenían los posibles – vivían de la caridad de los feligreses – para esos gastos y tuvieron que despedirle para contratar a Miguel José de Rivera y Antonio Álvarez quienes terminaron esta belleza arquitectónica.
Dentro del templo miramos con asombro un retablo maravilloso llamado El árbol franciscano, es una genealogía de las órdenes y sus principales representantes. Se trata de una obra que representa una discusión teológica para saber si es justo o no venerar el nombre de Jesús. Los sabios y eruditos son los que discuten; también se puede observar una parte en donde el terror se apodera de los que se encuentran en el infierno con tal solo escuchar el nombre de Jesús. Es una de las pocas representaciones que existen en la Nova España acerca del infierno.
Existe dentro del templo un maravilloso y ostentoso retablo que nos da la sensación de navegar en el tiempo a través de los siglos pero no se deje “engañar” éste retablo fue construido nuevamente en el año de 1970 y aunque no se sabía cómo era en realidad, gracias a una foto pudo lograrse el cometido. ¿Por qué sucedió esto? El templo de San Fernando y otros más, fueron saqueados durante la Reforma, algunas de sus piezas barrocas fueron vendidas o transportadas a otros templos. Este hermoso retablo da la sensación de aquella época de esplendor barroco.
Una obra maestra de la ebanistería mexicana es el púlpito, de un tallado hermoso, diseñado en el siglo XVIII. Arriba se encuentra un San Miguel Arcángel ya sin espada y que sigue custodiando el lugar al lado de unos ángeles. El coro, otra única y bellísima pieza, era un lugar en donde podían escuchar misa las personas enfermas sin el peligro de contagiar a los demás que se encontraban en el templo – solo miren hacia arriba para poder admirarlo.
Dentro del templo, en un lugar un poco distante existe una réplica sorprendente de la Sábana Santa encontrada en Turín, Italia en 1568. Para los creyentes es una pieza estremecedora, única, y santa. Mirar el rostro de Jesús.
Al fondo, casi en penumbra se encuentra una puerta pintada a la manera de los siglos XVI y XVII. En ella una calavera pintada y más arriba una frase escrita en latín “Polvo eres y en polvo te convertirás” – un lugar único en la Ciudad de México. Tal vez sea la entrada hacia un mundo en donde no hay retorno y en donde todos algún día hemos de entrar. Curioso, dicha puerta se encuentra casi enfrente de la réplica de la Sábana Santa.
El templo de San Fernando acuna piezas invaluables coloniales del siglo XVIII que se han logrado salvar a través del tiempo, a pesar del tiempo y sus cambios radicales. Un lugar bellísimo que vale la pena visitar.
LEYENDA
El convento de San Fernando guarda celosamente una leyenda que os dejará con la boca abierta, se trata de un fraile Bernardino del cual no sabemos el por qué se recluyó en el convento, ni su nombre. Él poseía una gran apostura, el templo era visitado por las mujeres que lo deseaban ver, las misas siempre estaban repletas. ¡Imagínense ustedes el lugar! Quizá algunos caballeros celosos entraban pretendiendo alguna afrenta y uno que otro haciendo mofa de lo que sucedía con el fraile. No faltaría la dama que ofendida acudió a culparlo o a juzgar a las mujeres que osaban mirarle de frente, con deseo y hasta con amor. Él era un hombre callado que provocaba suspiros. Al ver tal deseo hacia su persona decidió hacer algo: quemarse la cara para que lo dejaran en paz, deformársela, para una vez libre de lo mundano continuar con una vida sin pecado y lleno de espiritualidad.
Ahí sentada, mirando a mi primo cómo adquiría aquel amoroso compromiso que hasta hoy sigue vigente, pensaba en la perfecta elección que habían hecho. Afuera se escuchaba caer la lluvia, el frío se hacia sentir con fuerza en el cuerpo porque los siglos la hacen un lugar semejante a un congelador y aunque sus pinturas abrazan con amoroso júbilo a sus visitantes, el silencio y el vacío nos hacen pensar en cuántas almas vieron lamentarse por una pena tan grande como el silencio que se alcanza a escuchar antes de ni siquiera entrar al templo. Cuántas alegrías ocultas dentro del corazón se confesaban en el pensamiento, sin compartírselo a nadie, por temor al castigo, al juicio, al escarnio. Me gusta pensar que la vida tiene sus puntos medios y no por las reglas que exigía el tiempo no existía la dicha, el deseo y el amor.
No recuerdo más de la ceremonia de mi querido primo; cuando terminó la mayoría de los invitados se acercaron a ellos para tomarse fotos, mientras que el sacerdote les pedía amablemente que salieran al atrio para que en ese lugar tomaran todas las que quisieran. El sacerdote al parecer no se percató que afuera hacia un frio terrible y un aguacero interminable. Me acerqué a ellos con una alegría inmensa, le abracé fuerte pensando en aquellos días en que jugábamos durante alguna misa o en el patio de alguna iglesia, aburridos por alguna ceremonia que la familia celebraba.
El tiempo pasa muy de prisa, un día somos los niños que corremos por los jardines, lloramos por todo o por casi nada, después de adultos nos cuesta hasta derramar una sola lágrima. Brincamos, saltamos, corremos, reímos a carcajadas, nos hacemos gestos y hablamos sin parar de aventuras inexistentes o sobreactuábamos los hechos. La infancia es terrible y es terrible porque hacíamos casi lo que se nos daba la gana. Inventábamos historias liberadoras en donde el miedo aparentemente sólo era una mueca fácil de borrar, de adultos nos paraliza evitándonos la dicha del vivir para cambiarla al sobrevivir.
Nuestra infancia terrible porque éramos niños que viajábamos a mundos extraordinarios al cerrar los ojos para después compartirlo con los amigos o los primos. Mundos en donde las batallas se generaban en esas iglesias enormes en donde los santos sufren y lloran, miran al cielo preguntándose algo sin recibir respuesta. Recuerdo que yo miraba a un hombre ensangrentado clavado en una cruz, llena de miedo y de tristeza, le preguntaba a mi madre o a mi abuela el por qué estaba ahí y ellas me respondía que había muerto por mí, por amor, por mis pecados. Sorprendida y llena de angustia le respondía que yo no había hecho nada malo para que él estuviera ahí.
Esas mismas figuras llenas de dolor y pocas llenas de alegría son las que hoy miramos dentro de una iglesia, parroquia, templo, catedral, basílica y demás, de manera muy distinta. Personalmente las veo como piezas invaluables de siglos que no nos correspondieron vivir, sean autenticas o réplicas tienen su propia historia. Después cuando me canso de mirar la construcción, a sus pinturas y a sus retablos, me siento en una banca de madera exquisitamente lustrosa, me persigno y le cuento “mis aventuras” al buen Dios y a su madre, esperando un milagro, el que sea, para seguir visitando cada templo para compartírselos a cada uno de ustedes. La gente nunca dejaremos de ir y de venir; cada paso dado será la historia no contada por alguien a quien ya no conoceremos. Nos ubicaran, escribirán de nosotros, y pasarán siglos y siglos pero ¿saben algo? Seremos eternos como la misma Ciudad que nos mira.


