Por Marco Antonio Guerrero Hernández
Cuando murió mi padre no hubo grandes homenajes, tampoco una herencia por la cual pelear. Yo era el hijo mayor de sus vástagos.
Me dejó su casa, y un caballo llamado simplemente «Flaco».
Así que pedí vacaciones en el trabajo, hice maletas y me fui al pueblo natal de mi papá. Ahí nació y ahí murió como siempre quiso.
Al llegar al sitio levanté nostalgia con tantos recuerdos bellos de mi infancia. Fui a la finca que ahora era mía. No tenía el gusto de conocer a «Flaco» y desde el primer momento hubo una conexión entre ambos. Tan sólo bastaron unos días para que nos hiciéramos amigos.
Me dejaba montarlo todas las tardes.
Un día mientras caminaba por el kiosco me encontré al comandante de la policía y a su hijo que era un hombre mal encarado con el que había tenido pleitos en la adolescencia porque la niña más bonita del pueblo lo rechazó para convertirse en mi novia.
Cuando me fui a la ciudad a estudiar él se casó con ella aunque dos años después se hartó de Martina y la corrió por que decía el barbaján que no sabía complacer a un hombre como él.
Me enteré que mi padre y el comandante habían tenido problemas porque el gendarme había intentado quitarle su finca pues tenía pensado proponerle al gobierno hacer una nueva estación de policía en esas tierras.
Con todo y una disputa legal de por medio, mi progenitor conservo lo que por derecho era suyo.
Al fallecer pensaron que al fin podrían acceder a la propiedad sin suponer que me la heredaría. Así que para ellos no fue nada grato enterarse de que yo era beneficiario.
El policía y su hijo urdieron un plan para quitarme del camino.
Me invitaron a la casa del presidente municipal donde me prepararían un banquete cortesía del funcionario y consejo ejidal para darme la «recepción» adecuada y que todos en el pueblo se enteraran de que yo era el nuevo señor de aquella finca.
A pesar de que no me inspiraba mucha simpatía aquella idea decidí asistir. Ensillé a mi caballo y nos fuimos. La casa era enorme y con caballerizas al fondo, ahí deje a Flaco. Me recibió el asistente del presidente municipal quien me llevo por un pasillo largo, hasta llegar al vestíbulo donde estaban los hombres más importantes del poblado. Ahí me dieron una gran bienvenida: una abundante comida, así como cerveza y pulque.
Después de dos horas llegó un niño gritándome: «¡patrón corra que hay un hombre en la caballeriza que se quiere llevar a su caballo!».
Apurado salí a impedirlo. Vi que la correa que lo sujetaba al poste estaba cortada.
Me paré enfrente. El caballo bebía agua y me miraba con temor. Lo noté nervioso, De pronto escuché pasos y Flaco relinchó, acto seguido echó sus patas traseras al aire mientras escuché un quejido. Caí al suelo aturdido por la fuerza del relincho. Ahí pude ver a dos hombres apuñalando al presidente municipal y a su asistente. Flaco avanzó hacia los agresores. Con sus patas delanteras le pegó a uno de los tipos; pude reaccionar y golpear al otro, mientras Flaco le aplastaba la cabeza al que había sometido. Inhale una bocanada de aire y me dolía la cabeza, con la cara salpicada de sangre monté a Flaco y salimos corriendo. Perdí la noción del tiempo.
Cuando pude recuperar la cordura me di cuenta de que aquellos tipos iban a matarme y ese noble caballo me salvó la vida. Nunca había tenido amigos y Flaco se había convertido en uno. Desde ese momento entendí hasta donde puede llegar el amor de un animal.


