Por: Julieta E. Libera Blas.
La avenida Madero.
Ramón López Velarde
Plateros… San Francisco…Madero. Nombre varios para el caudal único,
para el pulso único de la ciudad. No hay una de las veinticuatro horas en que
la avenida no conozca mi pisada. Le soy adicto a sabiendas de su carácter utilitario.
Queridas lectoras y apreciados lectores.
Las calles del Centro de la Ciudad de México tienen historias que contarnos desde hace siglos. Algunos de nosotros hemos tenido la oportunidad de caminar por ellas, sea buscando algo en específico o simplemente pasear, entrar a alguna de las cafeterías que nos hipnotizan con el agradable aroma del café recién tostado, convencernos sin muchas dudas para entrar a una panadería y disfrutar del sabor del pan recién salido del horno. Nos hemos descubierto visitando alguna exposición en los distintos museos o galerías que alberga el Centro Histórico; nos hemos maravillado por su belleza y sorprendido por su alta concurrencia –como dato informativo la Ciudad de México cuenta con 170 espacios y 43 galerías-.
En lo personal me gusta visitar las distintas iglesias que nos cobijan con sólo mirar de lejos el atrio o el altar –el silencio si no es sepulcral por el ir y venir de la gente que presurosa camina por dichas calles– aún su tranquilidad nos envuelve junto con el aroma atrayente de la mirra y el copal. Mirar el altar, las imágenes que en cada una de ellas habita, la pila bautismal, los reclinatorios que bien nos podrían hablar de tantos y tantos feligreses que hundidos en la tristeza o ahogados en una intensa alegría en ese lugar dejaron su corazón, su fe, su creencia. Una de mis iglesias preferidas es la de San Francisco ubicada en la calle Madero ahí mi madre hace mucho tiempo celebró su Primera Comunión. Existe una fotografía en blanco y negro que conservo con mucho amor en donde ella luce un vestido blanco, su velo, en la mano lleva un rosario y su libro de oraciones, al lado de ella su mamá y su hermano mayor Andrés quien luce un traje color claro; son pequeños, no más de doce años. En su rostro jubiloso y orgulloso se les nota una alegría infinita. Eran otros tiempos.
Además de ser una iglesia con una historia muy particular ahí se encuentra un San Miguel Arcángel de tamaño real al que yo iba a visitar cada vez que podía. La serenidad del lugar, sus largos reclinatorios, provocaban en mí que el tiempo pasara de prisa; los pies del arcángel se encontraban desgastados, será por eso que lo encapsularon en una caja de cristal. Ahora el San Miguel es ajeno al mundanal, a los feligreses, y quién sabe si le lleguen los pedimentos porque “los milagros” se quedaron huérfanos. Quizá todo lo divino es inalcanzable y sea por eso que este país es como estar dentro de una película de Luis Buñuel, netamente surrealista.
En esa misma calle y justo a lado de esta bellísima iglesia se encuentra el Templo Expiatorio Nacional de San Felipe de Jesús. Una obra de arte de estilo bizantino. Ahí pareciera que el mundo se desconecta de tus sentidos, sus altos pilares, sus naves que embellecen el recinto y ese aroma que sólo las iglesias del centro nos ofrecen hace perfecta unión con sus pinturas dedicadas a Santa Teresita del Niño Jesús, San Agustín y Santa Mónica.
Siendo ya una adolescente acompañaba a mis padres al recorrido de la Visita de las Siete Casas durante la Semana Santa, y el Templo de San Felipe de Jesús era el segundo en visitar. Esto significa que son los pasajes que recorrió Jesús de Nazaret antes de ser crucificado. En cada una de las iglesias se realiza una serie de oraciones para conmemorar su muerte y resurrección.
Un lugar que visitábamos con profundo interés era La Casa de los Azulejos, ahí desde 1919 habita un restaurante famoso: Sanborns por demás visitado y fotografiado debido a sus hermosos azulejos coloniales de talavera y que dentro de este bellísimo edificio se encuentran dos murales, uno es el Pavo Real del pintor rumano Pacologue (1919) y el otro que se ubica en la escalera principal llamado Omnisciencia (1925) del muralista José Clemente Orozco, el cual simboliza valores masculinos, con sus femeninos.
Fiestas patrias
Mis padres nos llevaban sin falta a dicho restaurante cada 15 de Septiembre para celebrar el Grito de la Independencia, mis papás tomaban un café y algunas veces cenaban, nosotros por nuestra parte tomábamos unas Tres Marías, Banana Split o un helado de vainilla o fresa. La mayoría de las veces mis papás tenían que terminarse los helados porque nosotros no podíamos con dicha labor fuera porque nos “llenábamos” con facilidad o porque el dolor de cabeza hacia de las suyas. Al final era demasiado dulce para unos niños que lo único que querían era ir a ver los fuegos artificiales, escuchar al Presidente en turno gritar “¡Viva México!”, oír el Huapango de Moncayo que a mi madre le conmueve al grado de mirarla con una sonrisa tan amplia que siempre me provoca verla con sumo placer. En esa noche se festeja a la tierra que nos vio nacer, a la que recibió con los brazos expectantes pero abiertos a todos aquellos que venían de otros países. Recuerdo muy bien que yo me sujetaba con fuerza de la mano de mi mamá mientras que mi hermana se tomaba del brazo de mi papá y mi hermano caminaba a lado de él. Mi padre caminaba con tanta naturalidad por todas aquellas calles que lo vieron nacer que pareciera que fueran sus propias venas que gozan de tener nombres. Sin peligro de extraviarse o de dar vueltas y vueltas sin ton ni son.
La verbena de dicha noche era espectacular, la algarabía de la gente era tremenda, lanzaban huevos llenos de confeti y algunos con harina; así que nos manteníamos alerta porque si te veían abrir la boca cualquiera te atacaba. Las serpentinas se lanzaban al cabello de las mujeres y en tanto que en la multitud muchos llevaban puestos sombreros enormes en donde se leía “¡Viva México!” con letras bordadas del color de la bandera: verde, blanco y colorado, como diría mi papá. El trayecto era confuso porque vendían desde una docena de huevos llenos de confeti hasta sombreros, silbatos, gabanes, suéteres de lana, joyería, banderas, matracas, dulces típicos mexicanos y uno que otro que ofrecía una cena espectacular en algún restaurante. Al estar ya en la Plaza de la Constitución el aroma a buñuelos, algodones de azúcar, elotes, esquites, antojitos y demás delicias, que sólo veíamos de lejos porque ya habíamos cenado. Aquellas noches son inolvidables porque la magia consistía en disfrutar cada momento con nuestra familia o amigos. Mirar los edificios adornados, ver la bandera en el asta, majestuosa, bellísima. Escuchar al gentío disfrutando como pocas noches, olvidándose por un día de todas las cargas de la vida cotidiana.
En la película Salón México (Clasa Films Mundiales, 1948) dirigida por Emilio “El Indio” Fernández, hay una escena en donde se ve a Marga López entre el gentío disfrutando la noche del Grito de Independencia. Es una escena breve pero bellísima, de esas que se quedan en la memoria. Dicho salón estuvo en la calle Pensador, en la Colonia Guerrero; fue cerrado y demolido en 1962. No existe ninguna placa que indique que en ese lugar se filmó una grandiosa película del Cine de Oro de México, una pena que permitan que el tiempo se lleve lo aparentemente conveniente.
Mis padres tuvieron la dicha de transitar por las calles del Centro Histórico durante la mayor parte de su vida. Mi padre siempre me narró historias extraordinarias acerca de su andar por esas calles que tienen mucho qué decir desde hace siglos. Mi madre me contaba acerca de su andar en el Centro pero de manera distinta a la de mi padre. Nosotros nos quedamos con la costumbre de caminar por esas calles a las que tal vez no conocemos como mis papás lo hacían pero tienen mucho de ellos y de mis abuelos.
Los recuerdos de mamá
Cada calle de la Ciudad de México tiene una historia maravillosa como la que mi madre hace unas horas me compartió con cierta nostalgia:
Al salir de su jornada de trabajo, ella y su amiga Lupita tomaban un camión sobre Ejercito Nacional y Eugenio Sue, éste las dejaba en Niño Perdido, hoy Eje Central Lázaro Cárdenas, de ahí caminaban hasta República del Salvador. Ahí mi madre abordaba un camión con dirección: Romero Rubio y Aquiles Serdán para llegar a su casa. Cuando había el tiempo suficiente caminaban hacia la calle Luis Moya y Victoria para comer, en voz de mi mamá “las tortas más sencillas y riquísimas que había probado: jamón, jitomate, cebolla, queso” –intrigada le pregunté si recordaba el nombre del restaurante a lo que ella respondió: No era un restaurante sino una fondita pequeñita que siempre estaba llena-.
El 2 de Octubre de 1968 mi madre salió de su trabajo a la hora de costumbre, sin ningún novedad abordó el camión que la llevaría hasta Niño Perdido – ella insiste en llamarle por su antiguo nombre así que no le llevaré la contraria y lo escribiré tal cual me lo indica– la novedad fue que en lugar de bajarlos en ese lugar justo fue en la Plaza de la Constitución,. Ahí mi madre se percató de los tanques de guerra sobre las calles casi desiertas, la premura de la gente para llegar a sus respectivos hogares, los soldados preguntando adónde iban y de dónde venían. Mi madre tuvo que sacar de su bolso su gafete que la acreditaba como enfermera. Camino hacia la calle de Jesús María para tomar su camión y poder llegar a su casa. Jamás se imaginó lo que estaba sucediendo a unas cuántas calles de ahí.
Calles hechas de historias
Las calles de nuestras vidas están hechas de historias que nos dieron alegrías y tristezas; momentos terribles como los terremotos de 1957 y 1985. En el primero El Ángel de la Independencia no pudo alzar el vuelo y se impactó en el vacío; en el segundo, la certeza de la unión y del terror hizo que la fuerza de la gente ayudara a su prójimo, así que piedra a piedra apartaron lo destruido para dar esperanza a otros que lo habían perdido casi todo.
Momentos inolvidables que nos ofrecieron tardes maravillosas, conversaciones infinitas acompañados de un buen café o de alguna bebida que nos alegró el momento. Días en que una novia busca su vestido o una quinceañera sueña con un vestido tan hermoso para que jamás sea olvidado. Comidas apresuradas porque el tiempo lo teníamos encima, calles empedradas luciendo edificios antiguos que poco a poco han ido desapareciendo en pos de la modernidad o de la indiferencia total de los que se supone que deben de cuidar estos patrimonios que son nuestra historia.
La calle Madero nunca descansa, el silencio de la noche la abraza sin dejarla muda. Siempre habla no como el rumor de mar sino como una ola brava que golpea el risco con violencia y templanza. Al alba rejuvenece como siempre lo ha hecho durante tantos siglos, ofreciéndonos una gama infinita de colores que son vivencias llenas de eso, de vida.


