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Las alacenas de Arrieta: imágenes de nuestro mestizaje gastronómico

Javier Estrada San Miguel

Entre la recolección y el consumo de los alimentos hay un intervalo en que éstos se exhiben. A este posible arreglo de huevos frescos en un aparador, junto con unas manzanas y unas peras del huerto, un racimo de peces del río, un atado de perdices manchado de sangre, una canasta con calabazas y frijoles del jardín, los holandeses de mediados del siglo XVII le dieron el nombre de naturaleza muerta.

Guy Davenport

I. La guerra de las cazuelas

Allá por 1877, don Guillermo Prieto opinaba que las alacenas del pintor poblano
José Agustín Arrieta reproducían la lucha de costumbres que libraba la clase media de entonces: «el pichel de Sajonia y el jarro de pico agudo, el plato poblano de pajarito y la azucarera parisiense…» (1).

Seguramente Prieto se refería, con su aguda inteligencia, a un proceso incontenible de aculturación que avanzaba en el seno de la sociedad mexicana desde la segunda década del siglo XIX y que para ese momento encontraba su clímax. El fenómeno se presentaba en muchos aspectos de la vida social de la joven nación. Podía percibirse en el lenguaje, en la indumentaria, en las formas de entretenimiento, en la arquitectura y, en general, en casi todas las expresiones artísticas. Era la visible culminación de una rápida apertura al mundo después de  los tres siglos del enclaustramiento cultural que decretó la corona española. Los flujos de migrantes, el libre acceso a la información y a las mercancías, el intercambio de ideas, aceleraban el contacto y la asimilación de modelos culturales que otrora no habían estado disponibles.

En el fondo, Prieto sugería tal vez que el sector intermedio de la sociedad, medianamente educado, con cierta capacidad de consumo y una gran avidez por la imitación foránea, se debatía entre conservar intactas sus añejas costumbres heredadas de los tiempos del virreinato, o desecharlas irremediablemente para asumir un modo de vida extranjerizante. Más aun, podría pensar que este dilema se radicalizaba en la cocina, donde había que decidir entre conservar o no los pocillos de barro y los tamales frente a la poderosa embestida del cristal, la porcelana y el beef-steak.

Ciento cincuenta años después venimos a descubrir, perplejos, que en ese y otros lances, ni perdió el tamal ni ganó el bistec, sino que, sencillamente, ambos prefirieron cohabitar armónicamente sobre la golosa mesa de los mexicanos.

II. En el principio fue una mesa

José Agustín Arrieta, tlaxcalteca avecindado en Puebla desde niño, además de haber sido el mejor retratista de chinas, léperos, gendarmes, borrachos y locos en todo el siglo XIX, fue también el autor de un gran número de cuadros de comedor de singular belleza, en los que el abigarramiento de frutas, hortalizas, carnes y toda clase de utensilios de cocina y de mesa, conforman un valioso documento gráfico para ilustrar el imaginario alimenticio de los agitados años de nuestra formación nacional. El secreto de su encanto parece ser, exactamente, la desconcertante mezcla de todos los elementos; lo que para Elisa García Barragán, acuciosa  investigadora de la trayectoria artística del pintor, es el «ritmo y colorido», donde «la cebolla posee la misma jerarquía que el tibor francés», una especie de panteísmo donde «no existen niveles en todo lo que forman los tres reinos de la naturaleza universal» (2).

Desde 1843 y casi hasta su muerte en 1874, el maestro Arrieta pintó sobre una misma mesa el inventario casi caótico de las materias primas de nuestro mestizaje culinario; lienzos y más lienzos en los que se sintetiza un largo derrotero de fusiones y asimilaciones que se remontan hasta el momento de la conquista española y más allá; cuadros con los que los científicos podrían celebrar la validez de sus postulados sobre la evolución agrícola del planeta: …el hombre europeo se dedicó a convertir el Nuevo Mundo a semejanza del Viejo tanto como le fue posible, y este intento resultó tan exitoso que llevó a cabo lo que probablemente fue la mayor revolución biológica desde el fin de la era pleistocena (3).

Es seguro que al maestro Arrieta no le importaban mucho esa clase de revoluciones. Él sólo colocaba frente a sí los objetos más gratos a su paladar y los plasmaba en deliciosas composiciones. No hay en sus cuadros ningún asomo de clasificación. El único esquema es, en todo caso, un cuidadoso balance en los colores y en los acomodos, una especie de ingeniería doméstica con pequeños toques de alquimia, como lo sugieren las apariciones repentinas de gatos, conejos o palomas que transforman la escena en una emocionante lección de magia.

En medio de esa audacia discordante encontramos la variedad casi infinita de frutas y vegetales del viejo y el nuevo continente; no puede existir una mejor definición del sincretismo: la piña americana que enamoró al rey Fernando el Católico, según lo cuenta Pedro Mártir de Anglería en sus Décadas del Nuevo Mundo, al lado de las aceitunas mediterráneas que se sirvieron en el primer banquete que ofreció Cortés en su palacio de Coyoacán en 1539; la suculenta pulpa del aguacate y del zapote mamey que cautivaron a Motolinia y Sahagún, en perfecta convivencia con los cítricos del Asia Menor traídos en los primeros barcos españoles. Tomates y chiles poblanos en armonía con el plátano africano y caribeño; la tropicalísima guanábana en hermandad con la calabaza de Castilla; el pan de trigo europeo y los duraznos, al lado de papayas, tunas y pitahayas.

En algunas de las alacenas hace su aparición el chorizo de Cantimpalos y las sardinas cantábricas. En otras, surgen barricas de tinto catalán en sutil equilibrio con pocillos de chocolate de Oaxaca o del Soconusco, con todo y su molinillo para hacerle buena espuma; aromáticos claretes al lado del mejor pulque de Ápan o de Ometusco; copas de vidrio verde prensado de las fábricas poblanas, junto a licoreras de cristal europeo; cucharones de palo impasibles y despreocupados frente a la cuchillería sevillana importada. Por acá tinajas de barro rojo y poroso en mancuerna con la fina porcelana inglesa; cazos de cobre martillado de Santa Clara… un jarrón de cerámica de Tonalá.

La lista no se agota: la venerable mazorca prehispánica, madre de todas las culturas mesoamericanas, haciendo pareja con un esbelto mango de Manila o con las cañas de azúcar llegadas de las Canarias con escala en Cuba. También pasan revista las flores nacionales: la nochebuena o poinsettia (4) (el más chocante nombre científico para una flor tan mexicana), el cempaxúchitl y la dalia. Tenates desparramados de frijoles, garbanzos, habas o cacahuates. Cabezas de chivo y de venado; hígados y riñones de ternera junto con pollos y gallinas desplumados, con el pescuezo exangüe, suplicando que el piadoso cocinero los sumerja de una vez por todas en el agua caliente con sus hierbas de olor y su sal. Y como epílogo, un pan de muerto, decorado con sus huesitos y rociado de ajonjolí, pieza maestra de la panadería que ha de reputarse —junto con el mole poblano— como una de las cumbres gastronómicas del barroco mexicano.

III. Bon Appetit

Volviendo la vista quinientos años atrás, podemos imaginarnos la forma en la que los estómagos peninsulares aprendieron que la dieta novohispana sólo podía concebirse como la suma de dos universos perfectos. Los sabores árabes, mediterráneos e ibéricos, en conjunción con los americanos, afrocaribeños y asiáticos. De poco servían las relucientes armaduras, los cañones y arcabuces para detener «la entrada masiva de las indígenas en las cocinas de la mayoría de los conquistadores» (5).

Este asalto de molcajetes y metates fue la verdadera contraofensiva americana; la que al final ganó, sometiendo irreductiblemente las barrigas de los hambrientos soldados y los melindrosos frailes.

Para 1810, año de la insurgencia, reinaba una cocina mestiza bien consolidada, con cierta influencia italiana y francesa importada por los virreyes y funcionarios de la casa borbónica, con ciertos toques de exotismo oriental traídos por la Nao de China. Ya era entonces una mesa extraordinaria, pero el prodigio todavía no culminaba. Cuando Arrieta pintó sus primeras alacenas, faltaban escasos años para que las tropas norteamericanas desembarcaran en Veracruz. Luego llegarían los franceses, los belgas y los austriacos, con el común denominador de que todos pasaban por Puebla; siempre dejando una marca culinaria que deleitaba a las clases aventajadas, gustosas de compartir manteles con los ejércitos invasores. ¿Acaso por eso la cocina poblana presumiera ser mucho más cosmopolita que la de la capital?

Don Agustín Arrieta pintaba esa mesa pretensiosa y acomodada. No era una mesa lujosa ni palaciega, pero tampoco la mesa popular que por entonces acaso alcanzaba para tlaco de frijol (6) y medio de tortillas; la crisis de identidad alimenticia pasó inadvertida para las masas empobrecidas que no tuvieron que elegir entre lo nacional o lo europeo. Estas alacenas eran la mesa de la clase pudiente, bien satisfecha, nutrida por la burocracia, el comercio, el ejército y la iglesia, alimentada en buena parte por la empleomanía: «los escasos afortunados que lograban hacer las comidas reglamentarias» (7).

El comensal podría ser el coronel comandante de la plaza, un jefe de la aduana o hasta el mismo señor obispo. Y por los ingredientes podemos suponer que el platillo sería, por ejemplo, un «hígado de ternera a la paisana, platillo que exigía para su elaboración: vino blanco, lonjas de tocino, zanahorias, cebollas, un ramillete de hierbas de olor, pimienta y saL» (8).

* * *

Muy a nuestro pesar existe la horrible versión de que don José Agustín no compartió necesariamente la mesa de esos dilectos personajes; que la miseria lo acosó durante los últimos años de su vida y que, para entonces, los suculentos modelos de sus lienzos eran en su mayoría efímeros préstamos de sus clientes que al final de la jornada tenía que devolver sin haberlos podido disfrutar en su propio provecho. Nada hay tan desconsolador para ilustrar la leyenda de uno de los hombres que más aportaron a la descripción del mundo doméstico y culinario de México en el siglo XIX. Ojala que esto no haya sido cierto.

  • 1 Castro Morales, Efraín: José Agustín Arrieta, su tiempo, vida y obra, en Homenaje nacional, José Agustín Arrieta (1803-1874), Museo Nacional de Arte, México, 1994. p. 89-95
  • 2 García Barragán, Elisa: «El bodegón espejo y reflejo de delicias mexicanas», en En gustos se comen géneros, Congreso Internacional de Comida y Literatura III, Edición de Sara Poot Herrera, Instituto de Cultura de Yucatán, México, 2003, p. 525-535
  • 3 Crosby, Alfred W.: El intercambio transoceánico: consecuencias biológicas y culturales a partir de 1492, UNAM, México, 1991, p. 72.
  • 4 Llamada así por primer representante diplomático de Estados Unidos en México, Joel Roberts Poinsett, quien la llevó a su país donde se popularizó.
  • 5 Alberro, Solange: Del gachupín al criollo: o cómo los españoles de México dejaron de serlo, El Colegio de México, Centro de Estudios Históricos, Jornadas 122, M’exico, 1992, p. 69-98
  • 6 Tlaco proviene del náhuatl, ‘tlaco’ significa mitad, cosa partida o dividida. Durante el virreinato se llamó así a una moneda de cobre con valor de la mitad de una cuartilla, es decir equivalía a 1/8 de Real, también se conoce como ‘claco’ ya que los españoles no podían pronunciar el fonema ‘tl’. Los tlacos siguieron utilizándose durante buena parte del siglo XIX.
  • 7 Quirarte, Vicente: El colorista del lenguaje y el cronista del color: confluencias de Guillermo Prieto y José Agustín Arrieta, Primeras jornadas de literatura mexicana, José Pascual Buxó y Mario Calderón editores, BUAP, México, 1998.
  • 8 García Barragán: ibid p. 527

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