Por: Julieta E. Libera Blas.
Mar eterno.
Digamos que no tiene comienzo el mar
Empieza donde lo hallas por vez primera
y te sale al encuentro por todas partes.
José Emilio Pacheco.
Estimadas lectoras, apreciados lectores.
Decía mi amada Carmen, mi abuela materna; que los pies de Dios son el mar y quizá haya tenido razón porque después de todo ¿qué es el mar? Tan solo una masa de agua salada, llena de caos y de tranquilidad, en donde nunca se está quieto porque las olas jamás dejan de estar en movimiento gracias al viento.
Amo infinitamente la libertad envidiable del mar. Cuando cumplí quince años, ya hace unos ayeres, mi padre me ofreció un viaje a la playa. Nada de baile con chambelanes y pastel costosísimo de varios pisos. Nada de menús exóticos y mucho menos vestidos parecidos a un merengue para que lo luciera frente a no sé cuántas personas. Nada de mesa de regalos o estar en la búsqueda de salones en donde la gente estuviera cómoda y a decir verdad, yo no pretendía una fiesta de quince años de esa manera. No me hubiera sentido muy bien siendo observada o levantada por cuatro muchachitos que como yo también morían de la vergüenza al ser parte de un vals escuchado en todas las fiestas hasta el cansancio. Además hubieran estado obligados por sus mamás o sea mis tías o mi propia madrina a ser parte de la fiesta.
Sí, yo quería un hermoso vestido, un ramo de alcatraces. Deseaba tener la pompa de la ceremonia justo en la iglesia en donde años atrás mis papás se habían casado en Coyoacán. Deseaba bailar con mis cuatro chambelanes, entre ellos, el niño más guapo de entre todos los que había conocido a tan corta edad. El niño al que mis días les había arrancado miles de suspiros. Yo quería un hermoso pastel pero mi papá me ofreció un viaje increíble al mar a lado de mi familia. Toda esperanza de bailar con el niño más guapo, gentil y único del universo se moría lentamente con la lista de invitados que aún conservo con cariño.
En mayo, en plena primavera nos embarcamos a la odisea hacia el perfecto paraíso: la playa más bonita, la arena más fina, el mar más azul y cristalino. La idea era celebrar el cumpleaños de mi hermana y el mío. Si bien no soy fanática al calor, ni a estarme bronceando, disfruto del mar como no tienen idea, escuchar el rumor del mar es fantástico pues la paz que ofrece es tan agradable como sentir la brisa en el rostro.
Días antes de mi cumpleaños acompañé a mi papá a ver cómo mis hermanos sorteaban las olas, mi madre con mi abuela nos veían desde sus camastros tranquilas. Yo quería subirme a unas de ésas “bananas” que surcan las olas y que llevan gente que va sumamente contenta. Sin embargo no me atreví a pedírselo a mi papá, así que tome su mano y comencé a sortear las olas hasta que el mar me dio su bienvenida.
Al estar sostenida de la mano de mi papá sentí como una ola me sujeto por las piernas halándome hacia él con tal violencia que provoco que me soltara de la mano de mi papá. La fuerza del mar es increíble, la arena me llenaba la boca y lo salado de éste no me permitía abrir bien los ojos. A la distancia mi papá intentaba sujetarme sin éxito. El mar en su furia natural no me permitía alcanzar su mano ni sus piernas. Yo tragaba su agua salada, intentaba sostenerme de lo que fuera, mi cabello largo se enredaba con mi propio cuerpo, mi voz se ahogaba hasta que sentí como poco a poco se apagaba. Ahí estaban mis quince años, mas me hubiera valido ser parte de una fiesta llena de personas que hoy ya no he vuelto a ver o que ya no son parte de este mundo. Más hubiera valido parecer un merengue bonito que una niña revolcada por el mar llena de conchitas marinas y arena tan fina que te hace toser por días. Mas me hubiera valido bailar ese vals al lado del niño más guapo, gentil, tierno, único, que he visto en toda mi vida. Más me hubiera valido tomar su mano desde ese momento.
Una vez que pensé que ya todo estaba perdido y que mi vida había terminado de la peor manera, el mar o Dios, me lanzaron a la superficie con tal fuerza que mi papá tuvo que levantarme de inmediato para que no me volviera a llevar.
Al salir del mar temblaba y lloraba. No podía creer lo que había vivido en ese momento, si yo sólo quería sortear las olas como mis hermanos. Golpes, arañazos y bofetadas de parte de ramas que ni yo misma supe de dónde habían salido. Mi cabello revuelto, mi respiración agitada; los ojos llorosos buscando a mi madre y a mi abuela. Solté a mi papá no por falta de amor sino porque su fuerza en ese momento me sobrepasaba. Corrí hacia ellas y llorando las abrace, cuando las mire su amor me envolvió de tal manera que todo aquel miedo desapareció. Sus sonrisas plenas me dieron paz.
El mar me dio la bienvenida de una manera bastante inusual. Solté de la mano a mi papá, miré mi vida por segundos llena de temor y de miedo a lo desconocido. Después me lanzó con furia a la vida para vivirla lo mejor posible.
A veces quisiera estar en el mar, dentro de él, tan siquiera escuchar su rumor, y quedarme por horas mirándolo, imaginando que Carmen no estaba tan equivocada en decir que son los pies de Dios porque aquella vez hubiera sido fácil renunciar, dejarme ir lento, sin miedo. Sin embargo me di cuenta que existían tres personas tan fuertes dispuestas a tomar mi mano y sujetarme. La vida es eso, enfrentarse a las peores tormentas, a las más siniestras mareas y salir avante pese al mal tiempo.
Hoy que me encuentro en medio de una tempestad no quiero olvidar el día en que a mi padre nada lo detuvo para buscar mi mano y pudo salvarme y protegerme. No quiero olvidar el abrazo de mi madre, tierno y cálido y ciertamente no quiero olvidar la entereza de Carmen. Su fe en creer en mi, en mi fuerza, en luchar para salir de entre todo aquel oleaje bravío. Su fe en creer que Dios por algo hace las cosas.


