Por: Julieta E. Libera Blas.
“El árbol tiene una esperanza: pues, si es cortado, aún pueden salirle renuevos, que seguirán brotando”
Job 14,7.
Apreciados lectores y lectoras.
Todo ser humano atesora momentos valiosos en sus vidas. La mirada infinita de su padre; la sonrisa de su madre. Las risas de tus hermanos, la complicidad de los amigos. El amor a tus abuelos, sus conversaciones y risas.
Yo recuerdo la mirada profundamente melancólica de mi abuela, sus largas trenzas que la acompañaron casi al final de sus días, sus ojos color gris. La ternura con la que me abrazaba. Recuerdo el taller de carpintería de mi abuelo materno, el aserrín hacía función de montañas en donde la cumbre era un pedazo de madera. La carcajada de mi abuela materna, la bendita gracia que tenía para orar y pedirle a Dios por todos nosotros.
¿Les ha pasado que al ver sus propias manos, la forma de mirar de sus hijos o algunos de sus rasgos, las expresiones, su andar, el tono de voz, las siluetas, les recuerda a alguien muy amado que quizá no volvieron a ver o partieron a otra dimensión?
Algunas veces me ha pasado que al escuchar hablar a mi hermana pienso que es mi madre o al ver pasar por el pasillo a mi hermano, varias veces lo he confundido con mi padre. Sucede que la muerte no se lo lleva todo, nuestras personas amadas siempre dejan una estela de luz en cada uno de nosotros. Cuando escucho hablar a J.J es como si estuviera hablando con el Doctor Sánchez Mejía; sus muecas, su manera de caminar, de sonreír, de mirar, el tono de su voz. ¿Qué tan sano puede ser recordarlo en su hijo? Supongo que la genética hace su labor pero el corazón te indica que de alguna manera él continúa vivo.
Atesoramos atardeceres o libros de poesía que nuestra madre leía en su adolescencia. Yo atesoro los amaneceres en aquella hacienda de Amecameca, de pisos de madera, ventanas enormes que embellecían la estancia y aquellos pilares que sostenían el techo de tejas cafés. Al abrir la puerta el paisaje era el más hermoso: el cielo aborregado, el frío que calaba y provocaba un tiritar de dientes, la bruma y ahí, al fondo, el volcán Popocatépetl. Mi familia dentro de la casa, algunos dormidos, otros comenzando el día; las tías en la cocina preparando el desayuno: migas, café, caldo de haba. Cuando entraba a la sala y me encontraba con mi tía abuela, la abrazaba tanto que sentía su nariz fría, ahora mismo recuerdo su sonrisa y podría jurar sentir la tibieza de sus manos.
Decía Mario Benedetti: “El olvido está lleno de memoria” y es que a veces la palabra “orfandad” no sólo significa perder a los padres sino también a nuestra familia o a la que consideramos que son parte importante de nuestras vidas. Nos convertimos en testigos de cómo los pilares de nuestras vidas se van debilitando, intentamos detener el tiempo, resanamos cada vez más y más hasta que el castillo se vence, por más lágrimas, lucha, oraciones, meditaciones; el tiempo se agota y algunas veces arrasa con todo.
Nuestras personas más amadas nos dejan una lista interminable de anécdotas, risas, carcajadas, lágrimas, momentos que solo la memoria del corazón puede atesorar. El Dr. Sánchez Mejía me dejó su voz, su sabiduría. Un libro acerca de Frida Kalho que él escribió a conciencia, con el talente único que tenia. En él percibí el amor incondicional a su familia, el gozo de la conversación y compañerismo. El rotundo y profundo amor a sus hijos y también me dejó su corto y dolorosísimo adiós.
Algunos conservamos imágenes en la memoria y al cerrar los ojos bogamos hacia esos momentos que nos mostraron que la vida se debe de vivir con el más profundo amor, aprendiendo, valorando cada día. Dejando de lado momentos en que juramos venganza ¿para qué guardar tanta ira y tanto resentimiento si al final nos iremos desnudos hacia ésa dimensión de donde nadie vuelve?
Recuerdo la última vez que lo vi, estaba sentado en su cama, ya con su cabello ralo, su palidez le hacía embellecer el color prístino de sus ojos; sus manos suaves y tibias, la mirada llena de amor, de preguntas. Besé sus manos y su frente, diciéndole cuánto le amaba y me marché de su casa, tan rota como la parte de mi vida que se quedaba vacía.
Nadie está preparado para decir adiós por más cursos de tanatología que tomemos, por más filosofía hindú que leamos. Nadie está preparado para fracturarse y guardar en cajas la vida de sus padres, de sus amigos, de la familia o de las dos imágenes que durante años viste como padres. De tus mascotas amadas. Nadie está preparado para decir adiós por más sano que sea soltarlos al aire como un globo rojo en forma de corazón mientras nos curamos la herida tan profunda que nos deja su ausencia.
La vida me dio el don de inmortalizar sus vidas, guardo conversaciones, fotografías, videos, servilletas escritas con tinta negra de su puño y letra, pero lo que más atesoro son los momentos que fui dichosa, en donde pensé que la vida jamás se toparía con la muerte y que por siempre vivirían.
¿Les ha sucedido que al verse cubiertos de dolor cierran los ojos y contemplan los días maravillosos que tuvieron al lado de todas esas personas que amaron y cuando los abren se juran construirse con amor, bajo esos valores? Toda esa herencia que nos dejaron es para hacerlos eternos. Una amiga muy amada me dijo entre lágrimas días después del fallecimiento de su mamá: “Haré todo lo posible para ser una buena persona, para poder ver de nuevo a mi mamá”
La orfandad es aquella que nos hace sentir el profundo vacío que deja un adiós pero también es aquello que nos provoca ir construyendo castillos en la eternidad para alimentarnos día a día con lo que nos hace ser felices.


